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El salto de La Cabra

Miguel Jiménez Amaro

Fui a despedirme del cuerpo de un amigo fallecido al mortuorio. ¡No hay negocio más rentable, ninguno cierra, a ninguno le afecta la crisis, más bien al contrario! ¡Por mucho que los deseos del buen funerario sean de que no se muera mucha gente, para no enriquecerse él, sino que lo haga alguno, para que su negocio camine, este año va rompiendo marcas (¡Los funerarios van a ser dentro de poco más multimillonarios que Amancio Ortega, el de Inditex!), lo está diciendo todo el mundo! ¡Dentro de poco no nos van a dejar poder nacer si no tenemos el entierro pagado! ¡Hasta mi amigo Villallorens, que siempre que dobla la esquina de la funeraria y ve la marea del duelo dice que este es el año que más veces ha repetido su consabida frase: “¡Se está muriendo gente que no se había muerto nunca!”

Villallorens cree, como yo, en la reencarnación, y me ha explicado muchas veces todos sus argumentos, hasta como buen físico cuántico que es, los que tienen forma científica, pero cree también, es obvio, que en esta vida solo podemos morir una vez, de ahí su frase anterior. Del tema de los redivivos, los que regresaron de la muerte, como Jesús de Nazaret, y del de los que trascienden sus cuerpos dejándolos imperecederos, hablamos otro día.

¡Si tener una vida es posible, porque no puede serlo tener muchas! Desde el día que la energía, como un mago, empezó a fabricar materia, todo es posible.

El Dalai Lama nos dice que una vida humana es tan difícil de obtener dentro del universo que nos alberga, como el que una tortuga desde el fondo de un océano llegue a la superficie del mar y entre por el interior de un flotador, salvavidas o neumático, como lo llamábamos en mi niñez; por ello es por lo que El Dalai Lama nos dice que la debemos de apreciar y valorar tanto, por eso es por lo que, según él, hay que hacer lo preciso con ella para que en la próxima vida seamos mejores personas, o realizarnos, como los grandes maestros, si nos fuera posible.

Hace unos años surgió un movimiento que le da mucha importancia al hecho de nacer, a cuando nuestra madre nos alumbra; ellos creen que haciéndonos conscientes del momento de nuestro nacimiento, podemos aliviar o disolver muchos de los traumas de nuestra vida posterior, que se originan justo en ese preciso momento, o incluso en el de nuestro big-bang personal, allá cuando fuimos concebidos por nuestros progenitores: ese gran sonido que surgió del abrazo del espermatozoide paterno con el óvulo materno, y que nos trajo a ser quienes somos hoy. ¡Hay quien ha visto en esas regresiones hasta a sus padres haciendo el amor la vez que lo concibieron!

Hace otros pocos años, conocí dentro de la pantalla del televisor a André Malby, una especie de mago, en aquel célebre programa de la madrugada en el que Fernando Arrabal, nuestro dramaturgo poeta y anarquista español, se quiso desnudar bajo los efectos de una gran borrachera, al mismo tiempo que bombardeaba con sus palabras al sistema; aquel programa me sirvió para contactar con André, que vivía en Girona, e ir haciéndome con su obra. André le daba igual importancia, en nuestras vidas, tanto al hecho de nacer como al de nuestras muertes anteriores; en su consulta, revivió con sus pacientes muertes traumáticas que habían tenido en otras vidas, que eran las causantes de todo el malestar y desorden que había en la vida actual de aquellas personas. ¡Comenta hasta la historia de dos sobrinas suyas, gemelas, que habían sido amantes, marido y mujer, en otra vida, y que mueren asesinadas al mismo tiempo; una de ellas, nació con una cicatriz en el mismo sitio por donde la habían matado con una espada! Se fue al lugar de los hechos que comentaban estas dos hermanas gemelas, y se comprobó, en las crónicas de la ciudad, que todo lo que decían era cierto. Estas dos sobrinas de André, sin haber hecho ninguna regresión en su vida, tenían en su conciencia cercana la memoria de esas otras lejanas vidas suyas; al igual que la de haber querido que en esta vida, que aún están llevando (no se han muerto, como André), el querer ser hermanas gemelas. La mujer de André, ahora no recuerdo su nombre, francesa y guapísima, entró a una sinagoga, y en el patio de ella se vino al suelo, perdió la conciencia mientras no paraba de llorar; al recobrarla, le comenta a André, que allí, en otro tiempo, ella había sido asesinada. ¡Le dice hasta la manera cómo lo habían hecho! Consultan con el responsable de la sinagoga, y les confirma que en ese mismo patio fueron asesinados miles de judíos en una de tantas épocas de persecución a la raza, y que aquella era la manera de ser ejecutados.

