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Historia de Hermigua (1890-1975)

Oswaldo Izquierdo Dorta

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Diversos pensadores han intentado precisar la esencia de lo humano, lo que nos caracteriza como tales. Entre ellos, el escritor argentino Jorge Luis Borges que, desde el profundo y oscuro pozo de la ceguera, concebía al hombre como memoria, ya que, sin ella, la vida no tendría sentido; el filósofo español Emilio Lledó, como palabra, porque con la palabra interioriza y exterioriza su relación con el mundo; y José Antonio Marina, como sentimiento, porque éste es el que nos conecta con los demás y nos impulsa a tomar decisiones.

Ricardo J. Valeriano Rodríguez, autor del libro Historia de Hermigua a través de las actas municipales (1), coherente con su condición de investigador e historiador, se ha inclinado por el primero de estos planteamientos, por el de Borges, y ha buceado en la memoria oficial del pueblo, dormida en los archivos como las notas en las cuerdas del arpa del conocido poema de Bécquer, para darla a conocer, hacerla presente en las conversaciones y contribuir a que forme parte de la conciencia de la colectividad.

Referente a la importancia que tiene para los pueblos el conocer con fidelidad su propia historia, nos viene a mano una reflexión del prestigioso filólogo y pensador Tzevtan Todorov, en la que advertía del riesgo que entraña el desconocimiento o el olvido del pasado de una comunidad, y más aún del peligro de su manipulación, ante la que sólo es posible luchar desde el conocimiento.

Lo mismo que en el mundo de las empresas hablamos de micro y de macro economía, refiriéndonos a la recuperación del pasado, podríamos hablar de micro y de macro historia. La de los pequeños acontecimientos, la que acuñó Unamuno como “intrahistoria”, y la de los eventos relevantes que marcan hitos en el devenir de las sociedades. Pero, así como las gotas de lluvia, aparentemente inofensivas, pueden producir, por insistencia e intensidad, notables beneficios o terribles hecatombes, la reiteración de determinados sucesos puede romper el anonimato y convertirlos en hechos trascendentes, en la macro historia, la que figura en la prensa y en los libros, y dignifica o estigmatiza el perfil de los pueblos. Pueden servirnos como ejemplos el temporal de octubre de 1941, en lo climatológico, y las conspiraciones en el convento de Santo Domingo contra el régimen señorial, en lo social.

De esa historia cotidiana, que desarrolló el teatro de W. Shakespeare, la narrativa de H. de Balzac y las novelas contemporáneas de B. Pérez Galdós, nos habla este libro, desde las fuentes escritas que testimonian los hechos, narrándolos tal como los cuentan los secretarios, garantes de la veracidad de los documentos oficiales, así como de los comportamientos y las decisiones que tomaron los responsables municipales, atendiendo a los intereses generales o individuales, más o menos presionados por los poderes fácticos, según las circunstancias de cada momento.

El relato de Valeriano Rodríguez nos pone en contacto con el transcurrir de la historia de Hermigua durante 85 años, contemplado desde el puesto de mando de la administración. En ese recorrido por la vida institucional, descarta la posibilidad de un análisis político para centrarse en la realidad social de la comunidad, en el día a día. Y no sólo nos hace esta aportación fundamental, que ha supuesto un formidable trabajo de investigación, sino que abre y propone nuevos estudios para ampliar y completar la misma, extremo que puntualiza en la introducción a su trabajo:

No hemos tratado que este libro se convirtiera en la “Historia de Hermigua” de gran parte del siglo XX, por el contrario, lo que hemos intentado es que esta obra pueda servir como base para que en un futuro próximo se pueda elaborar un estudio histórico más global de nuestro municipio…

Esta actitud evidencia que el autor es consciente de que la historia de los pueblos, como las de los individuos, no es nunca lineal, ni plana, ni siquiera se conforma con ser tridimensional; aspira siempre a ser poliédrica, a tener múltiples caras y a lograr que todas ellas resulten visibles; por ese motivo, hay que contemplarla desde el mayor número de puntos de vista, para tener acceso a la máxima información. Para ello es necesario entrevistar a los actores y a los testigos de los hechos, y verificar esa información, ya que la memoria no es del todo fiable, y si no es posible, como en el primer capítulo de este libro, conocer, entre otras fuentes, las actas de la Diputación provincial, lo que sobre ella se ha escrito en prensa y en libros, los datos que aporta el archivo parroquial, y, sobre todo, lo que se cocinaba, según las actas, en ese horno, a veces caliente y crispado, de la gestión municipal. Esta fuente, usada por Ricardo Valeriano, no es la única, pero si es fundamental para ir sentando las bases para una historia completa de la villa.

