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El justiciero cruel

Ignacio Escolar

Esta tarde mi padre y yo presentaremos en Madrid nuestro nuevo libro: El justiciero cruel. Es la segunda parte de La nación inventada, nuestro ensayo sobre la historia medieval castellana. Se trata de una biografía de Pedro I de Castilla, uno de los reyes más polémicos de la Edad Media. Os dejo con el prólogo del libro. Espero que os guste. Por supuesto, estáis todos invitados a la presentación. La entrada es libre y gratuita hasta completar aforo.

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El siglo XIV fue probablemente el más duro de toda la historia de Castilla, quizás el más negro de la Península Ibérica desde que esta existe. Tres grandes catástrofes, el hambre, la peste y la guerra, golpearon a la población con saña, extendieron la muerte, dejaron la tierra “yerma, estragada, pobre” y cambiaron el Estado y la política. Fue una crisis sistémica que transformó la sociedad y disparó las desigualdades: los poderosos aumentaron su poder y su riqueza y la gente llana quedó empobrecida y perdió algunos de los derechos que habían logrado las generaciones anteriores.

Causado por años sucesivos de malas cosechas, el hambre fue terrible, y se extendió como una maldición bíblica desde el comienzo de la centuria. La Crónica de Fernando IV hablaba así acerca de 1301: “E este año fue en toda la tierra muy grand fambre, e los omes moriense por las plazas e por las calles de fambre...; e tan grande era la fambre, que comían los hombres pan de grama, e nunca en tiempo del mundo vio ombre tan gran fambre ni tan grand mortandad”. La grama es una planta rastrera, invasiva de los cultivos. Cuando la necesidad era extrema y no había absolutamente nada que echarse a la boca, se secaba la grama en hornos, se picaba y molía, y con esa harina pobre se cocía un alimento de urgencia, un pan de poca calidad que saciaba poco y alimentaba casi nada.

La peste negra fue una pandemia que asoló toda Europa, sobre todo la mediterránea, desde mediados del siglo. Probablemente comenzó en las estepas del Asia central, desde donde los soldados mongoles la propagaron en sus incursiones hacia el oeste. Llegó a Europa por Crimea, al sitiar los mongoles la ciudad de Caffa, en poder de los genoveses, y bombardearla con cadáveres infectados, una práctica de guerra bastante frecuente en la Edad Media. El contagio no se producía por el contacto con los cadáveres sino por las picaduras de las pulgas que llevaban consigo. Marinos genoveses extendieron después el mal cada vez más al oeste en las costas mediterráneas: a Venecia, a Messina, a la propia Génova.

La enfermedad era de efectos fulminantes. Transcurría apenas una semana entre el contagio y la muerte. Algunos barcos llegaban a la costa sin nadie vivo dentro. El temor a los barcos infectados fue tal que una república del Adriático, la de Ragusa (hoy Dubrovnik), decidió mantener 30 días aisladas a las tripulaciones antes de que se pudieran mezclar con la población local. Luego amplió el plazo a cuarenta días. Había nacido la quarantina, la cuarentena.

Pese a las cuarentenas y a otras medidas que intentaban frenar su extensión, la peste negra acabó llegando al extremo occidental del Mediterráneo. A lo que hoy es España entró en un barco genovés que atracó en Mahón, Menorca, en 1347. Las crónicas hablan de tres grandes ciclos: “la primera e grande mortandad”, en esos años de mitad del siglo; una “segunda mortandad”, hacia 1363; y la tercera mortandad, en 1383. En total, mató en pocos años en la Península Ibérica entre el 30% y el 60% de la población. Se cebó especialmente en el pueblo llano, malnutrido por las hambrunas desde tres generaciones atrás, pero afectó también a los ricos, al alto clero y a la nobleza. Nadie estuvo a salvo de los estragos de la peste. La peste diezmó la población, provocó el abandono de tierras de cultivo y el aumento de los lugares despoblados, disparó los precios, encareció también los salarios de algunos gremios ante la falta de operarios e intensificó, en fin, los conflictos sociales. Los grandes señores feudales, que vieron que con todo ello sus rentas caían, acosaron a sus administrados con presiones que rayaban el delito –las crónicas hablan de las malfetrías– y presionaron a la Corona para que les diera más privilegios. Lo consiguieron del ganador de la guerra civil, al que apoyaron en su revuelta contra su medio hermano.

