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“Yo voto al que me da algo”

Margarita en la puerta de su chabola en Tucumán, Argentina.

Natalia Chientaroli

San Miguel de Tucumán, Argentina —

Martina sonríe desde una destartalada silla de bebé. Tiene seis meses, está sucia de pies a cabeza y es la menor de las nueve personas que malviven en un rancho de paredes de chapa y suelo de barro. A la puerta de la chabola, su abuela Margarita critica a los políticos que se acercan al asentamiento en el que vive sólo antes de las elecciones. “Vienen acá y prometen de todo. Una mesa, un colchón, ¡hasta un baño! Y después, nada. Se creen que somos tontos. Yo voto a quien me da algo”, se queja rodeada de sus niñas.

Hay elecciones en Tucumán, una pequeña y pobre provincia del norte argentino con 1,6 millones de habitantes. Y la campaña se hace casa por casa. Incluso en aquellas que son hogar de muchos y sin embargo no llegan a ser viviendas.

Margarita lleva muchos años en el barrio, situado al borde de la autopista que va del aeropuerto al centro. A sus 40 años y con siete hijos –el mayor, de 23– le duele reconocer que no tiene nada. Más allá de la cuerda donde se seca la ropa tendida, unas paredes improvisadas con palos y bolsas de plástico negras funcionan como baño. A pocos centímetros, la barranca que desciende abrupta hacia el lecho de un río ausente. El cauce crece de tanto en tanto al punto de escalar la enorme pared que lleva a la casa y convertir el terreno en una pocilga. Porque además de tierra, en casa de Margarita hay basura. Desechos multicolores por todas partes. Son los restos del ‘reciclaje’: la selección que hacen de lo que encuentran en la calle y cuya venta puede dejarles algunos pesos.

Ella necesita de todo. Y así se lo ha hecho saber a los ‘punteros’ que han ido a visitarla. Los llamados punteros son los representantes barriales de los políticos, los que conocen a los vecinos y lo que les hace falta; los que se encargan de movilizarlos cuando hay mítines o votaciones. Pero la particularidad de la ley electoral en Tucumán multiplica el fenómeno. Aquí un candidato a concejal o alcalde puede presentarse a los comicios sin estructura de partido, ‘acoplándose’ a una lista más importante de gobernador. Así, los grandes partidos suman votos de varios candidatos menores. Y la proliferación de candidatos –se calcula que hay uno cada 40 electores– multiplica la labor proselitista puerta a puerta.

“A partir de aquella zona para allá sí que han repartido bolsas de comida”, dice Carmen señalando un punto indefinido al final de la calle de tierra. Pero a su casa no han llegado. Quizá, arriesga, porque la relacionan con la gente de Barrios en pie, un movimiento social y político que trabaja en las áreas pobres y cuyo candidato pertenece a la oposición. Sus hijas de 9 y 7 años van a diario al merendero de la asociación, como otros 80 niños del asentamiento, a por un vaso de leche y unas galletas. Además Susana, la coordinadora, le consigue las medicinas que ella no puede comprar.

Carmen también se dedica al ‘reciclaje’. Y cobra un subsidio, la asignación universal por hijo –unos 60 dólares al mes– por los niños menores. Un olor nauseabundo se mezcla con el aroma de las brasas en las que se asará la comida del día, ahora cubierta de moscas. En el asentamiento no hay agua corriente ni cloacas. Al menos Carmen tiene con qué cocinar. Margarita se ilusiona con la promesa de que en estas elecciones le caerá una olla. “Cocino en un tarro de cinco litros”, se justifica.

“¿Clientelismo? ¡No!”

Si las promesas son moneda corriente en época de elecciones, no son la única. La Junta Electoral tucumana lanzó esta semana un documento en el que recuerda que está prohibida “la solicitud al elector de votar en algún sentido a cambio de dinero u otra recompensa”. Mientras tanto, los periódicos locales calculan que en la jornada electoral se entregan entre 20.000 y 80.000 bolsones con alimentos.

De acuerdo con el último informe de la Universidad Católica Argentina, en Tucumán hay más de 20.000 niños desnutridos. Las cifras oficiales consignan cerca de 6.000, un 15% menos que el año anterior. Los agentes sociales critican que se hayan modificado los baremos para medirla.

El texto de la Junta Electoral también destaca que es ilegal “amenazar a los electores con suspender los beneficios de programas sociales” como forma de coacción.

El día anterior a los comicios, en la sede de un candidato oficialista se afanaban en organizar la movilización del día siguiente. Con tablas gigantes en diferentes colores, asignaban a cada ‘movilizador’ del barrio Independencia un chófer. Los movilizadores actúan como catalizadores entre sus familiares, amigos y conocidos. Garantizan el voto de entre 15 y 20 personas cada uno. Por ese trabajo se llevan entre 500 y 800 pesos (55-85 dólares). Y los vehículos que pasan a buscar a los electores y los devuelven a sus casas obtienen por su jornada entre 800 y 1.000 pesos (85-105 dólares).

Aunque la Junta Electoral menciona el traslado como una de las actividades prohibidas, los políticos asumen esta actividad como algo “institucionalizado” en Tucumán. “Pero eso no te garantiza que te vayan a votar”, aclara Marcelo Caponio, ministro del Gobierno tucumano y candidato a legislador. Su lista de ‘acople’, una de las más importantes, cuenta con una flota de 2.000 coches.

El domingo de votación el tráfico en San Miguel de Tucumán, la capital, es como el de un lunes laborable en hora punta. Con una particularidad: los vehículos llevan un cartel identificativo con el nombre en clave del candidato. En clave porque es ilegal cualquier tipo de propaganda. En cualquier caso, y ante la evidencia de que las prohibiciones formales no siempre funcionan, la policía corta las calles de acceso a las escuelas electorales. “La gente va sola a votar, y vota lo que quiere”, confirma Caponio. “¿Clientelismo? ¡No! La gente te vota por lo que hacés, no por un paquete de harina”. Y enumera las mejoras en los barrios más pobres de la ciudad.

La pobreza se cuela en las urnas, y las urnas se cuelan en los barrios pobres, en los asentamientos insalubres  de Tucumán donde la gente vive sin nada. Donde Carmen se lamenta porque las niñas no tienen ropa para ir a la escuela, donde Margarita sigue soñando con un colchón, una mesa, una olla…

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