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A Dulce María Loynaz le gustaban los bordados de La Palma

Elsa López

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...bordar se borda en todo el mundo, aunque en ningún lugar tal vez como en la isla de La Palma [...] ¡Qué finura de aguja en los relieves, qué igualdad de puntada en el contorno, qué realce en las hojas o en las flores, que parecen salirse de su trama! ... a menos que se observen con una lupa, nadie diría que están bordados, sino pintados; no es posible diferenciar un hilo de otro hilo, ni el hilo es hilo, sino antena de mariposas, hebra de telaraña. Cito textualmente a Dulce María Loynaz (La Habana, 1902). Dulce María fue Premio Cervantes 1992 y esto lo escribe en su obra 'Un Verano en Tenerife'. Son palabras especiales sacadas de la pluma de una mente especial y las recalco para que se sepa lo que pienso sobre el tema porque desde siempre me han fascinado las filigranas que salen de las manos de todas esas mujeres que se dejaron la vista y las horas en unos bordados que han sido parte de nuestra cultura y que aún lo son. En manteles, sábanas, bolsas de uso diverso, caminos de mesa, faldones y cortinas, incluso juegos de cuna, baberos y faldellines de recién nacidos, ellas bordaron y aún bordan verdaderas piezas de museo que han recorrido medio mundo.

Hace muchos años se veían en La Palma grupos enteros de mujeres alrededor de una pieza de tela de hilo crudo, repartidas con sus almohadillas sobre el regazo, cada una a un lado de la pieza, bordando pájaros, ramos y cenefas. Eran encargos de Cuba, de Venezuela, de Brasil o de cualquier país donde esos bordados eran cotizados como regalos de gran valor en ajuares de boda o para hacer presentes a los grandes mandatarios de cualquier continente. Todavía hoy nos encontramos con alguna sentada a la puerta de su casa esperando que pase un turista que valore las toallas y pañuelos bordados tan primorosamente que más parecen cuadros que obras de hilo y aguja. Las recuerdo sentadas al borde de un cantero mientras vigilaban sus cabritas y aún les quedaba tiempo para colocarse la almohadilla en las rodillas y hacer verdaderos prodigios en un pequeño pedazo de tela.

Esas mujeres han sido parte de mi vida y de mi memoria cultural. En los cajones de muchas de las casas que he tenido que vivir esos bordados han estado presentes. Mi madre los guardaba en África en un gran aparador que presidía los muebles del salón comedor. Allí permanecían doblados entre papeles de seda blanca traídos de Inglaterra. Y de allí se sacaban en días especiales para adornar las cenas de Navidad o los domingos de banquete. En mi memoria vuelan los pavos reales entre ramos y hojas de rechie color marrón. Esos mismos manteles llegaron a Madrid y allí fueron testigos de bodas, comuniones y algún aniversario que mi madre se inventaba para sacarlos a la luz. Luego vendrían protestas de las planchadoras y alguna bronca a los invitados por las manchas de vino o mieles que quedaban desparramadas entre calados y realces. Al morir mi madre, los manteles se volvieron conmigo a Canarias pero antes pasearon por diferentes cómodas y baúles. En los largos destierros de mi alma, esas mantelerías y esas sábanas que alguna vez llegué a utilizar, me han acompañado como una prueba más de lo que soy o de lo que quiero ser. Una parte de la isla me ha envuelto por las noches y me ha acompañado en comidas, fiestas de guardar y despedidas. Luego han vuelto al cajón cubiertas por los mismos papeles de seda que usaban mi madre y mi abuela.

Pero ahora sé que nada podrá librarme de esa hermosa telaraña.

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