La obra se halla estructurada en dos capítulos: el primero, desde 1890 hasta 1939, y el segundo, desde esta última fecha hasta 1975. Aunque toda periodización es arbitraria, esa arbitrariedad general está aquí justificada porque el inicio lo fijaron las fechas de las primeras actas de las que ha dispuesto el investigador y el final era necesario hacerlo coincidir con el cierre de un periodo político, en este caso, con la muerte de Franco. No fue posible prolongarlo porque el siguiente periodo, el democrático, estaba muy próximo y sigue aún abierto. Si aparecieran actas anteriores, posibilidad no despreciable, ya que existir, existieron, no mermaría en nada el trabajo realizado, sino que posibilitaría extender hacia atrás el conocimiento de la historia local.

La presunción de actas anteriores se fundamenta en que, como es sabido, la Constitución de 1812 liquidó el Antiguo Régimen y creó los Ayuntamientos, la mayoría sobre las circunscripciones eclesiásticas; sin embargo, su consolidación no fue fácil, ya que dicha Constitución estuvo vigente solo en cortos periodos (1812-1814; 1820-1823; 1835-1836). Por otra parte, a los nuevos ayuntamientos se les concedió capacidad política y administrativa, pero no económica y fiscal, lo que entorpeció su funcionamiento y retrasó la fecha de implantación definitiva del nuevo modelo municipal hasta más allá de 1935.

Después de un dilatado periodo de continua discontinuidad, de ajustes y reajustes, traspasos de poderes y posesión y juramento de los nuevos concejales, una circular de 21 de septiembre de 1836 disponía que los cargos fuesen nombrados por sufragio indirecto de segundo grado: no existían listas electorales y todos los vecinos elegían 15 compromisarios. Este sistema perduraría hasta la implantación de la Ley de 8 de enero de 1845 del sufragio directo restringido, con elaboración de listas de electores y elegibles. A partir de este momento puede considerarse establecida la administración local liberal, que estará sujeta a los vaivenes de las concepciones políticas de los diferentes partidos.

El viejo sentimiento de división y hasta de oposición, no sólo lingüística, que conllevan las denominaciones “Valle Alto” y “Valle Bajo”, y que afloraba en algunas circunstancias hasta mitad del siglo pasado, tuvo una manifestación oficial en la instancia cursada por el Síndico Personero, en la primera mitad del siglo XIX, después de más de 350 años de existencia del pueblo, en la que solicitaba “que se divida aquella jurisdicción en dos porciones iguales, creándose un nuevo pueblo con su ayuntamiento en el pago que se intitula Hermigua Alta o Hermigua de Arriba”. Solicitud que “se acordó, de conformidad con el dictamen de la Comisión, declarar sin lugar, por ahora”, debido a que al pueblo le “sería absolutamente imposible sostener dos parroquias, dos secretarios de ayuntamiento, dos maestros de primeras letras, doble paga del Boletín Oficial y demás atenciones municipales”. (2)

A afianzar la conciencia de comunidad contribuyó la academia de segunda enseñanza, por su ubicación en el centro del pueblo, por la convivencia de jóvenes de todos los barrios y de todos los estratos sociales y por la luz larga y amplia que aporta siempre la cultura.

