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Contra el refugio, contra los campos, contra la vida: el genocidio en Europa

Estación de tren de Sid, en Serbia

Teresa Alonso Redondo, cooperante

Las palabras construyen realidades, se asientan en las mentes y crean significados que luego utilizamos para explicar nuestra manera de ver las cosas.

Deberíamos preguntarnos quiénes son los dueños del lenguaje, quién decide la palabra que recibe cada opresión y como así la construye o hace que no exista. Quién custodia ese enorme poder.

Se habla mucho de “los refugiados”, “los campos”, “la ayuda humanitaria”. Debería darnos vergüenza, deberían caérsenos la cara y el alma.

¿Quién los está refugiando? ¿Quién ha denominado campo al infierno?  ¿Es acaso ayuda, la pasarela a la muerte?

Sería mucho más honesto usar las palabras de Galeano “Los nadie, los hijos de nadie, los dueños de nada, que cuestan menos que la bala que los mata”.

Aquí ni siquiera hay presupuesto para balas, aquí les mata la espera, el rechazo, el olvido, la nada.

Europa despliega su máquina de matar de espaldas y de frente se reviste de palabras falsas, de constituciones irreales y de derechos incapaces de ponerse en pie.

Hablemos de lo que ocurre en Sid, frontera serbo-croata.

Podríamos hablar de Grecia,  Hungría, Bulgaria, España o Italia y las conclusiones serían muy parecidas, pero ahora estamos en Sid, en este trozo de tierra manchada de sangre y dolor, en esta frontera infranqueable.

Podríamos contar cientos de historias, con nombres y apellidos, historias de torturas, de asesinatos, de vejación, violación y suicidios. Historias de familias abandonadas en medio de la montaña, en una carretera o en cárceles oscuras.

Podríamos hablar de cómo las organizaciones de esa supuesta ayuda humanitaria se pasean mirando la barbarie, sin utilizar ni un 3% de toda la inmensa capacidad que tienen, dando la mano al mismo sistema que frivoliza y condena.

Podríamos escribir hasta que las  hojas sangrasen, tomos más grandes que el Corán o la Santa Biblia, que la enciclopedia o el diccionario en el que ya no quedan palabras para describir esto.

Pero vamos a contar un día en Sid, como un pequeño extracto de esta demente realidad.

Es aquí hacia donde se dirigen cientos de pies, pies que ya han recibido muchos golpes, que han sido expulsados, torturados, encarcelados y condenados al eterno movimiento, sin camino ni paseo. Huida, captura, tortura y vuelta a empezar. Una y otra vez, una y otra vez, hasta que se desgarre la piel y la esperanza.

Como cada mañana, se encienden los fogones, las mentes y algún que otro poro que empezaba a obstruirse, el equipo de la No Name Kitchen se despierta con los primeros rayos del sol y empieza la rutina mañanera: mercado, té, equipo cocina, limpieza….

Unas veinte activistas de diferentes lugares, la mayoría de España, pero también Francia, Polonia, República Checa y América se han encontrado en una vieja casa, junto a una pocilga, con el fin de acompañar, sostener, compartir y aprender de todas esas personas que tratan de alcanzar una vida digna y también de ellas mismas, del grupo, de esa comunidad que cree en el abrazo y la escucha.

Preparamos la ‘furgo’ y como es costumbre nos ponemos en camino a las vías del tren, al campo de maíz y girasoles.

Bienvenidas a la jungla.

Unos 200 chavales se agolpan entre campos de maíz,entre la espera y el miedo, entre las moscas y los sueños, entre Europa y el infierno. Es difícil saber cuántos son. Van y vienen. Los que van suelen volver con algún hueso menos, con la mirada perdida y la rabia encontrada. Duermen entre maíz y girasoles, caminan perdidos por el bosque con la esperanza de alcanzar la Europa de los derechos, esos que están más torcidos que las varas de maíz que los cobijan. Las moscas tienen más compasión y son menos molestas que esta civilización que no quiere mirar, que no quiere sentir. Afganistán, Paquistán, Irak, Marruecos, Cuba, Argelia...

