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Afganistán acude a las urnas por tercera vez desde la invasión estadounidense y tras años de retrasos

Unos trabajadores afganos hacen inventario de material para las elecciones en un almacén antes de enviarlo a un colegio electoral en Herat, Afganistán.

Jesús A. Núñez

Tras sucesivos retrasos desde 2015, los afganos vuelven hoy a las urnas. Por tercera vez desde la invasión estadounidense de octubre de 2001 se disponen a elegir a los 250 diputados de la Wolesi Jirga (cámara baja) entre más de 2.600 candidatos. Del total, unas 400 son mujeres y tienen reservado un cupo constitucional de 68 escaños.

En función de los resultados, que no se conocerán oficialmente hasta dentro de un mes (lo que abre un amplio margen a la manipulación), pueden acabar siendo un mero trámite más en un país asolado por la violencia, la corrupción y la falta de expectativas para gran parte de los casi 36 millones de afganos, o un revulsivo que puede permitirles finalmente explotar sus considerables recursos en beneficio del conjunto.

Si hubiera que apostar por una de las dos opciones, parece claro que la segunda resulta mucho más improbable. Y esto es así, en primer lugar, porque el actual nivel de violencia da a entender que ni las fuerzas armadas y de seguridad nacionales, ni las fuerzas extranjeras allí desplegadas (unos 16.000 efectivos de 39 naciones) han logrado garantizar la seguridad de la ciudadanía y del territorio frente a una amplia diversidad de actores combatientes que no acaba en los talibán. También están presentes Al Qaeda y Dáesh.

Por el contrario, el empuje de los talibán es cada vez más notorio hasta el punto que, aunque se han implicado recientemente en un ejercicio diplomático con Washington (sin presencia del Gobierno afgano), no parecen muy interesados en llegar a ningún tipo de acuerdo. La razón principal es que consideran que aún pueden aumentar su peso negociador aprovechando su capacidad letal para obtener finalmente un mayor trozo de la tarta del poder (o incluso toda ella).

Mientras tanto, el resto de los grupos yihadistas opta por el “cuanto peor, mejor”, aprovechando la debilidad del Gobierno y el hartazgo de buena parte de la población con unas autoridades que no atienden sus necesidades. Por si hiciera falta algún detalle más, ahí está el cierre de la campaña electoral con la muerte del jefe de la policía y del gobernador de Kandahar en un atentado del que el jefe militar estadounidense en el país ha logrado salir ileso.

No menos importante es la desconfianza que transmite el forzado tándem Ghani-Abdullah. No solo ninguno de los dos puede presentar un balance positivo de su gestión, sino que ambos comparten la responsabilidad de los fiascos que han creado, así como de los obstáculos que han creado y de los que esperan sacar alguna ventaja en los comicios presidenciales del próximo 20 de abril.

Buena muestra de ello es el tortuoso camino que ha llevado hasta la actual reforma electoral, pervirtiendo el trabajo de la Comisión Electoral Independiente para mantener un sistema que prioriza las candidaturas independientes por encima de los partidos políticos, lo que se traduce inevitablemente en que cada candidato esté más preocupado de lograr el escaño (empleando todos los recursos a su alcance, desde la compra de votos a la violencia e intimidación para deshacerse de rivales) que en representar a sus votantes. Un escaño, como bien demuestra el enriquecimiento de los que hasta ahora han disfrutado de él, es un instrumento de poder de incalculable valor, tanto en clave interna, como a la hora de establecer lazos con inversores y actores extranjeros.

A pesar del intento de última hora por implantar unos documentos de identidad biométricos para evitar el nivel de fraude de anteriores elecciones, basta con señalar que, como en el pasado, se han distribuido 24 millones de papeletas de identificación, cuando el número de votantes potenciales apenas supera los 14 (de los que, en realidad, solo se han registrado 8,9). Si a eso se une que los votantes pueden ejercer su derecho en cualquiera de los más de 5.000 colegios electorales que se reparten por el país y que el excesivo tamaño de las circunscripciones favorece el tejemaneje, solo cabe concluir que la credibilidad del proceso electoral está nuevamente en cuestión.

Aun así, habrá, a buen seguro, alguna novedad reseñable, como la probable renovación de caras derivada de la mayor presencia de jóvenes en las listas (aunque conviene no caer en el error de pensar que joven es sinónimo de reformista y demócrata). Pero eso no logrará romper el férreo sistema sectario que caracteriza a Afganistán ni evitar la escasa representatividad de los elegidos (cuantos más candidatos haya, menor es el número de votos necesarios para lograr el escaño y, en consecuencia, a menos personas hay que 'comprar' para alcanzar el objetivo). Todo eso suponiendo que los 54.000 efectivos armados que el Gobierno prevé desplegar para garantizar la seguridad de la jornada convencen a los votantes de no seguir la llamada al boicot de unos talibán que, como es visible a diario, no solo amenazan con palabras.

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