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Cierto gesto con el índice en la sien

Antonio Arroyo Silva

Les puedo asegurar que en más de una ocasión he estado a punto de buscarme el odio y la maledicencia de más de uno de ustedes, lectores. Si no lo he logrado ya. Y si alguien es poeta, aún con más razón. Pero, tranquilos, no les voy a hablar de fútbol ni de nada que pueda inquietarles—o sí. Recuerden que esta columna se llama Enyesque. Y de echar un enyesque se trata aunque esta vez el pisco ron esté aguado y a los pejines no se lo coman ni las moscas. Les pido una sonrisa, amigos, y un pisco de reflexión. Salud. 

No me creo más ilustrado que nadie, ni poseo el don de los predicadores de la palabra. Tampoco—hay que añadir— me pienso más puro ni más sabio, ni adolezco de falsa humildad. Poseo todos los ingredientes positivos y negativos de esta humanidad que vaga por las sombras. Amo en la misma medida en que odio. Siento rabia porque amo, siento amor porque rabio. Ser honesto es antes que nada reconocerse y reconocer: nunca uno es del todo bueno, nunca del todo malo. Lo importante es ser conscientes de esa balanza que nos equilibra ante todas las circunstancias. La inteligencia, creo, consiste en huir de todos aquellos obstáculos que pudieran impedirla, a pesar de que esos frenos nos proporcionen la comodidad ante la vida y los mecanismos para acallar nuestra conciencia. Y esta inteligencia o como quieran llamarla se reconoce por el respeto por los demás. La inteligencia social no es hacerse un hueco especial para ser más que nadie, para ser el elegido de los dioses. Al contrario, es buscar la manera de que todas las opiniones quepan en ese hueco e intentar crear un mundo pleno de comunicación e intercambios. Sin enajenaciones, sin trampas, sin cartón, sin ases en la manga. 

No he conocido a peores personas que a las que se proclamaban bondadosas y humildes ante el foro. En mi fuero interno, a este tipo de gente las llamo Uriah Heep en honor o deshonor del pobre David Copperfield, personaje principal de la novela homónima de Charles Dickens. Mucho bombo publicitario y pocas nueces. A todos nos conmueve el ruido del sentimentalismo de entrega a los demás. Desde luego tiene lo que se llama mercado y mercadotecnia. Algunos hasta lloramos, al principio, de pena; luego nos entra la risa tonta. Y, por último, sentimos eso que se llama vergüenza ajena. Y detrás de tanta cantinela, a la mayoría, le venden la moto antediluviana que no anda ni empujándola. 

Qué sencillo es, queridos lectores, evadirnos de las premisas que pudieran hacernos pensar para resolver nuestras propias circunstancias y para hacernos una idea exacta—no inducida—de las circunstancias de los demás. ¿No caen ustedes en la cuenta de que esa evasión está calculada, que nos llenan la boca de caramelos y decimos si guana muchas veces sin darnos cuenta? Nos llenan el pensamiento con tantos afindecuentas que nos sentimos culpables de ser individuales. De decir pues a mí no me gustó la representación y sentir al instante multitud de miradas clavándose como cuchillos en la espalda. Y sentir miedo, pavor por la vendetta. Así que nos ponen la lagrimita en los ojos y nosotros lloramos y berreamos como corderos. Nos echan la cicuta en la sangre y reventamos todo lo que tenemos alrededor. Sí, todo, todo por hacer las paces con las serpientes. Y luego vienen las justificaciones: lo maté porque era mío, tuyo, nuestro, suyo. Me cargué al mal bicho, lo odié, lo vilipendié, lo desaparecí de la faz de la Tierra…Y todo, todo por la Paz. Joder. 

Hace ya más de ocho años que dejé de ver la televisión. La caja tonta. Lo digo como si hubiera dejado el vicio del tabaco. La diferencia entre ambos vicios es que el primero es nocivo para el espíritu, entiéndase por espíritu esa conciencia de la diferencia. El segundo mata el cuerpo, pero ¿para qué el cuerpo físico si ya nos movemos con el soma de la televisión, entre otros llamados medios de comunicación de masas?  Y encima te llenan el coco con libritos de autoayuda para que termines siendo un zombie más en una sociedad de zombies. 

Así, lo que la multitud llama fuenteovejuna realmente es consecuencia de la envidia y el ombliguismo. Fuenteovejuna dice la estampida cuando pasan y dejan atrás el cadáver tendido y nadie es el culpable. Nadie puede destacar ante los demás en ningún aspecto, podría provocar la estampida de los bueyes y los elefantes. Como decía un buen amigo: si asomas la cabeza te la cortan. La mayoría de las veces parece un insulto pensar de forma diferente de los que marcan el ritmo de la respiración multitudinaria. “En mi pueblo sin pretensión,/ tengo mala reputación./ Haga lo que haga les da igual,/ todo, todo lo miran mal”, dice el poeta Georges Brassens y canta Paco Ibáñez. A alguien hace siglos se le ocurrió pensar que el mundo era una esfera y no un círculo plano. Contra herejía, hoguera. Y nuestra hoguera contemporánea es la envidia.

Pero ojo, porque esta última palabra está vacía de significado. Si un político asentado en el poder malversa los fondos públicos en beneficio propio y de sus allegados es ascendido al más alto cargo administrativo en vez de ir a la cárcel y si algún pobre diablo como el que escribe lo denuncia, entonces se dirá que es un envidioso—aparte de aplicarle la Ley Mordaza, claro—. En cambio, si uno dice que escribe bien o cada vez mejor, entonces le dirán que es un soberbio. Un chinchoso, según relata Alonso Quesada en sus Crónicas de la ciudad y de la noche. Y, aunque se pueda demostrar la bondad de esa escritura, seguirán diciéndolo con mayor ímpetu hasta la asfixia por silencio. Como me contó Manuel Díaz Martínez que ocurría en cierta redacción habanera de cierto periodo: Jamís, jamás*. Esto tiene ser un pobre diablo, al contrario que ser un político de alcurnia o un poeta lameculos de los órganos del poder de la cultura. Aquí no podemos decir la palabra envidia, es propiedad de gentes apesebradas a los poderes fácticos sin importarles el despilfarro del erario público. Aquí los envidiosos somos los demás, los honestos, los que decimos que tal libro no vale un chavo aunque fuera escrito por el mismísimo Señor X o Señora Y,  que tal crítica  es peor que un grano en el culo. Los que nada más pensar en presentarnos a un concurso literario nos entran arcadas porque sabemos que tales concursos están más que amañados. Los que vemos la situación política  y cultural y dan ganas de llorar. Y lloramos en público y el público hace cierto gesto con el índice en la sien.

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(*) Referencia al poeta cubano Fayad Jamís.

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