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Autores para leer en la cuarentena: Josep Pla

Destino publicará en noviembre un volumen con  los textos inéditos de Josep Pla

Gonzalo Bolland

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“8 de Marzo de 1918.- Como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la Universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa, en Palafrugell, con la familia. A mi hermano que es un gran aficionado a jugar al fútbol – a pesar de haberse roto ya un brazo y una pierna – lo veo solamente a las horas de comer. Él hace su vida. Yo voy tirando. No añoro Barcelona y menos la Universidad. La vida de pueblo, con los amigos que tengo aquí, me gusta”. Haciendo referencia a la última gran pandemia que sufrió la humanidad, la mal llamada gripe española iniciada en el invierno de 1918 y concluida durante el verano de 1920, comienza el libro tal vez más importante de la literatura nacional escrito durante el siglo XX : ‘El cuaderno gris’ de Josep Pla, escrito en lengua catalana y traducido al castellano por el poeta y político falangista, firme opositor al régimen de Franco, Dionisio Ridruejo en colaboración con su esposa Gloria de Ros. Un dandy con boina. La precisión. Lo infinitamente pequeño. La búsqueda del adjetivo. La certeza de que la madurez no es tanto el espanto ante la vertiginosa huida del tiempo sino, sobre todo, el descubrimiento de la insignificancia; el descubrimiento, además, sorprendente pero práctico, de que contar dinero también es una actividad poética, sobre todo cuando se ha sido testigo de la galopante inflación que provocó que la Alemania culta, ilustrada, musical y sensata perdiera la cabeza para echarse en brazos de Hitler y de su cohorte de asesinos.

La memoria y el tiempo.. Lo único de lo que realmente estamos hechos. Esa es la preocupación de los escritores que no han venido a este mundo para relatar las desgracias amorosas de una costurera con un capitán de barco, los laberintos mentales y alcohólicos de un espía en período de entre guerras o los crímenes cometidos por un empleado de banca que por las noches descuartiza prostitutas en los callejones que huelen a fruta podrida, miedo, cartones mojados, gasolina vertida y meada de gato. La memoria y el tiempo. El tiempo que huye y la memoria que permanece. La rutina es aquello que nos ocupa todos los días, de modo que a cierta edad conviene procurarse una rutina que, aunque ni emocione mucho ni nos tenga todo el santo día partiéndonos el pecho de risa, cuando menos no resulte demasiado incómoda; así Josep Pla, pasada ya una juventud como corresponsal de prensa tanto en Madrid, París, Munich o Roma y concluida la habitual matanza con la que tanto solemos entretenernos los españoles, se establece en la casa familiar de Llufriu de Palafrugell y se convierte en un articulista de largo recorrido que se levanta por la mañana, se pone la boina, se asoma a la ventana para cerciorarse de cuál es el viento predominante e inicia la minuciosa descripción de lo que la vida le muestra.

Pla parte de la sencillez absoluta, como Azorín, solo que en Azorín esta sencillez resulta artificial, trabajada, como de bibliotecario que busca y rebusca en los polvorientos volúmenes de los diccionarios, el adjetivo que deslumbre encontrando tan solo, entre sus páginas, flores secas, hojas muertas, polvo de polillas y el adjetivo casi siempre más manoseado. La prosa de Pla es más auténtica. Partiendo del grado cero de escritura le nacen a Pla imágenes, metáforas, frases, agudezas, pensamientos, salpicando así su prosa tanto de sorprendentes y certeras afirmaciones, “el amarillo es el color de los locos”, como de vientos cambiantes, catedrales, tertulias de café, cigarrillos liados, cosechas, floraciones, lluvias, horizontes marinos envueltos en una leve bruma de barcas encalladas y viajes en autobús para palpar la estatura exacta de un país devastado por la guerra, el miedo, la pobreza, el resentimiento y la falta de un alcantarillado decente. Pla cuenta la vida, no la noveliza, ya que la vida tiene siempre más interés y continuidad que una novela. No hay nada imaginado en su escritura sino observado.

El adjetivo adecuado, preciso, es la gran preocupación narrativa de Pla y sus textos no desprenden ni la amargura ni la autocompasión que caracteriza tanto a los intelectuales resentidos de nuestro tiempo sino ironía, un cierto escepticismo de tendero de alfombras oriental, una cadencia poética basada en la minuciosidad y un dandismo de boina y colilla en la boca de quien ya sabe que más que proponerse algo en la vida lo único que hay que hacer, antes de dedicar las tardes a ponerse ciego de whisky, es rellenar unas pocas cuartillas con la sencillez necesaria que obre el milagro de que un lector, cualquier lector, además de no aburrirse, te entienda. Lo inadvertido, lo minúsculo, las minucias de la vida. Pla no dramatiza la vida, aunque sea el drama lo que le gusta al público, porque a este escritor ampurdanés lo que le interesa son los olorosos frutos de cada estación, los paseos solitarios por pequeñas ciudades amuralladas, los comentarios sin importancia de la gente sin importancia, el sabor del tabaco negro recién liado, lo que hemos comido, las cervecerías abarrotadas de Madrid, los restaurantes caros y sibaritas de París, la huida del tiempo y la indumentaria, por ejemplo, con la que los ateneístas, precursores de la República, se engalanaban los días de fiesta...

Pla no es un novelista ni un poeta ni un dramaturgo, sino un escritor sin género que tuvo que inventarse el suyo propio del mismo modo que Montaigne se inventa el ensayo, de manera que durante toda su vida este escritor catalán, cascarrabias y misántropo, no hace otra cosa que escribir el mismo libro porque el diario íntimo y las memorias son el refugio del escritor sin género. Pla, con la falsa modestia del hombre del campo, pequeño propietario rural y viajero ocasional, presume de que no sabe nada de nada pero lo describe todo, tanto lo que observa en sus viajes alrededor del mundo como el primer canto del gallo en la aldea que le viera nacer. Ninguno de nosotros tenemos la capacidad de elegir ni el lugar ni la época en que nacemos. Ni siquiera los nacionalistas, por más que les cueste aceptarlo. Los escritores que trascienden el presente, los que atraviesan los siglos intactos, suelen ser quienes describen el mundo de la manera no solo más hermosa, literariamente hablando, sino también más certera; aquellos que nos revelan la vida tal como lo han vivido en su época, para que así las generaciones posteriores tengan la posibilidad de no enfangarse demasiado el día a día con supersticiones estúpidas, fanatismos, dioses, patrias, patrañas, ideologías, crímenes contra la inteligencia y otras diversas oscuridades.

Los humanos somos una especie soberbia, en las dos acepciones de la palabra, pero por más vueltas que le demos, nuestro planeta, en realidad, es un planeta pequeño, diminuto en la inmensa soledad del universo, que tiene unas pocas, muy pocas cosas perceptibles, concretas, ciertas: “Hay algunas pequeñas, insignificantes percepciones que a mi me dan una viva sensación del verano. El canto de las cigarras, a las once de la mañana, en un pinar o en un alcornocal, en un día seco, crepitante, con un cielo inmenso y desamueblado, es una de ellas. Otra, es oír, en una habitación en penumbra, a las tres de la tarde, con tiempo húmedo y bochornoso, volar una mosca. Ha de ser una sola. Si hay dos, la sensación del estío se convierte en franca incomodidad... También es muy estival, en las noches de cielo borroso, de una luz que parece coagulada, ver revolotear los abejorros alrededor de una bombilla eléctrica, en una calle remota, en un pueblo cualquiera, al lado del mar perezoso y murmurante”. Lo demás suelen ser ensoñaciones...

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