La evolución de los pueblos ha ido de la mano del desarrollo de las vías de comunicación, de manera especial en los municipios aislados de sus vecinos y condenados a la discontinuidad física de los territorios insulares. La ejecución de esas conexiones en las islas más accidentadas ha supuesto una lucha titánica para domar una naturaleza rebelde. De las dos vías posibles, la marítima y la terrestre, resultó fácil la primera para San Sebastián, cuya bahía fue reconocida desde los inicios de la conquista como una de las mejores del archipiélago, y para Valle Gran Rey, situado en zona de calmas, y muy difícil para los pueblos del norte, limitados al heroico batallar de los pescantes, que parecían condenados a perpetuar el mito de Sísifo. En cuanto a la segunda, la terrestre, ha sido dura y lenta para todos, en especial para Valle Gran Rey, al que no se pudo acceder por carretera hasta pasado el ecuador del siglo XX.

Las batallas por la prosperidad del municipio se han librado en la costa y en la cumbre. Múltiples intentos se fueron sucediendo para posibilitar la entrada y salida de personas y mercancías por el mar: la playa de Santa Catalina, La Caleta, el muelle de Lorenzo, el embarcadero de don Ciro Fragoso y, por último, El Pescante, construido por la sociedad anónima “La Unión” e inaugurado en 1909, que supuso un avance incuestionable para la zona (3). Por tierra, primero fue el camino real, por la cumbre, desplazamiento que hoy nos resulta increíble. La carretera interna, columna vertebral de la villa, que se fue construyendo tramo a tramo y puente a puente, hasta llegar a la playa, luego, a La Carbonera y, por último, el túnel por un lado, y, por el otro, después de Agulo, Vallehermoso y, finalmente, Valle Gran Rey. También nos cuenta la incorporación, instalación y funcionamiento de correos, telégrafo y teléfono.

La caída en la comercialización del plátano, que pasó de una “bonanza económica, sobre todo en 1915, siendo 1924 y 1925 los años más florecientes (…) hasta descender, a la altura de 1933, a 0,15 ptas., con lo que no llega ni para cubrir gastos” (4), el aumento de la población y la interrupción de las obras de la carretera dieron lugar a repetidas situaciones de paro, que llegaron a afectar a un millar de obreros, con la consiguiente crispación general que, agravada por las tensiones políticas, nos llevó a los tristes y luctuosos acontecimientos de 1933, en los que murieron dos guardias civiles y un paisano, y dejaron una dolorosa cicatriz en nuestra historia.

Se mejoraron las acequias y se construyeron dos embalses, con la mediación del Sindicato de Regantes: en los 50 se inició la presa de Liria y 1981 se terminó la de Mulagua. También se dio a conocer la riqueza forestal con la creación del Parque Nacional de Garajonay, declarado por la UNESCO, en 1986, Patrimonio de la Humanidad.

Durante siglos, se aprovechó la abundancia de agua y los desniveles del terreno para el establecimiento de molinos, fundamentales para convertir los cereales, alimento básico, en harina o en gofio. Éste se hacía de millo, como en el resto de la isla y en Gran Canaria, aunque también se usaba mezclado con trigo, cebada o centeno, estos en menor cantidad. El grano se tostaba previamente, con lo que se cocía y era más fácil de triturar. Llegaron a existir hasta cuatro molinos, ya que el agua de uno podía ser aprovechada por otro a más bajo nivel. A los molineros se les pagaba con la maquila, término proveniente del árabe, miqyal, y que significa “medida” (Díaz Rodríguez. 1988). Ésta consistía en una fracción de lo que se molía, estando establecido de forma general una maquila (un kilo) por cada almud (seis kilos) de gofio molido. (5)

Para construir un molino, el dueño tenía que contar con el permiso del “jerío”, concesión que le permitía desviar el agua de la corriente común a su molino, con el compromiso de devolverla luego al cauce primitivo, por lo que, como no gastaba el agua, estaba exento de pagar impuestos por el uso de la misma. El término popular “jerío” se estima que procede de “herido”, por transformación de la “h” aspirada inicial en “j” y supresión de la “d” intervocálica de la sílaba final. (6)

Esa energía natural se aprovechó también para proporcionar fluido eléctrico al municipio, así como a Agulo y a San Sebastián, gracias a la central hidroeléctrica de Morforte, la primera de la Isla. En el tendido de luz eléctrica y en la red de agua potable el municipio fue pionero en la Isla.

