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Alberto, Giorgio, ‘El Unicornio’

Miguel Jiménez Amaro

Yo no he visto nunca a Alberto montar en bicicleta, pero estoy seguro que lo hizo con la misma soltura y elegancia que cuando saltaba en paracaídas; y que habrá pasado tantas horas sobre el sillín como colgado del aire, desde donde se forjó una visión única, solo de él, de lo que es la vida. Yo sí he visto a Alberto montar como un jinete en moto, donde creo que ha estado sentado sobre el asiento muchas más horas que con los tirantes puestos de su paracaídas.

Alguna vez le escuché decir que cuando salía de trabajar en La Nelly, una pastelería que estaba en la calle Trasera, iba a La Obrera, a Casa de don Luis, y alquilaba alguna bicicleta para subir al Risco de La Concepción. Me ha llegado incluso a contar que una de las veces que bajaba a toda velocidad de La Concepción, tuvo una caída y se peló como un cochino, y que después de este accidente no se volvió a subir a  ninguna otra bicicleta. Pero nunca le escuché que hubiese tenido alguna; sin embargo, sí sé que tuvo tres motos, se las conocí y traté con ellas.

Nunca me ha hablado Alberto de esa pasión tardía y tan bien escondida, pero estaba claro de dónde le venía. Tuvo Alberto un tío que era limpiabotas, asmático, y que padecía de azúcar; en sus años gallos había sido incluso boxeador, como lo fue Alberto en la mili, que llegó a ser campeón, hasta que tropezó con un gigante gallego ante el que tuvo que tirar la toalla y levantarle el brazo en clara señal de reconocer que no le podía. Bitelmo, que era el nombre de este tío suyo, era un entusiasta de las motos. Tenía una Vespino, lo llamaban Por tierra, mar y aire, y también Viaje al fondo del mar, porque un día que andaba despistado con la moto por el muelle, la moto saltó al mar por el aire. La moto intentaba ser tragada por la garganta del fondo del mar, pero el heroico Bitelmo tenazmente lo impidió hasta que llegaron a socorrerlo.  Su madre, la de Bitelmo, que estaba asomada a la ventana de su casa que da para el mar, la misma casa en la que hoy vive Alberto, vio lo que estaba ocurriendo en el muelle, pero no pensó que el accidentado hombre pudiera ser su hijo. Al llegar Bitelmo a casa, mojado aún, le preguntó su madre por lo que había visto desde su ventana, en el muelle. Bitelmo le respondió que sí, que había visto bien, y que el hombre aquel que había caído al mar, que se jodiese por ser coño.

Alberto, como su tío, tenía corazón de motero, y sus gestas dejaron pequeñas las de Bitelmo. Empezando por que tuvo tres motos, en vez de una, que las bautizó con los siguientes nombres: Cascarrilla, una Honda de color rojo y blanco; Elbita, una Mobylete de color rojo; y La Catana, una Suzzuki de color negro. La simbiosis entre él y ellas fue total. Llegó Alberto, por amor a ellas, a iniciarse en la mecánica, para que no les faltase atendimiento alguno.

Alberto empezó a adquirir dimensiones de Unicornio, de un ser mitad moto, mitad hombre, un Unimoto más bien. Sus primeras incursiones con Cascarrilla, como con las bicicletas de Don Luis, fueron a La Concepción, a Casa Osmunda; después continuaba la peregrinación  a Casa Esteban, en el principio del camino del Císter; y mas tarde a Casa Raúl, en La Estrella. El famoso Triángulo de las Bermudas, llamado así por los agujeros negros que producían en la memoria aquellos vinos, y por los barcos y aviones de guerra que desaparecían en medio de sus aguas. De vuelta a casa, bajando La Concepción, muchas veces se volvió a pelar la piel como un cochino, pero eso no le hizo desistir de montar en moto. Sus tres años de legionario paracaidista lo habían hecho inmune e invulnerable. Vendió a Cascarrilla. Con Elbita su mundo dejó de ser de cercanías, amplió horizontes que alcanzaron hasta San Antonio del Monte y dar la vuelta a la Isla. Un día, después de muchos avatares, Elbita no dio más de sí, y con tristeza la aparcó en donde se procede en estos casos. A Elbita le sucedió su tercera y última pareja de hecho, La Katana. Si con Cascarrilla  y Elbita recordó aventuras, con La Katana se encumbró, alcanzó epopeyas. Os voy a contar la más grande, la que se estudiará dentro de unos años como el Ramayana y la Mahabarata en la India, o El Quijote en España, sus viajes en solitario, como caballero andante en dos ruedas, a Las Martelas, el paraíso mahometano.

Salía, sin escudero, desde El Puertito,  y hacía el recorrido más largo para llegar a aquel gineceo: Breñas, Hoyo de Mazo, Fuencaliente, Las Manchas y finalmente en Los Llanos de Aridane, Las Martelas, el sitio del Maná, La Tierra Prometida. Alberto hacía aquella larga travesía del desierto parando de vez en cuando en las tabernas a tomar cervecitas, con una doble intención, descansar del sillín y poder dar buenas cuentas cuando tuviera que demostrar su virilidad en aquel paraíso de los paraísos. En la última de aquellas paradas, en La Laguna, cambiaba la ingesta de cerveza por la de varias copas de tierra, para así aguantar aún mas con su meretriz, en la que buscaba a su añorada y perdida La Chata, su Dulcinea de Alcalá de Henares, donde había hecho la mili

El último ritual de aquel largo y estrambótico viaje era el bajarse de la moto para aparcarla cerca de la casa de Las Nereidas, sacar unas bolsas plásticas de la mochila, y camuflar la matrícula de la moto para no dejar rastro de que él había pasado por allí.

En el momento de la elección de Magdalena, elegía a la menos guapa, por varias razones, porque era la que tenía más ganas, porque se dejaba tocar el pelo, y por ser solidario. Al abandonar el gineceo, se despedía como lo que es, como un caballero, repartiendo dádivas de respeto, y era acompañado en brazos por Las Meretrices hasta La Katana, donde le sacaba los plásticos  que encubrían a la matrícula del radar de los rendijas.

Pasados unos años, un día vio como dos guardias civiles de tráfico, en la rotonda antes de entrar al túnel, se cayeron de sus motos. Otro día, un coche, en la misma rotonda, en una maniobra imprudente, casi lo atropella. No lo pensó dos veces, se fue a la chatarra, donde nos llevarán a nosotros también, al crematorio o el cementerio, y se despidió de La Katana, entre tantos cadáveres y esqueletos de metal, con una frase muy de su acervo: La vida mía vale muchísimo más. Desde entonces, no ha vuelto a subirse en ninguna moto, solo cuando le digo que lo haga conmigo.      

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