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En primera persona

Mi experiencia en un vuelo de repatriación a España en plena pandemia

Imagen del vuelo de repatriación entre Montevideo y Madrid.

María García Arenales

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Hace casi dos semanas que aterricé en Madrid y, como indica la normativa para quienes ingresan a España desde el extranjero con el fin de evitar la propagación del coronavirus, aún tengo que guardar un par de días más de cuarentena obligatoria. Por un lado es raro llegar a casa y estar confinada mientras el país avanza en la desescalada, pero por otro me siento afortunada por haber vivido esta crisis sanitaria lejos de España, con un océano de por medio, en un lugar apenas golpeado por la COVID-19 y con medidas mucho menos restrictivas que las decretadas en buena parte de Europa.

Durante los últimos siete años he vivido en Uruguay y es en el pequeño país rioplatense donde he pasado la pandemia. Aunque América Latina se ha convertido en el principal foco de la COVID-19, Uruguay –como en otros tantos indicadores– es una especie de isla en la región al haber logrado contener el avance del coronavirus tras registrar 23 fallecidos, 845 contagios y más de 725 personas curadas. Y lo ha conseguido, además, sin la necesidad de decretar una cuarentena obligatoria.

Pero pese a las buenas condiciones que ofrece Uruguay en muchos sentidos, también es un país caro en el que cuesta mantenerse a flote como periodista freelance y desde hace tiempo –también obviamente pesan las razones emocionales– sentía que quería regresar a España. Nunca imaginé, eso sí, que mi vuelta se complicaría tanto ni que terminaría regresando en un vuelo de repatriación.

Al quedar cancelados la mayoría de vuelos comerciales por el coronavirus, fuimos más de 300 personas entre españoles y uruguayos residentes en España las que quedamos varadas en Uruguay. En mi caso, con dos vuelos suspendidos y una mudanza que no terminaba de cerrar, me angustiaba no saber cuándo iba a poder salir del país, pero sin duda había situaciones mucho más delicadas. Entre esos más de 300 pasajeros había gente que llevaba varada más de dos meses y sus ahorros se habían acabado. Otros temían perder el trabajo si no regresaban a España, necesitaban medicación o simplemente querían llegar a casa para recuperar sus vidas.

La gota que colmó el vaso llegó cuando a mediados de mayo nos enteramos de que un grupo de 250 esquiladores uruguayos viajaría hasta Madrid en un vuelo que habían pagado varios empresarios españoles del sector agropecuario. A partir de ahí decidimos crear un grupo para pedir al Gobierno español un vuelo de repatriación, un reclamo que se repitió en otros muchos países de América Latina con cientos de personas varadas (solo en Argentina eran cerca de 2.000).

Las protestas dieron sus frutos y el Ministerio español de Asuntos Exteriores anunció días después que habría un vuelo de repatriación desde Uruguay y desde otros países latinoamericanos. El de Montevideo partiría el 1 de junio. Por fin respirábamos aliviados.

Imaginé que los controles en el aeropuerto internacional de Carrasco en Montevideo serían más estrictos, ya que tuvimos que presentarnos 5 horas antes de que el avión despegara. Sin embargo, una vez allí tan solo tuvimos que pasar por un sensor que toma la temperatura corporal. No hubo problemas con ningún pasajero.

La verdad es que me hubiera gustado despedirme de Montevideo al son del emblemático tango 'La Cumparsita', todo un símbolo de la identidad uruguaya, pero mi embarque fue algo menos romántico y me tuve que conformar con Becky G y su exitoso 'Mayores'. Cosas que pasan.

Un vuelo diferente

¿Pero cómo es un vuelo de repatriación en plena pandemia? Lo primero es señalar que no es gratis. El precio se negocia entre el ministerio de Asuntos Exteriores y la aerolínea en cuestión, que en este caso fue Iberia. El trayecto Montevideo-Madrid, de unas 12 horas de duración, costó 400 dólares en clase turista, mientras que el billete en business ascendía a 800 dólares.

Mantener la distancia de seguridad entre pasajeros quedó por supuesto descartado desde un principio. Sabíamos que el avión, con una capacidad para unos 300 viajeros, iría repleto. De hecho, a día de hoy aún permanecen varadas en Uruguay unas 100 personas que quieren regresar a España.

Mientras la tripulación recordaba la importancia de evitar aglomeraciones en los pasillos al ir al baño y que fuéramos amables los unos con los otros, yo pensaba más que nunca en las palabras del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES) del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón, sobre la importancia de mantener la distancia de seguridad en los aviones y en lo pegaditos que íbamos a viajar tantas personas durante tantas horas en un espacio reducido.

Todos, eso sí, debíamos llevar puesta la mascarilla permanentemente durante todo el vuelo, de forma que cubriera nariz y boca y nos recomendaron cambiarla cada 4 horas. En caso de que algún viajero no llevara mascarilla, la compañía advirtió que se le prohibiría el embarque.

Dada la excepcionalidad del coronavirus, la comida de este vuelo fue más escasa que en uno transoceánico común. En concreto el menú del pasado 1 de junio estaba formado a base de “little fuet”, picos de pan y una tarrina de ensaladilla rusa como platos principales, acompañados de una magdalena, una barra de cereales y una chocolatina, además de zumo y agua. Esta vez no había alcohol. La segunda vianda del vuelo llegó en forma de desayuno, a base de bizcocho y fruta bebible, cuando apenas ya quedaban un par de horas para aterrizar.

A lo largo del trayecto rellenamos una hoja en la que nos preguntaban si habíamos visitado mercados con animales salvajes o si en los últimos días habíamos estado en contacto con alguien que hubiera dado positivo en covid-19, entre otras cuestiones.

Aplausos

A diferencia de otros vuelos, en este abundaron los aplausos y es que no solo era especial para los pasajeros que ansiaban volver a casa desde hace semanas. También lo fue para el propio comandante, que se jubilaba después de haber surcado los cielos durante 41 años.

“Este es mi último vuelo profesional, es un orgullo compartirlo con ustedes y poder llevarlos a la patria española. Volvemos en un momento difícil y espero que encuentren bien a sus familias”, dijo emocionado, al tiempo que agradecía a Dios y a su familia por aguantar tantos días de ausencia y horas voladas.

Cuando apenas quedaban unos minutos para el aterrizaje, el comandante habló de nuevo para despedirse con una frase: “Solo los que vuelan alguna vez saben por qué los pájaros cantan”.

Aterrizamos a las siete de la mañana, con una temperatura de 16 grados, en un aeropuerto prácticamente vacío y sin ruido. Estábamos cansados y aún quedaba pasar por un control de temperatura y un puesto en el que nos informaban sobre la cuarentena que debíamos guardar durante dos semanas: “Controle su temperatura dos veces al día y, en caso de tener síntomas como fiebre, tos o dificultad respiratoria, llame al 112 o 061”.

Salimos del aeropuerto, listos ya para retomar –o empezar– nuestras vidas en esta extraña nueva normalidad, lo que sea que eso signifique. Y ahora sí, disculpen la nostalgia, me voy a escuchar 'La Cumparsita'.

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