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ANÁLISIS

Soy epidemiólogo y estaré encantado de ponerme cualquier vacuna anti-COVID: “La mejor es la que te ponen en el brazo”

Un enfermero prepara dosis de la vacuna contra el coronavirus de Pfizer-BioNtech. EFE/Carlos de Saá/Archivo

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Al inicio de la pandemia, hacer cualquier predicción era muy difícil. Se preveía un dolor interminable a causa de la COVID-19, una ola tras otra de enfermedad y muerte, y se temía que durante los próximos años nos viéramos atrapados en la dura disyuntiva de tener que elegir entre nuestra salud y ganarnos el sustento.

Sin embargo, las vacunas han cambiado todo. Ahora, la luz al final del túnel está mucho más cerca de lo que hubiéramos esperado en marzo de 2020.

Pocas personas habrían –o podrían haber– adivinado la rapidez con la que hemos desarrollado las vacunas. Si le hubiéramos preguntado a la mayoría de los científicos profesionales cuál era el plazo realista para introducir vacunas eficaces, la mayoría de las respuestas habría sido años. Y era una suposición comprensible: antes de la COVID-19, el desarrollo más rápido de una vacuna tardaba cuatro años y muchas otras tardaban mucho más tiempo.

El virus se secuenció por primera vez el 10 de enero de 2020. La vacuna contra la COVID-19 se administró por primera vez fuera de un ensayo clínico el 8 de diciembre de 2020 en Reino Unido. 333 días en total para pasar de la ciencia más básica a una vacunación eficaz y segura que ya está salvando vidas en todo el mundo.

Realmente, es un milagro científico. 

Pero junto a este éxito milagroso han llegado un sinfín de discusiones. ¿Debemos elegir la vacuna más eficaz desde el punto de vista clínico para bloquear más la transmisión del virus? ¿Qué pasa con la inmunidad de rebaño? ¿Qué vacuna nos proporcionará la mayor protección a largo plazo?

Estos debates son importantes hasta cierto punto. A pesar de que estamos en una fase inicial de la vacunación en todo el mundo, ya hay datos que indican que algunas vacunas son más eficaces a corto plazo contra el virus inicial y sus variantes. En mi país, Australia, si el objetivo es que no haya ningún brote de la enfermedad, como lo hemos hecho tan bien con las restricciones para la COVID-19, es razonable debatir sobre qué vacuna queremos utilizar. 

Pero también es fácil que los árboles no nos dejen ver el bosque. Hasta la vacuna menos eficaz de la que disponemos parece reducir, y mucho, el riesgo de lo que más tememos: los ingresos en los hospitales y las muertes. Si bien los ensayos clínicos individuales no tenían la capacidad necesaria para detectar un efecto significativo a nivel estadístico, el impacto general de las vacunas parece ser que reducen el riesgo de enfermar de verdad de COVID-19 aunque no eviten por completo el contagio.

Además de esto, la inmunidad de rebaño no es una apuesta infalible, sea cual sea la vacuna elegida. Quizás podamos enfrentarnos a variantes del virus a corto plazo, pero si pensamos a largo plazo, las cosas se vuelven intrínsecamente inciertas.

Si una vacuna evitara la transmisión durante 24 meses, pero la protección disminuye y luego desaparece durante el transcurso de una década –similar a lo que sucede, por ejemplo, con la vacuna contra la tos ferina–, entonces la inmunidad de rebaño sería mucho más difícil de mantener. Podríamos encontrarnos en una situación en la que, al igual que con la gripe, todos tuviéramos que vacunarnos todos los años, solo que en este caso, en vez de ser una mejora de salud pública, sería una necesidad nacional porque, de lo contrario, el virus volverá a brotar en la comunidad. 

Dado que es poco probable que la enfermedad sea eliminada en gran parte del mundo en un futuro cercano, tenemos que afrontar el hecho desagradable de que la gente traerá el coronavirus a nuestro país. El SARS-CoV-2 seguirá mutando, y como dije al comienzo, hacer predicciones es una especie de juego de niños.

Dicho esto, podemos lidiar con lo que sabemos ahora, y lo que sabemos ahora es que todas las vacunas aprobadas son seguras y eficaces. Sí, hay cierto debate sobre si, desde una perspectiva de salud pública, los beneficios a largo plazo de una inmunización son más significativos que los de otra. No pretendo silenciarlo, es un debate que tenemos que tener.

Sin embargo, deberíamos detenernos un momento a reflexionar sobre cuál era la situación en febrero de 2020 y lo increíblemente lejos que hemos llegado desde entonces. Quizás tengamos que convivir con la COVID-19 durante más tiempo, pero hasta la vacuna aprobada menos eficaz es un éxito que nadie predijo hace un año.

En Australia se han autorizado hasta ahora dos vacunas: la de Pfizer, que tiene una eficacia del 95% después de las dos dosis, y la de AstraZeneca, que tiene una eficacia del 62%. Una tercera vacuna, la de Novavax, con una eficacia del 89% en los ensayos de la fase 3, ha sido adquirida por adelantado por el Gobierno, pero su uso todavía no ha sido aprobado en el país.

Entonces, ¿qué vacuna me pondré, como epidemiólogo y trabajador de salud pública? Pues, en este punto, estoy de acuerdo con el profesor Peter Doherty, Nobel de Medicina: me pondré cualquiera que me ofrezcan (y me alegraré por ello).

La mejor vacuna es la que te ponen en el brazo. 

• Gideon Meyerowitz-Katz es epidemiólogo australiano dedicado a la investigación de enfermedades crónicas.

Traducido por Lucía Balducci.

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