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La torre ‘braque’ de Badajoz

Torre Caja Badajoz

Tomás Martín Tamayo

El gigantesco edificio se eleva majestuoso a orillas del Guadiana, mirando altivo a la ciudad de Badajoz desde arriba, proyectando su sombra sobre las tirantas del Puente Real y amenazando a la biblioteca que han puesto a sus pies. Es un rectángulo puesto en pie, recorrido en su entorno por cinchas metálicas que se asemejan a los braques, los correctores dentales, por lo que desde su construcción lo vi como la  Torre Braque. Desde su base parece un monstruo de cristal y acero, sorprendiendo la uniformidad del entorno, extraño como ciprés en medio de un trigal. “El Braque” es una torre diseñada para oficinas, con pretensiones ciclópeas de los años de abundancia, diseñado de forma inconexa, estrafalaria y sin más previsión que la de servir de sedes, despachos y negocios que nunca aparecieron. Por ahora, es “El Braque Vacío”.

La entidad financiera que lo levantó, una caja de ahorros desaparecida por razones que se justifican en la propia existencia de la torre “Braque”, acogió con entusiasmo una idea publicitaria de Enredo Redondo, un publicista amamantado en las ubres del poder, y ofreció 300.000 euros a la mejor idea para coronar el edificio. Así, en pocos días, toda España se enteró de la existencia gloriosa de “El Braque”, que era lo que se pretendía. Un numeroso equipo de recepción se encargó de seleccionar entre las miles de ideas que comenzaron a llegar desde todos los rincones del mundo, a las que consideraban que debían pasar a la final, porque el pellizco económico se propagó incluso por los “tam-tam” selváticos. Artistas, científicos, hombres de empresa, agencias publicitarias, arquitectos, escritores, bohemios, oportunis­tas, amas de casa, estudiantes... Millones de personas dedicaron unos minutos a pensar en “la chispa”, la idea ocurrente para coronar “El Braque”. Todos los medios de co­municación se hicieron eco de la convocatoria y en la entidad financiera se frotaban las manos porque el golpe publicitario suplía con creces la cantidad del premio. Una vez más Enredo Redondo se relamió de felicidad al sentirse manijero de tanta marioneta, aunque, después de tanto ruido, el edificio seguía vacío.

El jurado internacional, que incluía a expertos multidisciplinares, y un equipo eficaz de publicistas regalaban puntualmente titulares sobre el edificio, el premio, el jurado, las ideas que llegaban… Y los infor­mativos de todas las emisoras y cadenas se iniciaban con alguna referencia, anécdota o comentario de la universal convocatoria. Además, la portavoz del jurado, La Hiena, conocida porque se reía en “jijiji”, todos los días, en apelmazada rueda de prensa, leía un comunicado referido a la lectura de originales, adelantando los seleccionados durante la jor­nada.

El día del fallo final España tenía la respiración contenida, centenares de cámaras y micrófonos hicieron selva ante el portavoz de turno que, en perfecto inglés, dio por fin el veredicto. Hizo una pausa y hasta los pájaros quedaron suspendidos en el vuelo:

-Señoras y señores, ciudadanos del mundo -dijo remarcando las finales-, asómbrense, pero después de examinar exhaustivamente las trescientas doce mil ideas, el jurado, en su sesenta y tres votación, ha elegido como ganador la que presen­ta…

Guardó silencio y sólo se oía el viento al rozar los braques de acero que abrazaban el edificio.

-…Ha elegido como ganador la que presenta… La que presenta… La que presenta… Según la plica… la que presenta… El, el, el... ¡El pollo pistacho! ¡Ohhhh! 

“¡Ooooooh,”  se oyó en medio mundo mientras el otro medio gritaba enfervorecido y llorando de alegría porque el Pollo Pistacho era un personaje estrafalario, un “todoterreno” de las ocurrencias muy conocido.

Media hora después, la presentadora, enseñando cacha hasta la cintura y escote hasta el ombligo, subió el volumen para sobreponer su voz al griterío:

-La idea puede parecer sim­ple, como todo lo genial. Les voy a leer el proyecto, que apenas tiene seis líneas: “Como imagen del despegue de Extremadura, locomotora de la economía y el desarrollo de España y de Europa, coronen el edificio con una máquina de tren, con una locomotora gigante. Una locomotora de vapor de tal dimensión que pueda ocupar toda la plataforma superior. Sobre la locomotora, en su parte más alta, pongan un enorme casco de bombero, simbolizando la unión de  la fuerza con la inteligencia suprema”...¡Magnífico, extraordinario, fenomenal, colosal, excepcional!

Un año después, el momento cumbre, a las cinco en punto —cuatro en Canarias, porque por decreto ley en Extremadura es obligado el recordatorio de las islas afortunadas—, ocho descomunales grúas fueron descubiertas, asidas a los braques de la torre. La locomotora se elevaba, se elevaba, se elevaba… Treinta, cuarenta, cincuenta metros... De pronto se apagaron las luces y desde lo alto del edificio fue desenrollándose un mural gigantesco, con la egregia figura del gran ocurrente, con casco de motero y piqueta de bombero, mientras el mundo lloraba de emoción y se rompía las manos aplaudiendo.

La presentadora, casi en trance, acercó el micrófono a un niño:

¿Qué te parece, criaturita?

-Me paece que se pué caé.

Como si el niño hubiera tocado un resorte invisible, la locomotora comenzó a agrandarse en su vertiginoso descenso, las grúas perdieron verticali­dad, los cables chillaron como hienas hambrientas…. Setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta, trein­ta, veinte, diez, cinco metros...

Y miles de crédulos, pensando que eso formaba parte de la programación, permanecieron contemplando la caída de la locomotora hasta que les aplastó las narices.

Este, y otros artículos, los puede leer en el blog de Tomás Martín Tamayo

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