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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El tribuno Mercero

Antonio Mercero

Antonio Vélez Sánchez, exalcalde de Mérida

El rodaje de “Verano azul” coincidió con el final de la dilatada etapa que, en mi condición de funcionario, me ligó a Nerja, la perla del Mediterráneo, el Balcón de Europa, como la bautizara Alfonso XII.

El monarca la había visitado en Enero de 1885, tras el terremoto que asoló los montes  limítrofes de Málaga y Granada, causando cerca de ochocientos muertos. Cuando se asomó al mar desde el soberbio espolón  -un fortín defensivo horadado de troneras para viejos cañones, que debieron de enseñar mas de una vez sus credenciales –  lo señaló con ese afortunado nombre. De ese sueño y el que, casi un siglo después, le regalara una singular Cueva de filigranas calizas, se alimentó el orgullo de Nerja.  Hasta  que llegó Antonio Mercero.

Tenia este narrador, por entonces, muy enraizadas sus relaciones sociales por cuestión profesional en aquel rincón subtropical. Así es que me encontré, enseguida, dentro de la nómina de amigos del arrollador Director y las veladas en el merendero de Ayo Ortega, punta oriental de la majestuosa Playa de Burriana, entre la abigarrada tropa de la serie televisiva, perviven en los recuerdos compartidos. Su celebrado triunfo, junto a “Chanquete”- Ferrandiz, nos llenó de orgullo y Nerja se emborrachó de estrellas y de mar a la velocidad del vértigo. Durante muchos años Mercero fue veraneante habitual de Nerja, junto a su larga nomina familiar. Allí nos veíamos, regularmente, junto a otros amigos, para disfrutar de su chispa, humor y grandilocuencias jocosas. El paseo marítimo que lleva su nombre luce, en bronce, un evocador sillón de Director de cine.

Terciaban los ochenta, cuando Mérida retomaba una añeja tradición popular, truncada por una desdichada guerra. El pueblo se asomó al fondo de los baúles para rescatar del tiempo los apolillados atuendos del engaño. Rompía estruendoso y descarado el Carnaval, una asignatura pendiente para tres generaciones. Y como quisimos otorgarle primera plana, a tono con el ritual escénico de los milenarios mármoles, buscamos los mas señalados pregoneros para multiplicarle a Emérita su fama. Por eso vino Mercero.

Cuando se lo pedí, no lo dudó un segundo. Eso si, puso la condición de que el haría la “puesta en escena”, seleccionaría los trajes, que para eso estaba su amigo Cornejo, y marcaría las secuencias. Por teléfono terminó agradeciendo el honor, como correspondía a su elegante estilo, tan cercano, tan familiar, tan sencillo. Y, por supuesto, no cobró “caché” alguno.   

La noche de autos  - Viernes 15 de febrero de 1985 -  se asomó al balcón de la Consistorial el Tribuno Mercero. El clamor de la bulliciosa e inquieta plebe hizo vibrar la plaza y estremecerse al protagonista de aquel guión de carnestolendas. Le flanqueaban, por un lado, quien esto cuenta, aderezado con túnica y laurel, a gusto del pregonero. Al otro lucían vigilantes, Horacio Valcarcel, su mas señalado guionista, como Policía Montada del Canadá y Victoriano de la Serna, torero e hijo del torero que fuera ídolo de la generación del Veintisiete, caracterizado como alguacil de los Austrias. Se respaldó el rapsoda en dos guitarras para arrancarse con unas letrillas, al son de los añejos y callejeros compases de los “romances de ciego”, aquellos que aun pudimos escuchar, en nuestra infancia, por las esquinas de la Plaza de Abastos.

Cuando el Pregonero marcaba la chanza, con sus inflexiones de voz, la provocación al respetable, sus incitaciones y dobles lecturas, el foro emeritense vibraba, se retorcía de risa, entraba al trapo y comulgaba con el artista, que eso fue Mercero aquella noche, un consumado actor. Lo recordó muchas veces después, sorprendido de su papel interpretativo, cosa inédita en su larga carrera de cineasta. Y fue Mérida, cuna del Teatro, desde la lejana Hispania, quien enmarcó la exclusiva. Fue el mejor pregón de la historia de todos los carnavales, por su medida escenificación y el histrionismo del donostiarra.

En el ochenta y nueve volvió Mercero a Mérida, cuando la espectacular Opera Medea, con lo que supuso, a nivel mundial, la reaparición de José Carreras tras la leucemia. El productor de aquel celebrado montaje fue Juanjo Seoane, amigo personal de nuestro protagonista. Antonio rodó un corto  - “Mérida insólita” -  pleno de destellos artísticos, acompasando la música de Cherubíni, escenas de aquella Opera y los monumentos emeritenses. Se exhibió en las grandes ciudades y fue, para el prestigio de Mérida, su ultimo cortometraje. Una noche, en un discreto salón del Parador, Juanjo y Antonio cocinaron un “marmitaco”, para Carreras, Carlos Caballé, hermano de la diva, este narrador y pocos mas. La habilidad cantábrica de los rancheros cabalgó sobre  la chispa de Antonio y la sapiencia adusta de Seoane. La única pena fue no grabar aquella velada.

El último encuentro de Mercero con Mérida ocurrió a comienzos de los noventa. José Luis Garci, se disponía a rodar su película “ Canción de Cuna”, basada en la obra de  Martínez Sierra. Me llamó Garci, “enredado” por Antonio Mercero, amigo de mi época de Nerja.  Vino Garci y fuimos al Convento. Las monjas muy colaboradoras, a la altura del argumento, se mostraron encantadas, pero no pudo ser. El espacio tan reducido, imposible. José Luis se disgustó sin límite y al final rodó en Guadalajara.

Mercero ha sufrido ese mal que nos roba la memoria, ese terrible estigma que nos desubica del mundo, de nuestro entorno. Injusta es la vida a veces para quienes, como en este caso, no han hecho mas que hilar las historias de otros. Es para Mérida una tristeza que quien la cantó en coplillas y la atrapó en imágenes navegue por el confuso limbo mental de la niebla. Aunque alguien va a poder decirle que sus amigos estamos encantados de prestarle nuestra memoria. Y recordarle que una vez, desde un balcón solemne, se dirigió al pueblo para transmitirle un alocado mensaje imperativo : 

                   “ ......Ya lo dijo el gran Trajano

                             aire, aire, mucho aire,

                             luego muy serio añadió,

                             pa su casa el que no baile.“

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