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Memoria que une, memoria que asusta

Memorial por las víctimas del campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín, en Alemania.

Igor Marín

Por desgracia, Euskadi no es la única tierra en la que el terror ha hecho mella en su sociedad. Sin ir más lejos, en España no se ha solucionado todavía –y ya han pasado casi 40 años de la muerte del dictador Franco- cómo afrontar una memoria histórica. En la pasada década avanzó de la reclamación social al protagonismo en el BOE durante la primera legislatura de José Luís Rodríguez Zapatero, pero aún así no ha trascendido a un reconocimiento oficial y real del daño causado por el golpe de Estado fascista de 1936 y sus terribles consecuencias durante la dictadura franquista.

La memoria del dolor es un tema presente en muchos países, aunque con razones y matices muy diferentes a lo que ha sucedido en Euskadi. Así, son muchos los estados que se han visto obligados –y en algunos casos, la palabra obligados debería ser mayúscula- a reconocer y dejar constancia del sufrimiento causado por dictaduras totalitarias. Países como Chile o Argentina han construido en torno a la memoria del sufrimiento una forma de ser nacional, una especie de reconciliación, no sin numerosos obstáculos, sobre el reconocimiento al daño causado y el recuerdo a las víctimas. O Alemania, avergonzada por su pasado nazi, ha trabajado con mimo –y polémica- el reconocimiento de haber causado el mayor genocidio de la historia reciente y el dolor extremo de la sociedad europea, principalmente, y del resto del mundo.

No se pueden comparar los memoriales de otros países con la necesidad de Euskadi de reconocer a las víctimas del terrorismo de ETA y otros grupos criminales y del Estado. No se puede hacer por una razón: en los casos de la mayoría de los países lo que se produjo es una sublevación militar que condujo a una dictadura opresora donde víctimas y victimarios se distinguen claramente. Había dos bandos definidos: uno poseía la fuerza y el otro la padecía. Pero en el País Vasco el mal, principalmente, es causado por un grupo terrorista anclado en una parte considerable de la sociedad y, en menor medida pero terriblemente grave, en las acciones paramilitares de grupos cercanos o promovidos por el propio Estado, como fueron los GAL. Es decir, es un enfrentamiento dentro de la misma sociedad. Sin llegar al extremo de los Balcanes, pero rozando en los peores años la brecha social que se produjo en la antigua Yugoslavia.

La memoria contra el horror de los fanatismos

El país que más ha tratado los asuntos de memoria histórica es Alemania. Primero, porque padeció todos los males del siglo XX: la I Guerra mundial, el ascenso del nazismo, la II Guerra mundial, la depresión, la dictadura soviética y el telón de acero. Tal suma de crímenes, represión y odio dejó una huella tan profunda que las instituciones tuvieron claro que solo desde la reconciliación se podía reconstruir la convivencia. Así, por todo el país y, especialmente, en Berlín, hay espacios que recuerdan la vergüenza y el horror que, lejos de reabrir heridas, se constituyen en ámbitos de reflexión. Desde el Monumento a los judíos asesinados en Europa, obra del arquitecto Peter Eisenman y del ingeniero Buro Happold; pasando por el Museo del Holocausto; hasta la Topografía del terror, instalada en el solar del antiguo cuartel de la Gestapo, o el Memorial del campo de concentración de Sachsenhausen, a pocos kilómetros de Berlín y donde se percibe todavía el horror de los campos de exterminio nazis, primero, y soviéticos, después.

En Argentina, la última dictadura causó un terrible impacto en la población. Los asesinatos, torturas y desapariciones causadas por el golpe militar del 24 de marzo de 1976 han desangrado al país hasta no hace mucho. Las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida lograron la práctica inmunidad de los agresores. Y así fue hasta que en 2005, tras un largo proceso, la Corte Suprema de la Justicia de la Nación las declaró definitivamente nulas. Al calor de esa decisión, en 2006, se declaró el 24 de marzo como Día Nacional por la Memoria y la Justicia. En Buenos Aires existe el Parque de la Memoria en el que se recuerda a las víctimas del terrorismo de Estado, un espacio que en su origen estuvo envuelto en polémica por considerarse hipócrita al estar en vigor todavía impunidad legal de los militares responsables.

En Chile, que también sufrió una dictadura y represión brutal a manos del Gobierno de Augusto Pinochet, la reconciliación y el esclarecimiento de muchos de los hechos todavía son asignaturas pendientes. De hecho, en las elecciones presidenciales de 2013 las dos principales candidatas eran Michelle Bachelet, detenida y torturada junto a su madre por el régimen de Pinochet, y Evelyn Matthei, que pertenecía al círculo íntimo del dictador. Aun así, el país tiene un Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, ideado por Alfredo Jaar, que es quizás uno de los lugares más emblemáticos y donde mejor se recoge la esencia de la memoria.

El mayor atentado terrorista de la historia, el 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, ha provocado que en Estados Unidos, un país dado a las conmemoraciones, se haya erigido toda una parafernalia como reconocimiento y recuerdo a las víctimas de aquel cruel suceso. Así, la nueva torre que ocupa el lugar de los edificios derribados por los ataques suicidas, lleva por nombre Torre de la Libertad –recién inaugurada- y en los alrededores se ubica el Memorial del 11S.

Países heridos

En Irlanda del Norte, en un conflicto diferente al vasco, la memoria también va por bandos. En lugares tristemente emblemáticos por haber sufrido atentados existen diferentes monolitos o placas conmemorativas, pero por las diferencias que existen entre unionistas-protestantes y republicanos-católicos hacen complicado que exista un lugar común de reconocimiento del daño causado y recuerdo de las víctimas.

En la antigua Yugoslavia la herida sangra todavía. Y seguirá sangrando. La mezcla de religión y nacionalismo y la brutalidad de la guerra han abierto un abismo que se vislumbra incurable. Por ello, la memoria se mantiene muy cerca del rencor. Conviven y se alimentan mutuamente. Y cada bando tiene su lugar sobre el que dejar caer las lágrimas y recordar a las víctimas. Entre todos destaca el Memorial Centre de Potocari, que abrió sus puertas en abril de 2003 para rememorar la masacre de Srebrenica, uno de los episodios más sangrientos, crueles y, al mismo tiempo, bochornosos para la comunidad internacional.

En Euskadi no ha habido una guerra. Ni siquiera dos bandos. Pero sí cientos de víctimas de una confrontación que rompió a la sociedad y de la que ahora se está en la puerta de salida. De la habilidad de la política y la generosidad de la sociedad depende que la memoria sea un lugar en el que encontrar la paz que la violencia arrebató a esta tierra.

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