Maizales convertidos en un crisol de culturas. Diferentes lenguas, edades, religiones y tonos de piel, pero todos entienden el lenguaje de la risa y el dolor. Incluso los más pequeños, hay varios chavales solos, entre 12 y 17 años, creciendo más rápido que el maíz. Junto al maíz crecen también las grandes pasiones humanas. Se respira coraje, odio, amor y la necesidad de creer. Creer en algo, creer en alguien. En una ruta, una fila de comida, un balón de fútbol, un smugler o un campo de maíz. Recuperar un trozo de dignidad a través de una ducha, un “hi my friend” o un cine de verano improvisado entre mazorcas.

Dan igual todos los reglamentos, los tratados, los derechos humanos que se hayan escrito en despachos blindados: son solo papeles que no entienden de vidas y realidades, que se burlan de “los nadies”. Según sus tratados, no se puede devolver a personas de un país de la Unión Europea a otro que no lo es, pero eso es solo la teoría; la práctica es que cada día se realizan cientos de devoluciones en caliente de vuelta a la misma ratonera: de Croacia a Serbia, de Hungría a Serbia, de Austria a Serbia, en una espiral que nunca acaba.

Todo el mundo sabe que la policía tortura, y hay que decirlo bien alto y claro: tortura. Si quieren ver las pruebas vengan a ver sus tobillos llenos de mordeduras de perros, sus golpes en la espalda, sus convulsiones y temblores  después de las descargas eléctricas, sus ataques de pánico y traumas, el miedo en el cuerpo y la piel, el terror psicológico, las miradas perdidas, llenas de dolor.

Pero volvamos a nuestro campo  de girasoles y maíz, ese hervidero donde nace la amistad, el perdón, la necesidad de sostenerse los unos a los otros, pero también el racismo, el odio y la venganza.

No es cuestión de buenos y malos, es muy complicado que la bondad nazca en medio del rechazo y el olvido y aun así la capacidad parece ser inmensa. Muchos días tenemos mucho miedo de que se maten los unos a los otros. Que se maten los unos a los otros.

No. No sería justo simplificarlo en esa frase, esas serían las palabras de los dueños de lenguaje, de los falsos derechos y los tronos de papel, los mismos que permiten que estos lugares existan y por lo tanto son responsables de estas muertes, de estos cuerpos, de estos pies, de este genocidio.

Suena el teléfono, en medio de las preparaciones para la distribución del desayuno, vamos justas. “Han encontrado un cadáver en las vías del tren”.

Mohamed El Amin, 24 años, argelino, quería llegar a Europa, a Francia, a respirar la cultura y el arte, a conseguir dinero para poder operar a su padre de una enfermedad rara. Ahí terminó su camino, bajo los vagones de un tren al que “los nadies” no pueden subir.

El mundo no se conmocionará por su muerte, nadie cambiará su foto en Facebook con la bandera de Argelia, ni se le otorgarán minutos de silencio ni respeto a su familia; de hecho, ni siquiera sabemos si conseguirán repatriar su cuerpo, como el de aquel chico afgano que atropelló el tren hace dos meses, y el otro que quedó sin piernas, o aquel que se ahorcó en la misma frontera de Hungría, colgado de la valla.

Nadie escribió una letra sobre sus cuerpos, porque no son nadie, porque si se escribiese, si se supiese, tal vez Europa tendría que reconocer su responsabilidad, y tal vez nosotras tendríamos que empezar una revolución en pro de la solidaridad  y eso es algo que lleva demasiado tiempo e implica renunciar a muchas cosas que ahora no caben en las cabezas de los habitantes de este mundo capitalista e individualista, valga la redundancia.

Se respira compasión y dolor entre el maíz y los girasoles, se escuchan llantos, abrazos y silencio. Olvidan las diferencias, y se arrodillan juntos, y nos arrodillamos nosotras también  recordando a Amin, mirando a la Meca y las vías, hacia la frontera y la esperanza de alcanzar una vida digna.

Nos subimos a la ‘furgo’ en silencio, no hay palabras de vuelta a casa, no están en el diccionario.

Ellos se quedan en la jungla.

Los  girasoles se giran y miran a los olvidados, les miran y les refugian, les ofrecen sombra y pipas, mucho más que esta Europa que brinda sangre y olvido.

Ojalá fuese Europa un girasol.

 

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