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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Reflexiones desde el ojo del huracán de un hospital: fuisteis héroes, pero ahora no hay contratos para aplaudiros

CLM se sitúa entre las CCAA con mayores carencias de equipos de protección en enfermeras, según encuesta

Celia Martínez

Residente en el Hospital Príncipe de Asturias —

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Hemos visto toda la pandemia desde el ojo del huracán, desde ese epicentro de imágenes que se agolpan ahora y se precipitan en estos días en nuestras cabezas. Imagino que cómo les ocurría a los soldados con los recuerdos de guerra. Pienso en una mujer de sesenta años que habían traído a mi hospital desde el Hotel Marriott Auditorium, porque había empeorado su estado de salud. Este hotel, junto con otros establecimientos hoteleros, ha servido desde finales de marzo como paso intermedio entre el hospital y el domicilio, para aquellas personas dependientes que necesitaban un periodo de adaptación previo al alta en sus casas.

La paciente era una mujer que había vivido hasta hacía un mes en un chalet con su marido, un matrimonio feliz sin hijos. Pero hacía un mes había llegado un virus, que había destrozado su vida, tanto ella como su marido habían estado en la unidad de cuidados intesivos, y ella, por razones que aún no comprendemos, había conseguido curarse, mientras que su marido no.

Su chalet se había convertido en una casa vacía con demasiado espacio para una persona sola, y su marido estaba luchando ahora solo en una cama de UCI, mientras ella vivía en una habitación de hotel, en un confinamiento teñido de surrealismo.

Y me miraba con ojos cansados de miseria, con las raíces del pelo desteñidas, su alianza bien agarrada, dependiente de las decisiones médicas, solo pedía una cosa: “a mi casa no quiero volver”.

Me viene a la cabeza una mujer traída de una residencia a mi hospital, una señora que con sus 90 años aún ejercía de madre. Tenía el oxígeno muy bajo en sangre, pero en ningún momento dejó de hablar, ni siquiera cuando le pusimos el recurso que quedaba en mi hospital por aquel momento, unas mascarillas hechas con material de buceo que conseguían mejorar la ventilación de los pacientes. Aunque para cualquier persona que pasase delante de ella, la imagen era de una mujer anciana fuerte que repetía: “soy la más querida de la residencia”; arrancando a todo el personal sanitario una sonrisa de ternura. Nosotros sabíamos que el pronóstico era muy malo.

Y de esta forma, llamamos a su hija para informarle de la situación. No creo que existiesen palabras adecuadas para conseguir trasmitir que su madre, que hacía tres días la llamaba verborreica para contarle los detalles de su rutina, fuese a fallecer. Se agolpan en nuestras memorias esos fallecimientos sin cifras ni curvas, simplemente con toda la dimensión humana que arrastra. Esos pacientes encamados despidiéndose del mundo en la más absoluta soledad, esos llantos de familiares al teléfono, nuestras lágrimas contenidas por las pantallas del EPI. Y sí, parece que ha pasado el viento del tornado del coronavirus.

Pero ahora estamos sumidos en un temporal de incertidumbre, en un clima árido, que comienza a levantarse en torno a otro huracán: el de la falta de renovación de contratos: el de “fuisteis héroes, pero ahora no hay contratos para aplaudiros”. Y de nuevo estoy en ese ojo del huracán mirando al personal que derivó a esa mujer superviviente desde el Hotel Marriot, enfermeras con contratos de interinidad con fecha para el 30 de junio que resultó ser hasta el 30 de abril.

Y veo a los médicos de la residencia de la anciana enternecedora que han sido despedidos sin cobrar indemnización. No es predecible cómo se desarrollará el virus, si dejará tregua o si cargará con otra oleada. Pero de lo que sí estamos seguros es que nos enfrentamos al tsunami de pacientes con patología distinta al coronavirus que no fueron atendidos en sus centros de salud durante la pandemia. Al rugir del malestar psicológico de una población en duelo, a los problemas de violencia en la clausura del hogar, a la fatiga de cuidadores dedicados en cuerpo y alma a personas dependientes, a ese desarrollo anómalo de niños enjaulados.

Y frente a eso, sin necesidad de marcadores, ni de números de contagios, ya se puede actuar.

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