En cuanto al desarrollo de la educación, este libro nos aporta algunos de los hitos más importantes, entre ellos, las enormes dificultades, a veces insalvables, para sufragar los gastos de sueldo, local y casa vivienda que generaba cada una de las escuelas, gastos atribuidos, por la reforma de la enseñanza de Pidal, mediados del XIX, al escasísimo erario municipal, por lo que era frecuente, en la mayoría de los pueblos, el retraso de meses y, a veces, de años, en pagar a los docentes, de ahí el conocido refrán “pasar más hambre que un maestro de escuela”. Como ejemplo extremo, podemos citar el caso, increíble pero cierto, del maestro al que se le adeudaban “cuarenta y cuatro mensualidades” y que falto ya de todo recurso, se ha visto en la durísima necesidad de abandonar su escuela y demandar de la caridad de sus parientes y amigos, residentes en otra población, un pedazo de pan para evitar que se muera de hambre su desgraciada familia. (7)

Esta penosa situación dejó de ser precaria cuando, durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), el estado empezó a hacerse cargo del sueldo de los maestros.

Se constata un mantenido interés por establecer la enseñanza secundaria en el municipio. Entre otras actuaciones, en 1924, se creó una comisión, totalmente paritaria (seis del Valle Alto y seis del Valle Bajo; la mitad hombres y la mitad mujeres), presidida por el alcalde, don Antonio Fagundo Fragoso, con el objeto de crear una fundación con el nombre de “Pro-Cultura”. La tarea docente se encomendó a dos maestros originarios de La Palma: don Manuel Medina y don Manuel Durán. Una cuota mensual de dos pesetas permitía la asistencia de las personas asociadas, de sus hijos y familiares. En 1927, contaba con 120 socios. Su horario era de las ocho de la mañana hasta las doce de la noche. Los obreros recibían clases nocturnas. El propósito final de esta asociación era crear un colegio preparatorio de Segunda Enseñanza. (8)

Años más tarde, en 1933, a petición de un grupo de vecinos, la Corporación municipal se dirigió al rector de la Universidad de La Laguna, para pedir la creación de un Instituto de Segunda Enseñanza en Hermigua, por ser éste el municipio gomero que aportaba más estudiantes universitarios y, a su vez, disfrutaba de una excelente situación geográfica. Otros municipios solicitaron sin éxito la creación de un Instituto, como Los Llanos de Aridane, que lo hizo también en esa fecha. (9)

Por fin, en 1943 se creó el Colegio de Enseñanza Media “Cristo Rey” que, como Colegio Libre Adoptado Mixto (primer centro semioficial de la isla) desde el curso 1961-1962 (10), se mantuvo hasta 1974. Aunque todos los que tenían capacidad y voluntad para el estudio no pudieran beneficiarse de ese centro, dada la penuria económica de la época y la falta de tradición de estudios en la mayoría de las familias, es incuestionable que acercó el Bachillerato y el Magisterio a la totalidad de los jóvenes de los municipios de Hermigua y Agulo durante más de treinta años, al llevar la enseñanza al propio pueblo. Nunca esa posibilidad estuvo ni ha vuelto a estar tan próxima.

La historia de la sanidad en el municipio va unida a los nombres de D. Sebastián Bencomo Padilla, primer titular (1914), D. Manuel Sandoval y Sandoval (1924), D. Armando de Granda y de Granda (1927), D. José Ascanio Trujillo (1940), D. Gil Bencomo (1946), D. Antonio Barroso León (1948), D. Francisco Pérez Soriano (1950), D. Emilio Muñiz Bartolomé (1958)… A ellos hay que añadir a los farmacéuticos, entonces boticarios, D. Francisco Bencomo Hernández (1924) y Dña. Milagros Bencomo Bento; al primer veterinario, don Antonio Fores Vita (1941); a varios practicantes anónimos y a un Practicante titulado, don José Manuel Mora, que realizó una dilatada y generosa labor domiciliaria.

