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“Siento no poder pedir perdón por lo que soy”

Noor Ammar Lamarty

Y duele un poco más, un poco más en el fondo, más a la derecha. Toca el corazón, conmueve, destroza, provoca, humilla, resigna y oprime. Cuando la masacre azota el barrio de al lado, el país vecino o la ciudad contigua, se empieza a sentir la cuarta parte de aquellos que ven morir a sus familiares, a los que ven hundirse su país poco a poco, día a día, segundo a segundo, a los que se les ha quitado el presente, pintado el más gris de los pasados y definido un futuro carente de dignidad. Son víctimas de sistemas políticos en los que se invierte más en la colección de coches del 'presidente', que en la educación, en la sanidad, en la vida digna, en la dignidad.

Víctimas de una Unión Europea cuyos intereses no dejan espacio a democracias árabes, que persiguen inevitablemente disgregar lo que ya es difícil de sostener. Se emigra con el peso de la ignorancia, y se cría con el modelo y valores atrasados, y todo culmina con comunidades asiduas, guetos que no saben que lo son y les da miedo una sociedad que les pueda convertir, transformar, mejorar. Ante la oportunidad de bombardear un país y destruir su gobierno todos somos partícipes; lo jodido, lo realmente difícil, es hacer algo mejor, más “justo”, más de este  siglo XXI. Dar dignidad, sitio, acogida a esta gente que necesita sentirse que están en alguna parte, porque miran atrás sin oportunidad de retorno.

Llevo días despertando y hartándome de ver en todas las redes cientos de artículos, cientos de frases, en su mayoría que rezan por la paz en París. Lo de Palestina lo escuchas desde que tienes conciencia, y Siria es el minuto y medio del telediario que dedicas para ir a por la coca cola a la cocina.

Esa parte te la saltas, “ehke los árabes”, “ehke los musulmanes”. Me da pena, me da mucha pena que a la gente le salga el corazón y la conmoción en estos momentos. Y que sea una conmoción particular, que aquí rezamos por nuestros muertos y los del otro continente nos pillan lejos.

Me indigna que cuando mueren africanos todos los meses en el Estrecho nadie busque saber, sentir, ni rezar. Me indigna que Palestina esté sumida en una marea de crímenes contra la humanidad, que la vida de un israelí equivalga a las de 10 palestinos. Y así nos va por esta regla de tres. Me da asco que solo se altere la gente cuando ve la foto de un niño sirio muerto en una orilla turca, porque se olvida demasiado pronto que éste tiene la misma edad que la masacre de su país. Me da más asco la inmovilización mundial, la incompetencia gubernamental, la hipocresía política, árabe, europea o estadounidense.

Las diferencias entre los musulmanes, yihadistas y el Estado Islámico son cada vez más difíciles de discernir en los discursos públicos. Nadie busca saber cómo se financian, a qué clases de personas reclutan, la “amalgama” es la solución cuando el miedo nos atraviesa cada poro y miras de reojo al musulmán del kebab de enfrente. Y mientras los tanques de petróleo salen de puertos sirios constantemente, dirección tierra de nadie, miramos hacia otra parte no vaya a ser que se note que estamos financiando nuestro propio cáncer.

Lamento la pérdida de cada persona, una por una, siento esos corazones y sueños que acabaron en pleno atentado. Lamento que haya víctimas, siento que haya cambiado la vida de tantas personas, pero también siento que toda morena de ojos oscuros que se pasee por París y se llame Salma se la rehúya como si fuese una mártir despiadada. Lo siento por cada persona conmocionada que creía vivir en un mundo de yuppi; la realidad está ahí fuera, quizás no en el barrio de al lado, ni en el país propio. Pero somos las piezas de este puzzle, y por muy lejos que esté la pieza que falte, nunca estará completo sin ella. Eso es la paz.

Nacida musulmana y en un país de confesión mayoritariamente musulmana, pero que no priva a otras personas de profesar su religión, voy a decir que los atentados no fueron en mi nombre. Porque no veo qué relación tengo con esta gente. Porque mi mejor amiga se apellida Sánchez, mi abuelo paterno es de ascendencia judía, estudio en un centro español, hablo cuatro idiomas, tengo de amigas a Elisabeth, Laura, Fátima y Yasmine; mi primo es de padre saudí y acude a un centro norteamericano, y mi padre emigró con cuatro años a Francia.

En otras palabras, siento que no me siento para nada identificada con personas que claman la misma frase que más de mil quinientos millones de personas en este planeta, porque es una frase y el sentido se cobra en las personas.

Siento no poder disculparme por ser lo que soy, porque yo considero que la vida es un don de Dios, y el Estado Islámico asesina. Porque en el Islam que se me ha inculcado “el paraíso está debajo de las piernas de una madre” y el Estado Islámico apedrea a estas últimas. Voy a dejar de justificarme, porque es algo que me pone nerviosa. Lo que pretendo decir es que me duelen las personas, no lo que claman los asesinos. El Islam está demasiado condenado, juzgado, y planificado también.

Partiendo del hecho de que gran parte de los países que lo profesan sufren una opresión extremista totalmente cruel, partiendo de que el país más injusto del mundo es musulmán, y sobre todo, partiendo del hecho de que cada día se pisan más los valores de este y se cometen crímenes en su nombre. Partiendo de todo esto, creo que la transparencia de esta religión necesita tiempo, convivencia, educación y menos países tratando de mantener sus pueblos en sistemas feudales.

Necesitamos que la educación en torno al Islam, tanto para los que la van a profesar como los que no, se base en valores éticos, derechos humanos y tolerancia. Porque ya lo dijo Arthur Koestler: “Todos tenemos bastante religión para odiarnos, pero no suficiente para amarnos los unos a los otros”. Y nada, que así nos va, que los siento tanto por los franceses fallecidos como por los bebés sirios que están muriendo ahora. Pero no voy a pedir perdón.

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