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El gran aldeano

Alberto Uriona

La última vez que le vi fue un agosto, hace ya tres años en una visita junto a mi mujer y mis dos hijos, cuando la enfermedad iba consumiendo sin misericordia a Manu Leguineche (Arratzu, Bizkaia, 1941) en su casa de Brihuega, en Guadalajara, donde encontró su segunda tierra. La primera siempre ha sido donde nació, como no se ha cansado de repetir a quienes han tenido la fortuna de conversar con él. Pese a que pocos han trotado el mundo como él.

Manu era un hombre tímido, lo que puede ser incompatible con ser un buen periodista. En su caso no se ha cumplido, desde luego. Le sedujo desde joven contar los conflictos en el mundo como lo que se llamaba entonces corresponsal de guerra, aunque lo que le caracterizaba era su bondad, infinita en lo personal y en lo profesional. Escribió decenas de libros, fundó las agencias Colpisa y Fax Press, hizo magníficos programas en televisión, era un apasionado del Athletic y del mus, sobre el que llegó a escribir un libro, uno de los tantos que publicó. Era un periodista de calle, de los que cada vez hay menos para desgracia de todos los ciudadanos, y cuando le tocó dirigir las agencias Colpisa y Fax Press, salía en cuanto podía del despacho para cubrir informaciones.

Tras escribir uno de sus libros, El camino más corto, contaba que había conseguido forjar nuevos periodistas. Sin duda. Hablar con él del periodismo te incitaba a entrar en la profesión o ser más profesional si ya estabas en ella. No puedo olvidar una de mis primeras conversaciones con él, hace más de 25 años, paseando por la playa vizcaína de Laida, donde no paraba de aconsejarme sobre cómo ser un buen periodista.

Como buen vasco, hablaba poco pero claro. Y, cuando le visitabas, te agasajaba con manjares, siempre alguno de su tierra vasca. Hace tres años, cuando ya le costaba conversar con fluidez, se le iluminaba la cara cuando en la conversación salía Gernika (el municipio cercano a Arratzu) o el barrio de Belendiz donde nació. Conveníamos en que el periodismo había cambiado para peor. Pero Manu era periodista y, aunque no ejercía, seguía consultando a diario los ejemplares de la prensa del día y mantenía apilados los periódicos atrasados. En Brihuega, donde ha pasado casi los últimos 20 años de su vida, encontró la tranquilidad del campo que añoraba de Arratzu.

Manu agasajaba a sus amigos y conocidos y se mostraba incómodo (sin ningún atisbo de hipocresía) cuando le hacías algún pequeño obsequio. Era su timidez y humanidad. No le gustaban los focos ni la notoriedad, aunque tuvo motivos de sobra para tenerla. Se rebelaba y cabreaba por la precarización laboral en el periodismo. Y siempre estaba dispuesto al consejo, a la ayuda, a la atención a los demás. Una forma de ver la vida y el periodismo que marcó a quienes le conocimos. “Somos unos aldeanos”, nos llamábamos el uno al otro. Otra muestra de su humildad. No Manu, tu eras un gran aldeano. Como todo lo tuyo, grande.

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