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El Baladero del Salón Colorado (San Andrés y Sauces)

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En las cumbres de la isla de La Palma, a los pies de la corpulenta mole de Pico de La Cruz (San Andrés y Sauces), allí donde los pinares pierden toda posibilidad de sobrevivir, en el dominio del codesar, muy cerca de una de las depresiones más significativas de la Isla, el Barranco de Gallegos, descubrimos un original muro circular de piedras de grandes dimensiones ubicado en una explanada abierta y elevada, a una cota de 2.100 m, conocida como Salón Colorado (por el tipo y color de la tierra), siendo el único caso de sus características; esto es, en todo el perímetro que contornea La Caldera de Taburiente, allí donde la montaña se une al cielo y adquiere, según Mircea Eliade (1985), una imagen simbólica del cosmos. (En la imagen de la izquierda, desde el recinto sagrado el sol durante el solsticio de invierno asoma por la mole de Guajara -isla de Tenerife-. Foto: MIGUEL MARTÍN).

En la primavera de 1999, realizando una exploración en la zona nos topamos con este recinto. Descartamos algunas opciones como un tagoror, un corral, una era... Y es que la sustancial presencia de restos materiales awara (amontonamientos de piedras, cabañas, cazoletas, cerámica y líticos) nos obligó a reconocer un lugar ritual, un espacio cultual, tremendamente llamativo. Pasó el tiempo hasta que decidimos publicarlo en el libro “Abora” (p 154, 2006). (Imagen de la izquierda, parte del muro bastante deteriorado).

La estancia es prácticamente redonda y mide unos 18 m de diámetro de Este a Oeste y 17 m de Norte a Sur. Fue construida con grandes piedras redondeadas hasta dar forma a una pared de piedra seca que, en la zona Sur, alcanza un grosor de 2 m. Su sistema constructivo combina una y dos hileras de grandes piedras, con el centro relleno de rocas más pequeñas, aunque todavía voluminosas. Se aprecia una gran concentración de líticos de basalto gris y fragmentos cerámicos tanto dentro como fuera del recinto.

Muy cerca del baladero, apenas unos 7 m hacia el N/NE, se localizan restos de fondos de unas pocas cabañas. Algunas sólo intuyen su presencia y tan sólo dos conservan un perímetro de roca. Otro fondo de cabaña la podemos descubrir a unos 75 m hacia el Sur, refugiada de los vientos del Norte.

Por otro lado, no nos sorprende la presencia de dos igurar (amontonamientos de piedras), claro ejemplo de la sacralidad del lugar, publicados en “Abora” (p 142, 2006). El primer majano se encuentra dentro del perímetro amurallado, a unos 3 m del extremo Norte del muro. Se trata de un pequeño apilamiento de piedras circular, construido aprovechando una roca madre sobre la que se apilaron otras piedras (unas 10), para dar forma a un contorno de unos 5 m. El fondo se recubrió de tierra y cascajos, que están a la vista puesto que parte de sus rocas fueron removidas y dispersas por los alrededores. Tiene un diámetro de 1,40 m y una altura que alcanza los 0,70 m. Su estado de conservación es lamentable. Bajo una de las rocas del borde encontramos un fragmento de cerámica prehispánica sin decoración. (Imagen de la izquierda, el agua discurre por las cazoletas que construyeron los antiguos).

El segundo amontonamiento de piedras se encuentra a unos 25 m, en dirección Sur, alineándose con el Pico de La Cruz. Se levantó sobre un soporte rocoso fijo a la que se superponen otras piedras medianas y pequeñas, formando un perímetro de 6 m, para lo que se utilizaron unas 8 rocas grandes. Alcanza un desarrollo de 1,5 m de diámetro y 1 m de altura. Se encuentra derrumbado por la cara Norte y contiene unas 25 piedras grandes y medianas y más de 30 pequeñas, usadas como relleno. Desde este lugar, el 21 de diciembre (solsticio de invierno), el Sol despunta por detrás de la silueta de Tenerife, concretamente por la Montaña de Guajara, una marca muy precisa.

Así mismo, es asombrosa la presencia, en todo el entorno más cercano (en la zona comprendida entre Dormitorios Bajos y Pico de La Cruz), de la mayor concentración de cazoletas de isla de La Palma, aisladas o formando pequeños grupos. Hecho que nos delata el desarrollo de rituales ligados a la fertilidad con destacada presencia de los animales. Vivir de la ganadería en una tierra donde el régimen de lluvias es irregular desencadenaba, al menos durante los períodos de sequía, una mirada diferente al cielo, hacia el lugar de donde procede la fertilizadora agua que riega la tierra y hace crecer los pastos que alimentan las manadas. La falta de lluvias desataba el drama de la subsistencia. En los momentos críticos, los pastores indígenas conducían sus rebaños, en procesión, hasta lugares llanos en altura, lo más cerca del cielo, para establecer un diálogo con los Seres Superiores evocando una cosmogonía.

El método comúnmente utilizado -descrito en la literatura colonial- era separar las crías de ovejas y/o cabras de sus madres, encerrándolas en un recinto cercado con un muro de rocas y ramaje, lo bastante alto como para que no puedan salir, ni las madres entrar. De este modo, se privaban de tomar alimentos durante varios días; así los balidos desesperados del ganado se confundían con los lamentos y gritos de un pueblo que reclamaban la atención divina en petición de la fértil lluvia. Era un intento desesperado por despertar la compasión de los dioses. Es probable que estos rituales, al menos en La Palma, se celebraran en los momentos cercanos al solsticio de invierno, la presencia de dos amontonamientos de piedras vinculados a este tiempo permite certificarlo.

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