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La última batalla contra la dictadura de Pinochet: tres mujeres luchan en los tribunales para que se condenen las torturas sexuales

El Estadio Nacional Santiago fue uno de los centros por el que pasaron cerca de 40.000 detenidos y detenidas después del golpe de Estado de 1973.

Meritxell Freixas

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“Me obligaron a tomar drogas, sufrí violación y acoso sexual con perros, la introducción de ratas vivas por la vagina y todo el cuerpo. Me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y hermano que estaban detenidos. Tenía 25 años. Estuve detenida hasta 1976. No tuve ningún proceso”. Es uno de los testimonios que recoge el informe elaborado por la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura en Chile (Comisión Valech, llamada así por el obispo que la presidió) que identificó a las presas políticas de la dictadura de Pinochet (1973-1990), tras el golpe de estado perpetrado contra el gobierno de Salvador Allende hoy hace 47 años.

3.400 mujeres hablaron ante el organismo, un 12,5% del total de los declarantes, y “casi todas dijeron haber sido objeto de violencia sexual sin distinción de edades”, según el informe. Más datos: 316 dijeron haber sido violadas y 229 fueron detenidas estando embarazadas. Debido a las torturas sufridas, 20 abortaron y 15 tuvieron a sus hijos en cautividad.

La cantidad de mujeres víctimas de violencia sexual que dejó la dictadura chilena, sin embargo, no se reducen ni mucho menos a las cifras de este informe. Lo aclara el propio documento, pero también las supervivientes. “Es una cifra subvaluada porque la violencia política-sexual no fue parte de los registros oficiales y los datos corresponden a lo que dijimos las mujeres de manera espontánea, sin un registro específico”, explica Beatriz Bataszew, de 65 años e integrante de los colectivos Mujeres Sobrevivientes Siempre Resistentes y Memorias de Rebeldía Feminista.

Bataszew sobrevivió a la violencia sexual perpetrada por los agentes del estado en un recinto llamado la Venda Sexy, un ex cuartel ubicado en un sector residencial de Santiago, conocido así por la cantidad de crímenes sexuales que allí se cometieron. Era militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), una organización de la izquierda radical, y llegó al lugar una noche de diciembre de 1974. Ahí permaneció seis días, antes de ser trasladada a otro centro de detención. En el subterráneo fue violada y torturada durante toda la noche. “En este recinto se practicó con especial énfasis la tortura sexual; eran frecuentes las vejaciones y violaciones sexuales de hombres y mujeres, para lo que se valían de un perro adiestrado”, apunta el informe Valech. La oficial de Carabineros Ingrid Olderock Bernhardt fue la responsable de entrenar a un perro ovejero alemán al que bautizó como “Volodia” –en referencia a un dirigente comunista de la época– para que violara a las mujeres detenidas.

En 2004, cuando se presentaron las primeras denuncias por las atrocidades cometidas en esos años, Bataszew se querelló por secuestro, tortura y asociación ilícita para delinquir. Tras casi una década de tramitación, sobreseyeron su causa. No hubo sentencia ni condenados. Pero en 2016 insistió ante la justicia con una nueva querella. Esta vez, sin embargo, decidió poner énfasis en las torturas sexuales a las que la sometieron.

Un recorrido “sencillamente espantoso”

Hasta la fecha, solo se han presentado siete querellas por violencia sexual como forma de tortura durante la dictadura. Una cifra mínima considerando la cantidad de mujeres que los represores convirtieron en su botín. La mayoría no quiere revivir la brutalidad de aquellas experiencias décadas después o no logra culminar el proceso. “Cuando iniciamos las querellas fuimos muchas mujeres las que nos decidimos a llevar esto adelante, pero el camino es muy duro y muchas quedaron a la mitad”, señala Beatriz Bataszew.

Patricia Herrera fue la primera en ir a la justicia, en 2010, y tuvo que esperar nueve años para que un tribunal condenara a cinco años de prisión al policía que la violó. Fue secuestrada en junio de 1974 y trasladada a El Hoyo, el subterráneo de las dependencias policiales de la plaza Constitución, donde se encuentra el palacio de La Moneda. Era el mismo lugar donde estaba Ana María Campillo: “Alcancé a ver a Patricia con la vista vendada cuando llegó donde yo estaba secuestrada”, recuerda. Ambas fueron detenidas por los agentes del Servicio de Inteligencia de la Policía (SICAR) y permanecieron en ese sótano durante varios días, con los ojos vendados, esposadas y sometidas a violaciones y abusos reiterados por parte de sus secuestradores. Eran estudiantes y militantes socialistas. Patricia tenía 19 años y Ana María 21.

Campillo denunció su caso en 2015. Lo hizo después de participar como testigo en querellas de otras víctimas. “Finalmente cristalizó la necesidad de hacer también algo por mi caso”, reconoce. Herrera, por su parte, se decidió a denunciar cuando logró “construir un relato” que pusiera énfasis en la tortura sexual a la que sobrevivió. “Yo no tenía recuerdos, me faltaba la memoria, pero también convencerme de que ese tipo de violencia particular hay que denunciarla porque no era la misma que se ejercía en contra de los presos [hombres]”, cuenta.

Para las querellantes, el proceso judicial ha sido un recorrido “sencillamente espantoso”, en palabras de Bataszew. Las mujeres han sido permanentemente revictimizadas: sometidas a careos con sus torturadores, interrogadas por el Instituto Médico Legal, obligadas a revivir el terror en reconstrucciones de escena, cuestionadas por la prensa –por los delitos denunciados o por hacerlo décadas después– y expuestas ante la opinión pública: “No es lo mismo decir ‘estuve presa’ que ‘me violaron’, es nuestra intimidad la que sale a la luz”, precisa Patricia Herrera. Incluso han tenido que soportar que otros minimicen su dolor. Es un segundo castigo. “Genera una negación de lo que te pasa, una dificultad en el reconocerse como una víctima válida, digna de exigir justicia, y acabas silenciando tu experiencia”, expresa Ana María Campillo.

“Daño colateral”

Las tres mujeres llegaron a la justicia porque entendieron que la suya es una “decisión política”, una batalla para “sobreponerse al miedo” y “hablar por aquellas mujeres que desaparecieron, las que ya no están y también vivieron eso mismo”, insiste Patricia. Y también es político su interés en que la tortura sexual sea considerada para la justicia como delito específico. “El aparato judicial nunca consideró esta violencia”, critica Bataszew. Comenta que las declaraciones tomadas a finales de los 70 a mujeres que mencionaron violaciones o abusos con animales quedaron como “tratos humillantes”. “Nunca fue considerado un crimen por sí mismo, siempre fue considerado parte de la tortura, como un daño colateral de poca monta”, añade.

Para Patricia Herrera, se trata de un “atentado especial hacia la dignidad de las mujeres”. Aún tiene en la cabeza como sus secuestradores apuntaban a su condición de mujer y joven: “Me decían: ‘¿qué hace una joven metida en estas cosas, cuando podrías tener una vida mejor? Después, ellos mismos me violaban. Era su forma de decirme por qué transgredes tu condición”.

Sin esconder su desconfianza en la justicia, las tres esperan respuesta de los tribunales. Quieren que en los fallos se especifiquen los tormentos sexuales a los que fueron sometidas y aumentar las penas de sus torturadores. El fin último de la decisión de recurrir a la justicia, pero, lo resume Bataszew en una frase: “Lo más importante es que quede claro que en este país militares, carabineros, PDI y gendarmes violaron, abusaron y cometieron crímenes sexuales contra las mujeres”.

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