Las Casas Consistoriales han sido, en general, de construcción reciente, por lo que, durante muchos años, las reuniones se celebraron en los domicilios de los alcaldes y luego en locales alquilados. Estos traslados propiciaron la pérdida o el extravío de alguna documentación, sobre todo cuando el cambio de la Junta de Gobierno tenía lugar entre grupos beligerantes. En 1941 comenzaron las obras de construcción del edificio del Ayuntamiento, que se inauguró en 1944. El arquitecto fue don Tomás Machado y la carpintería estuvo a cargo de don Daniel Brito Brito, excelente ebanista, vecino de Ibo Alfaro. En 1950, como consecuencia de un fuerte temporal, se inundó y se dañó seriamente parte del archivo municipal.

En el aspecto religioso ocuparon casi todo este periodo dos párrocos foráneos: don José Serret y Sitjar, catalán, y don Mario Lhermet Vallier, francés; se construyó la iglesia de La Encarnación, de estilo neogótico, obra del arquitecto diocesano don Antonio Pintor (se inició en 1911); y se edificaron cuatro ermitas: la de Santa Catalina en La Playa, en 1924 (imagen desde el s. XVI); la de la Virgen de Lourdes en El Cedro, patrocinada por doña Florencia Stephen (1935); la de San Juan en Las Cabezadas (1948); y la del Sagrado Corazón de Jesús, en Los Aceviños, obra de don Mario Lhermet (1974).

Es justo reseñar las diversas actuaciones impulsadas por una organización, que también existió en otros municipios, conocida por la Junta de Damas.

La casa cuartel de la guardia civil ha pasado por distintas ubicaciones: 1919, Las Hoyetas. 1926, Carrasco. 1930, La Cerca (el “Cuartel Viejo”). Y hacia 1980, La Casa Nueva.

A pesar de la reconocida afición popular a la música, podríamos hablar de parrandas y de orquestas tan conocidas como “Los Pájaros” y “Los Chávez”, la existencia de Bandas Municipales ha sido intermitente. El libro nos indica que en 1929 existía una, patrocinada por la sociedad “Unión Musical”, que amenizaba verbenas en las plazas de El Convento y de La Encarnación, y que se disolvió en 1932. Cinco años más tarde se crea otra, también de corto recorrido, que estuvo dirigida por don Alfredo Barrios, natural de Guía de Isora (Tenerife), casado con doña Manuela Trujillo, que ejerció como maestra en Los Aceviños y en Ibo Alfaro, padres de un preclaro hermigüense, don Manuel Barrios Trujillo, que trabajó en la UNESCO y en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y es merecedor de un amplio trabajo monográfico. En 1946, la Corporación crea un Patronato para apoyar la Banda Municipal. Ésta se mantuvo hasta 1950 y estuvo dirigida en esa etapa por don Alejandro Muñoz Ganzo.

También el fútbol ha tenido un desarrollo discontinuo, condicionado por la precariedad de los campos, construidos al lado del barranco o de la playa. A principio de los 40, disfrutamos del Club Deportivo Lepanto y, a finales, del Club Deportivo Hermigua; en los 50, estuvo organizado por el telegrafista, don Fernando Villamando, intelectual y deportista de grata memoria, y por don José Contreras, maestro nacional y profesor de la academia; en los 70, existió la Unión Deportiva Hermigua; y, por fin, a partir de los 80, se pudo disponer de un nuevo y permanente campo de fútbol en El Curato.

En el capítulo de honores y distinciones, se nombraron seis Hijos Adoptivos: dos militares, un obispo, un ministro, un magistrado y un ingeniero. Posiblemente concedidos, en su mayoría, por los altos cargos que ocupaban, que los convertían en presuntos “conseguidores”. El del ingeniero fue por su participación en la construcción de El Pescante. En cuanto a Hijos Predilectos, dos: un representante en Cortes, por su gestión para la construcción de la carretera del pueblo, y un destacado presidente del Cabildo y Delegado del Gobierno. Con respecto a medallas se han concedido tres: una de oro al Jefe del Estado, una de plata al fundador de la academia, y una de bronce a un funcionario del Ayuntamiento, don Armando Bayoll Fagundo, por más de 40 años de servicios.

En 1958 el Consejo de Ministros aprobó la creación del Escudo Heráldico del municipio y tres años más tarde le concedió el título de “Villa”.

