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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Después de llenar el tiempo con mil propuestas para que nada cambiara y luchar contra el horror vacui, he parado

En España, aunque cada vez hay más padres que se acogen al régimen de custodia compartida, las cifras reflejan unos valores muy bajos

Belén Rodríguez

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Después de un primer sentimiento de horror vacui temporal en el que me autoagregué a mil y un grupos de Telegram para conocer mil y una actividades que hacer con niños, me convertí en seguidora de mil y una clases de yoga, de pilates, de meditación; me agendé mil y un conciertos, obras de teatro o charlas culturales, y me descargué mil y un libros electrónicos gratuitos (cortesía de editoriales), parece que he entrado en un tiempo de pausa. 

Ese miedo al tiempo muerto, o esa cosa absurda de no saber qué hacer con el tiempo libre (cuando en realidad nos pasamos la vida anhelándolo) o con el tiempo en casa, hizo saltar por los aires las redes sociales y la brecha digital. En el momento en que se declaró el estado de alarma, de repente, sentimos la necesidad de que nada cambiase, de llenar ese espacio nuevo con las cosas de siempre (también el de los niños), desaprovechando una inesperada oportunidad de hacer las cosas de nunca, esas que nunca hacemos en casa precisamente por falta de tiempo. Paradójico. 

En 1960, el psicólogo Maxwell Maltz aseguró que necesitamos 21 días de repetición de una acción a diario para que se convierta en un hábito. Pues hoy hemos llegado al día 21 de esta nuestra nueva vida, así que bienvenidas nuevas costumbres. El ser humano es una especie adaptativa al medio, sea este el que sea, y reconozcamos que estar en casa no es el peor de los escenarios en los que podríamos vernos. Cierto es que, quien más quien menos, todos perderemos algo durante esta crisis. Quien menos, alguna celebración importante, paseos al sol o saltar en los charcos cuando llueva. Quien más perderá su vida, quien un poco menos de más, sus amores. Así que, en esta casa, privilegiados como somos hasta el día de hoy, nos lavamos muy bien las manos y echamos el cerrojo para que el drama nos pase de largo. 

Quizás es que he hecho un sprint para llegar a la fase de aceptación del duelo cuanto antes, no lo sé. El caso es que hoy, día 21 de confinamiento, me he puesto en pausa para echar un vistazo a todas las nuevas costumbres que estoy adquiriendo, como mirar despacio, pensar sin prisa, encontrar piezas de Lego ilocalizables, tomar un rayo de sol (si sale) en la ventana, aplaudir muy muy muy fuerte (ese momento de más subidón y más realidad de todo el día), aprender a tocar algún acorde en la guitarra, usar las tecnologías para estar cerca de gente que está lejos, escuchar (porque las conversaciones por videoconferencia no toleran las conversaciones paralelas, y eso está muy bien para adquirir el hábito de estar en lo que se está), y desconectar de esa misma tecnología cuando siento que me roba el tiempo regalado. Y jugar, jugar más, jugar mejor, jugar lento. Y a esto me enseña el pequeño educando de esta casa, que a veces se convierte en educador. 

Porque resulta que los límites del tiempo se han difuminado y eso ha sido inesperado para una persona que, como yo, intenta llegar a todo con la sensación perpetua de no llegar a nada. Porque de repente no hay ningún sitio al que acudir, ningún momento más que ahora. Y regar las plantas puede demorarse cinco minutos o media hora, y dar de comer a un caracol que se aventuró a subir por la pared hasta llegar a nuestro segundo piso, aprovechando la ausencia de suelas de zapatos despistados que aplastan moluscos a primera hora de la mañana cuando todavía es de noche, puede ser la actividad principal de la mañana; y aunque en nuestra rutina está hacer algo de ejercicio por la tarde, un ratito antes de los aplausos, puede que sólo nos apetezca hacer la postura del perro y no la del gato, y eso también está bien. Aunque nos encanta Astérix, hay veces que queremos leer un cómic completo y otras sólo la parte en la que Obélix vence en la carrera de aurigas al tramposo Coronavirus (últimamente sobre todo nos gusta leer esta parte). 

Y resulta que el tiempo se ha detenido para los besos, muchos y muy largos, para las cosquillas después de despertarnos y antes de acostarnos. Y son costumbres que yo querría mantener para siempre, hasta después de 21 veces 21 días, sin el horror de que un virus nos ponga en tiempo de pausa.

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