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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Dominique, Peter y Luna Flor traídos por La Estrella Llopart

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos míos:

Ella, Dominique, es india canadiense, descendiente de aquellos últimos indios americanos que prefirieron abrirse al Canadá que dejarse encerrar en los campos de concentración en los que los americanos, los buenos de las películas, condenaron a los pocos indios que dejaron con vida. El Hombre Blanco lo ha hecho muy mal. Él, Peter, es alemán, descendiente de rusos rojos, disidentes de Stalin, que tuvieron que huir de otro de tantos asesinos de la historia; sus abuelos se establecieron en Bremen, Alemania, en donde llaman a los de allí ‘cabezas de pescado’. El Hombre rojo también lo ha hecho muy mal.

Se conocieron en la selva amazónica peruana a donde ambos habían ido a parar siguiendo los latidos del corazón de cada uno, pero sin esperar encontrarse allí con lo que les faltaba a los dos; a Dominique, le faltaba Peter, y a Peter, le faltaba Dominique. Le faltaba también a Dominique lo que el hombre blanco le había robado a su pueblo, sus tradiciones, su vivir de acuerdo con la naturaleza, su vivir con el corazón. Le faltaba también a Peter, lo que Stalin, el hombre rojo, les robó a los rojos de la utopía: desposeyó a los ucranianos -de donde pudieron huir sus abuelos-, del sueño libertario de las comunas, como lo hizo con los españoles después.

En la comuna en la que coincidieron, en el Río Madre de Dios de la selva amazónica peruana, -en donde el cineasta alemán Wernerg Herzog rodaba en aquella misma época sus grandísimas películas ‘Aguirre la cólera de Dios' y ‘Fitzcarraldo’-, se miraron el uno al otro, se vieron, mientras sentían que el resto de las piezas que les faltaban a sus vidas iban emergiendo de la nada, del vacío; de la misma manera que iban descubriendo el mundo de las maderas de la selva con las que iban a trabajar , a esculpir juntos, durante el resto de sus vidas. A medida que iban ampliando   conocimiento, se iba haciendo cada vez más grande el amor entre los dos. Cuando sonó la última noche en la selva, se plantaron delante de un mapamundi al que le preguntaron dónde iban a fecundar a su hija Luna Flor; el mapamundi no se lo pensó mucho, casi instantáneamente les respondió que en La Palma.

En La Palma, en Garafía, se establecieron en El Calvario (Santo Domingo), en una casa antigua, de teja francesa, debajo de un molino de viento. Fueron de las primeras hornadas de hippies que se establecieron en la Isla. Conocieron a otros dos hippies y libertarios a su manera, de isla a dentro, que se llaman Luis Cobiella y Concha Capote, que les echaron una mano en todo lo que pudieron. Les prestaron los bajos de la Casa de La Dehesa cuando el alumbramiento de Luna Flor estaba próximo, y hablaron con un buen amigo de ellos para que Dominique y Peter pudiesen parir como pobres en el Hospital de Dolores. Concha y yo estuvimos en la habitación más próxima al paritorio, desde donde escuchábamos el júbilo con que Dominique y Peter traían al mundo a Luna Flor en aquella soleada mañana de verano.

Dominique y Peter son de las personas que he conocido que menos ruido hacen. Después de estar unos meses en casa de Luis y Concha, regresaron a Garafía a por sus cosas para partir a Denia, Alicante. Se habían plantado, otra vez, delante del mapamundi, y le habían comentado la situación, que en la Isla no podían vivir de su arte. El mapamundi les respondió lo que ya sabéis, que Denia.

Antes de partir, me cedieron los derechos de su casa. Un alquiler de mil pesetas, de las de entonces, me lo podía permitir. La casa fue un refugio que tuve durante   los fines de semana; y también el de muchos amigos, que sabían en donde estaba escondida la llave. Un día se la presté a unas personas que me dijeron que la necesitaban de carácter urgente –se trataba de dos parejas-, porque a una de ellas las habían echado de su trabajo unos oligarcas de la Isla, y lo que era más grave aún, que la mujer de él estaba embarazada. ¡Me lo pintaron bonito! Les presto la casa, porque no sabía por cuánto tiempo me iba a ausentar de la Isla; me reclamaban con veintiocho años, agotadas todas mis prórrogas militares, a filas. La única condición que les pongo a estas personas es que sigan pagando ellas las mil pesetas del alquiler. Perdí la casa.

Dominique, Peter y Luna Flor embarcaron para Denia. Los acompañé hasta el puerto. En la escalerilla del barco me hicieron la promesa de que desde este pueblito del Mediterráneo me iban a enviar una escultura. La escultura no llegó nunca. No supe nada más de ellos hasta el pasado día de Nochebuena. Un momento antes de sentarnos a cenar sentimos la Estrella Llopart en la portada de Las Cosas Buenas de Miguel; me acerco, y me encuentro con la misma postal de Dominique, Peter y Luna Flor, con la que me despedí de ellos en el puerto hace treinta y cinco años. No habían pasado los años por ellos. Cenamos juntos, y nos preguntaron si se podían quedar a dormir. Les dijimos que se vinieran a casa. Fue imposible convencerles, nos dijeron que iban a estar hasta el domingo, que las demás noches sí, que lo harían en casa, pero que esta del veinticuatro no, que preferían dormir en Las Cosas Buenas de Miguel.

El día de Navidad lo pasamos enteramente con ellos. Ellos, ese día, ya no eran la fotografía de hace treinta y cinco años; eran las personas de treinta y cinco años después, que ya no vivían en Denia, que se plantaron otra vez ante el mapamundi y que regresaron a la comuna del Río Madre de Dios – ya no podían seguir conviviendo con el comercio del arte, eso desgasta mucho-, donde dan talleres de escultura y arte en plena naturaleza; y Luna Flor hace de médico y sigue estudiando medicinas naturales, alternativas y chamanismo. Me comentaron que habían llevado encima la pesada carga de lo que me prometieron junto a la escala del barco, cuando embarcaban para la península; pues según ellos, según la selva, que los había vuelto a adoptar, lo que se promete es para cumplirlo. Me habían traído una escultura con tres maderas del Amazonas: tatajuba, masaranduba y pau darco. No paraban de hablar, muy bajito, como lo hacían siempre. Nos hablaron de Facundo Cabral, al que habían conocido en un recital que fue a dar a Cuzco. Facundo les comentó que un general quería conocer a su madre, Sara; cuando la conoció, tuvo una larga conversación con ella; al despedirse, el general le pregunta a Sara qué podría hacer por ella; Sara le contesta que con tal de que no quiera joderla ya era suficiente. Nos dijeron que había que cuidarse más del que dice que quiere hacer algo por los demás, que del que no lo hace.

El sábado quisieron dar la vuelta a la Isla, ver la casa de El Calvario, la de La Dehesa, que había sido también su casa, a Luis y a Concha, y algunos recuerdos más. Les dejamos el jeep, y quedamos a cenar por la noche temprano en Las Cosas Buenas de Miguel. Ellos se iban antes del amanecer, en la misma estrella que los trajo, en La Estrella Llopart.

Dios os guarde, Dominique, Peter y Luna Flor. Gracias amadísimo Señor, gracias Alma de La Selva, gracias Estrella Llopart, por la visita de estos amigos.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior.

Las Cosas Buenas de Miguel.

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