Otros hechos relevantes han sido el cementerio actual, que se empezó a utilizar en 1935, siendo alcalde don Gregorio Ascanio, y se inauguró oficialmente en 1939, y la construcción de la piscina de El Peñón, en la década de los 50.

Quisiera destacar un proyecto que, aunque no pudo llegar a realizarse en aquel momento, fue, sin duda, visionario. Se trata de la solicitud, cursada en 1935, a los ministros de Comunicación y de Agricultura, de un servicio postal, de carácter diario, con la Playa de San Juan, en el sur de Tenerife. Una premonición de lo que sería, muchas décadas más tarde, el servicio completo de San Sebastián a Los Cristianos.

El municipio sufrió la mayor amputación de su historia reciente como consecuencia de la guerra civil. En ese turbio y violento periodo perdieron la vida más de cincuenta jóvenes, según la lista, con nombres y apellidos, posiblemente incompleta, que obra en La Cruz de los Caídos (11). Sin duda, una de las mayores, en proporción al número de habitantes, de todos los pueblos de Canarias.

La máxima plenitud, en cuanto a población, se alcanzó a mediados de los 40: de derecho, 6.454 y de hecho, 6.355. Actualmente nos hallamos en torno a los 2.100.

Alientan a un moderado optimismo las palabras del profesor Rodríguez Brito, quien considera que nuestro municipio “es uno de los territorios potencialmente más ricos de Canarias, que puede ser la despensa de la Isla y de parte del Archipiélago con fruta y sobre todo con hortalizas (…) Hermigua debe convertirse en un auténtico invernadero natural, por sus excelentes condiciones climáticas y la riqueza de su suelo, que dispone de caudales de agua abundantes” (12).

Hoy que somos menos y las dificultades están siendo mayores, tenemos que superar la crisis que nos atenaza con la imaginación y el empuje de nuestros antepasados, que fueron capaces de hacer horizontales las pendientes más tenaces de las laderas. Hermigua sigue contando con tres ases: la belleza, el clima y el agua; recuperemos el cuarto: el coraje y el tesón de sus habitantes.

Dado nuestro planteamiento inicial, valorando la importancia que tienen para el ser humano, y por tanto para su Historia, la palabra, la memoria y el sentimiento, animo a los especialistas, y en concreto al autor de este libro, para que profundicen en esos tres aspectos.

NOTAS.

1. Valeriano Rodríguez, J. Ricardo, Memoria de un pueblo. Historia de Hermigua a través de las actas municipales (1890-1975). Ilustre Ayuntamiento de la Villa de Hermigua. Gráficas Sabater, 2014.

2. Archivo Histórico de Tenerife. Libro de actas de las sesiones de la Diputación Provincial de Canarias, 22 de octubre de 1838.

3. Díaz Padilla, Gloria, Pescantes de La Gomera. Cabildo Insular de La Gomera. Litografía Romero, Tenerife, 2008.

4. Rodríguez Mendoza, Félix, “Hermigua. Ciudades y pueblos de Canarias”. El Día, La Prensa, 8 de diciembre de 1996.

5. Aguilar Ferraz, Francisco, Molinos de agua en La Gomera. Cabildo Insular de La Gomera. Litografía Romero, Tenerife, 2003, pág. 154.

6. Afonso Pérez, Leoncio, “Molinos hidráulicos en La Palma”, artículo inédito.

7. El Auxiliar: periódico de la instrucción primaria, 6 de julio de 1889.

8. Revista Hespérides, “Procultura”. Tenerife, 1927.

9. Izquierdo Dorta, Oswaldo, Los estudios de bachillerato en La Palma (1930-1980). Enseñanzas libre y colegiada. Ed. Idea, 2ª edición, 2013, pág. 167.

10. Resolución del Ministerio de Educación Nacional de 13 de enero de 1962, al amparo del artículo 8º del Decreto 1114/60 de 2 de junio.

11. Cruz de los Caídos por Dios y por la Patria. Cementerio municipal de Hermigua.

12. Rodríguez Brito, Wladimiro, Hermigua, pueblo con posibilidades, diariodeavisos.com, 20-03-2013.

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