El rey Alfonso Onceno murió el 26 de marzo de 1350, viernes santo, cuando sus tropas cercaban Gibraltar, un baluarte de los benimerines en la guerra por el dominio del Estrecho. El rey se había sentido súbitamente indispuesto muy pocos días antes. Fue víctima de la peste negra, y su muerte provocó una pugna feroz entre su hijo legítimo y heredero, que por entonces tenía 15 años y reinaría con el nombre de Pedro I, y sus hijos bastardos, los Trastámaras. La madre de estos, y amante y esposa de hecho de Alfonso XI durante largos años, se llamaba Leonor de Guzmán, y según las crónicas “era en fermosura la mas apuefta muger que auie en el reyno”. Estaba con el rey en el cerco de Gibraltar, y fue apresada por orden de María, la esposa legítima y madre de Pedro, o del propio rey cuando Leonor acompañaba el cortejo fúnebre real hacia Sevilla. Cinco meses después, María la hizo matar, degollada a cuchillo, en el castillo de Talavera.

La pugna entre Pedro I y su hermanastro Enrique de Trastámara acabó en una guerra civil muy cruenta. Duró tres años, como la última guerra civil española. Comenzó en un año que acababa en 6 y acabó en un año que acababa en 9, también como la guerra civil más reciente de nuestra historia. Ambos bandos tuvieron apoyo de tropas extranjeras que probaron aquí sus nuevas técnicas y máquinas de guerra, como hace pocas décadas. También como en la Guerra Civil de 1936-1939, la Iglesia tomó partido por uno de los bandos y acusó al otro de anticlerical y de ateo. También en aquella vieja guerra medieval venció el bando golpista, al que apoyaban los sectores sociales más pudientes y reaccionarios.

Algunos historiadores, como Carmelo Viñas Mey o Santos Madrazo, sostienen que en aquella guerra civil remota, de hace casi seis siglos y medio, nacieron y se enfrentaron por primera vez las dos Españas: la España de las ciudades, la de los comerciantes y artesanos, frente a la España de los grandes terratenientes, los ricos-homes. Ganó la España de la alta nobleza, de la Iglesia y de los privilegios, que vio aumentar aún más su poder frente a la España de las ciudades, los comerciantes, los artesanos y el pueblo llano. El líder de los vencedores consiguió el trono, fundó una nueva dinastía y pasó a la historia como Enrique II de las Mercedes, precisamente por las “mercedes”: esas nuevas prerrogativas y riquezas que entregó a la alta nobleza y el clero como premio por ayudarlo a desbancar al rey legítimo. Aquella guerra civil casi olvidada fue clave en la transformación de la Castilla de los fueros, la repoblación y la reconquista, un importante punto de inflexión que transformaría el reino y daría forma a una nueva estructura social más injusta y desigual. La vieja Castilla que Claudio Sánchez-Albornoz definió como un “islote de hombres libres en un mar feudal” quedó herida de muerte; su definitivo final llegaría un siglo y medio después con la derrota de los Comuneros y la formación del Imperio Español.

La primera guerra civil castellana acabó de un modo brutal: el rey Pedro I cayó en una trampa y fue apuñalado y muerto en Montiel por su hermanastro, Enrique, tras un feroz cuerpo a cuerpo en el que probablemente el primero estuvo a punto de hacer lo mismo con el segundo y no lo logró por la intervención de un tercero, un mercenario francés. Tras matar a su hermanastro, el ya rey Enrique II quizás cortó la cabeza a Pedro y mandó exhibir el cuerpo mutilado de su rival en la muralla del castillo de Montiel para que el Ejército petrista se rindiera definitivamente.

Tras su muerte, los partidarios de su hermanastro, enemigo y sucesor Enrique II destruyeron gran parte de los documentos históricos donde se registraba su reinado y dejaron por buena una única versión, probablemente manipulada y sin duda sesgada e incompleta, que le retrata como un tirano sanguinario al que era justo derrocar. Así ha pasado a la historia: como Pedro I el Cruel. Aunque otros historiadores ven en él justo lo contrario: un rey justiciero que intentó gobernar en pro del interés común del reino, en contra de los intereses de la alta nobleza privilegiada, que fue quien acabó con su vida y reescribió esa historia.

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