El sindicalismo tradicional ha muerto
Estar siempre instalado en la discordia me aflige como un remordimiento mal curado que anuncia su presencia alentando el insomnio vengativo cada noche. Pero no puedo evitar revelarme ante el desengaño que me produce ver cómo se ha deformado, hasta quedar en una sombra de lo que fue, el sindicalismo tradicional ya imbricado, sin remedio, en la estructura del Estado; con su propio presupuesto, como si de otro ministerio se tratase.
Estoy cansado pero, al mismo tiempo, sigo con la determinación intacta para seguir luchando. Son muchas las turbulencias emocionales que me provocan saber que el sindicalismo puro se ha descompuesto, fagocitado por la putrefacción producida por sus propias bacterias, y que de esa descomposición ha renacido otro «sindicalismo» distinto marcado por las impurezas de los contubernios con políticos y con patronales, y siempre dispuestos a poner la mano como vagabundos que en la escalinata de una iglesia piden limosna a las señoronas que van a expiar sus culpas ante el altísimo. Y son premiados, como gesto indecoroso, como prueba irrefutable del pago de su vasallaje, con miles de liberados, con generosas subvenciones y con cientos de cursos de formación que les son cedidos y, por supuesto, con la parcela de poder exigido para poner el monopolio sindical al servicio de los intereses espurios de quien los mantiene instalados en su actual estatus.
El sindicato en el que milito hace mucho tiempo, en el aún persiste la honestidad sindical, es la atalaya perfecta para observar como todo se ha ido degradando. La lucha sincera y contundente en favor del trabajador, ha dado paso a la servidumbre de aquellos sindicatos que ya no son, ni de lejos, lo que fueron. De aquel sindicalismo ya no les queda nada, ni los rescoldos; son, podríamos decir, un ectoplasma borroso, una apariencia mínima, un recuerdo perdido en el olvido, una trémula hoja que una tempestad ha barrido para siempre de la faz de la tierra.
El sindicalismo tradicional, su degradada y parasitada versión actual, domina como nadie la escenificación de la lucha haciéndonos creer que se enfrentan al Estado. Así, ufanos, victoriosos, salen a la calle cada primero de mayo a teatralizar una teórica fuerza de choque en defensa del trabajador. Con solemnidad catedralicia hacen sus grandilocuentes declaraciones a la sombra de las pancartas de un solo uso y, después, se desvanecen, en olor de santidad, como humo en el viento. Cuando yo sea anciano, si la providencia me permite tal logro, habré sido testigo de cómo, a lo largo de los años, el sindicalismo tradicional, asociado con el poder, perdida su esencia, traicionando su propia historia, se ha convertido en una triste y dolorosa caricatura de sí mismo.
El 3 de abril de 1919, después de 44 días de huelga, se firmó el decreto por el que se fijaba la jornada laboral de ocho horas diarias. En 1988, el 14 de diciembre, la huelga general de trabajadores consiguió que el gobierno subiera las pensiones ligándolas al IPC, que mejorara la protección por desempleo, que elevara el salario de los funcionarios, que se implementaran nuevas medidas como la asistencia social y las pensiones no contributivas. Estos son solo dos ejemplos de lo que era antes el sindicalismo y de lo que ya nunca volverá a ser.
Los sindicatos tradicionales ya no son combativos, solo pactan con el Estado aquello que parece que han negociado pero que, en realidad, ya habían acordado previamente para seguir con su relación mutuamente beneficiosa. Todo forma parte de un gran engaño, de una escenificación de desacuerdos pactados, de discrepancias fingidas, de acuerdos preacordados, de manifestaciones de diseño, de un día si acaso, previas a la firma de los acuerdos. Un gran teatro donde cada uno hace su papel y obtiene su beneficio.
El sindicalismo debe ser realmente independiente, incorruptible y alejarse de la equidistancia en la que se mantienen cómodamente instalados hoy en día y en la que pastan, como ovejas merinas en la tranquilidad de las dehesas, mientras el pastor las mete y las saca en el redil cuando quiere, dóciles y acostumbradas a la comodidad del camino marcado.
Todo esto que escribo en estas líneas lo hago desde el más profundo abatimiento, desde la tristeza más completa, porque creo en el sindicalismo combativo como fuerza transformadora de la sociedad. Para volver al sindicalismo libre sería necesario refundar a los sindicatos tradicionales que ya no combaten, que ya no se plantan frente a patronales y gobiernos; sino que caminan al lado, que van de la mano. Para que este sueño, el de volver a la esencia genuina, se hiciera realidad sus dirigentes deberían ser destituidos de sus puestos y dejar paso a otros que gestionaran la actividad sindical en la dirección correcta, renunciando a subvenciones y prebendas para ser verdaderamente libres de poder defender al trabajador. Pero no lo harán, porque ya han probado el sabor del poder y del dinero que los ha poseído como si de un espíritu maligno se tratara y no hay exorcismo posible que pueda liberarlos. Pero no todo está perdido, los trabajadores pueden obligarlos a cambiar, a volver a sus orígenes o, al menos, intentarlo. Las elecciones internas de cada organización y las elecciones sindicales de los diferentes sectores son un buen momento para expresar ese deseo de la ciudadanía.
*Alfredo Aranda Platero. Vicepresidente de PIDE
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