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Etiopía estalla de nuevo

EFE/EPA/STR

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No solo la llamada, el pasado 23 de marzo, del Secretario General de la ONU al cese de hostilidades en todos los conflictos activos ha sido desatendida, sino que incluso otros, como el que afecta al Sáhara Occidental, se han reactivado y se han iniciado algunos “nuevos”, como el del Alto Karabaj y, más recientemente, el de Etiopía. En este último caso nos encontramos, desde principios de este mes, ante un choque directo entre las fuerzas armadas y policías estatales por un lado y la policía regional y las milicias alineadas con el Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT), por otro.

De momento, cuando ya se ha iniciado la ofensiva contra la capital de esa región norteña, Mekele, anunciada por el primer ministro Abiy Ahmed Ali tras cumplirse el ultimátum de 72 horas planteado al FLPT, las víctimas mortales ya superan el millar, los refugiados en Sudán ya sobrepasan las 43.000 personas y la crisis humanitaria se hace aún más aguda para los 100.000 refugiados eritreos ubicados en la región y para las más de 600.000 personas que dependen de la ayuda alimentaria y sanitaria para sobrevivir.

El conflicto interno –de momento, pero con alta probabilidad de que se internacionalice– hunde sus raíces en las fracturas producidas tras la llegada de Abiy al poder, en abril de 2018. Hasta entonces, la minoría tigray (apenas un 6% de los más de 110 millones de habitantes, muy por debajo de los oromo (35%) y los amhara (27%), principales grupos étnicos de los más de 80 que pueblan el país) ostentó un poder innegable en el marco de la coalición gubernamental conocida como Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (EPRDF), que dirigía el país desde 1991.

Dimensión internacional y tensiones internas

La llegada de Abiy Ahmed- con un proyecto reformista conocido como Medemer (sinergia, en lengua amhárica), basado en lograr una democracia vibrante, un desarrollo económico sostenido e integrador y una apertura al mundo, ilusionó a una población que se había movilizado abiertamente contra el EPRDF y tuvo un impacto considerable en varios frentes.

Y así, mientras su figura cobraba una dimensión internacional, sobre todo tras la concesión del Premio Nobel de la Paz el año pasado por lograr el cierre del conflicto con Eritrea tras 20 años de violencia, en el frente interno, muy pronto quedó de manifiesto que su política centralizadora iba a agravar las tensiones con los gobiernos regionales. El de Tigray, en donde el FLPT conserva el poder, ha sido el que más abiertamente ha retado a Abiy, tanto por sentirse afectado por la pérdida de poder en Adís Abeba, expulsado de la coalición gubernamental, como por sufrir en sus carnes las purgas contra la corrupción y sus violaciones de derechos humanos y por el temor a perder competencias en su propia región.

En esa línea, y a pesar de que el Gobierno central había decretado el retraso en las elecciones regionales hasta el próximo año por el impacto de la COVID-19 (que ya ha costado la vida a más de 1.600 etíopes –más de 108.000 casos–), el líder del FLPT, Debretsion Gebremichael, decidió celebrar los comicios el pasado 9 de septiembre. Las elecciones reforzaron su mandato, pero los resultados no fueron reconocidos por Abiy, que inmediatamente cortó las relaciones con el gobierno regional y congeló la transferencia de fondos estatales. Por su parte, el FLPT no reconoce la autoridad de Abiy, por entender que su mandato finalizó el pasado 5 de octubre (fecha en la que teóricamente vencía su mandato).

Los acontecimientos se han precipitado a partir de ese punto, con una ofensiva lanzada por Adís Abeba el pasado día 4, como respuesta a un ataque de las fuerzas del FLPT contra una base militar federal cercana a Mekele. A eso se añadió una masacre de más de 600 civiles en la localidad tigriña de Mai-Kadra, en la que los combatientes del FLPT aparecen como sospechosos principales; seguida de otros movimientos y choques que han acabado confluyendo alrededor de la capital regional.

Abiy pretende asestar rápidamente un golpe definitivo que doblegue la resistencia del FLPT y le permita no solo eliminar a un poderoso enemigo (que dice contar incluso con la mitad de las fuerzas federales del Comando Norte, bien por captura de su material o porque se han pasado a su bando), sino también acelerar su proceso centralizador.

A la espera de ver en qué desemboca la actual ofensiva, con preocupantes avisos a la población civil que dan a entender que puede ser castigadas indiscriminadamente en el asalto a Mekele, lo que ya es evidente es que Abiy ha ido perdiendo las simpatías populares que acumuló en sus inicios. Su decisión de desmantelar la coalición gubernamental y sustituirla por el Partido de la Prosperidad, del que es presidente y donde no hay representantes del FLPT, ha generado más tensiones entre los dirigentes de otros partidos de raíz étnica que interpretan el plan de Abiy como una pérdida neta de poder y no está nada claro que el empleo de la fuerza le vaya a permitir acelerar sus planes políticos.

Mientras tanto, resulta evidente que hasta ahora los actores implicados en este conflicto han desoído las llamadas de la ONU y de la Unión Africana a la contención, aunque ello signifique tanto un agravamiento de la crisis humanitaria que ya sufre la región como una mayor probabilidad de que tanto Eritrea como Sudán (sin olvidar a Egipto, sobre todo en relación con el controvertido proyecto de llenado de la Gran Presa del Renacimiento) acaben por añadirse a la espiral violenta.

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