Cuando estaba en la funeraria, con mi sombrero puesto, ante el cuerpo sin vida de mi amigo difunto, intentando darle ánimos a su espíritu para el bardo, oigo desde el otro lado del féretro en el que yo me hallaba, las siguientes palabras: “Ya le han llamado la atención varias veces, incluso en la Iglesia, pero él sigue sin quitárselo”. La verdad es que cuando estoy en la Iglesia, o ante un difunto, en lo menos que ando pensando es en mi sombrero, pienso en lo misteriosa que es la creación, en nosotros sus criaturas tan pequeñísimas, en lo efímeras que son nuestras vidas materiales, en nuestra impermanencia: continua transformación, en cómo nuestras almas van viajando de un cuerpo a otro, en cómo se malgastan experiencias de crecimiento y mejora personal por batallas egoístas. En lo menos que pienso, la verdad, es en mi sombrero, o en si lo llevo puesto o no.

El día anterior de estar escribiendo lo que estoy haciendo hoy, me cruzo con un amigo por El Puente, que me pregunta que si podemos hablar de un tema. “Por supuesto, Óscar”, le comenté. “Miguel”, me dice, “te he visto entrar al Teatro Circo de Marte con sombrero, eso es algo que molesta, es una norma cultural en todo el mundo, fíjate en que hasta los campesinos cuando entran en una casa, se quitan la boina, o lo que lleven puesto; no te lo digo porque a mí me moleste, y no creo que tú lo hagas para molestar, y, me hagas caso o no me lo hagas, te digo que molesta, es algo cultural”. “Oscar”, le dije, “y también lo he hecho en la Iglesia y en la funeraria, no lo hago para ofender a nadie, todo el que me conoce tiene eso claro, como tú. Pero no me había puesto en el caso de que pudiese ofender de veras a alguien; al verte la cara, parece ser que es así, así que pido disculpas a todos ellos, ante ti. Dame la mano, Oscar, y gracias”. ¡La próxima vez que me lo encuentre, me lo encuentro muy poco, le daré un abrazo por El Lado del Corazón!

La marea de los duelos bien sube desde la funeraria a la parroquia de El Salvador por la Avenida Marítima, o a la de San Francisco por Pérez Galdós. Aquella tarde del funeral de mi amigo, lo hizo por delante de Las Cosas Buenas de Miguel. Las puertas de la sala de catas las tenía abiertas, había muchísimo calor, tomábamos vino y escuchábamos música a los decibelios permitidos.

Tengo dos fotos de Miguel La Cabra en la tienda; una, sujeta con una alcayata a la pared, la tengo debajo de la foto de Ludwig ll de Baviera, el Rey Loco, (¡A cual más rey de los dos, Miguel y Ludwig, uno debajo o encima del otro!); la otra, también enmarcada, encima de una repisa que está a una altura de dos metros y pico, pero sin alcayata que la até a la pared. Vi perfectamente, desde donde estaba sentado, cómo al final del paso de los condolidos acompañantes del finado, la foto de Miguel se acercó al precipicio de la repisa e hizo dos saltos mortales hasta su llegada al suelo, que dejó esparcido de cristales. El sonido de ellos, me dejó la voz de Miguel en mis oídos: “Tranquilo, mi hermano, para esto y para todo lo que te haga falta, está el hermano Miguel La Cabra”.

Esa noche me quedé a dormir en Las Cosas Buenas, a veces lo hago. Los cristales fueron recogidos del suelo, sumaban los años que tenía Miguel cuando desencarnó. Antes de acostarme apuré el vino que quedaba en una botella. Siento, al momento, a Miguel al lado de mí. ¡Estoy acostumbrado a sentirlo! “Ya sé que ya no bebes Miguel, por eso no te sirvo”. “¿Fue necesario hacer dos saltos mortales?”, le pregunté. “La plaga que te pidieron no fue chica”, me respondió. “Pero no te preocupes, mi hermano, yo estoy aquí para que no te ocurra nada de nada”. Le dije, “Miguel, yo ya sé que eres uno de mis ángeles, pero hablando de otra cosas, ¿recuerdas cuando te quedaste a dormir en el cuarto de estar de la casa de Candita, la hermana de Rogelio, en La Laguna, y te tragaste todo lo que había en el mueble bar, hasta los corchos de las botellas?”.   “Sí, mi hermano, aquellos eran otros tiempos, pusieron un zorro a cuidar a las gallinas, pero yo estoy aquí, ahora, para otra cosa, para cuidarte hermano”.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior

Las Cosas Buenas de Miguel

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