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Eugenio y el volador

Juan Capote

En La Palma, como en otros sitios, es habitual acompañar a las fiestas con lanzamientos de cohetes, lo que ha traído alguna vez consecuencias poco deseables. Pero no solo en las celebraciones marcadas por el calendario se lanzan voladores. Se festejan también reuniones y eventos deportivos, iluminando el cielo y llenándolo de estampidos. Un primo mío solía hacerlo cada vez que perdía el equipo de su suegro, quien vivía en la otra ladera del barranco. El abuelo de sus hijos respondía con la misma profusión cuando el resultado era el contrario.

En una de estas celebraciones, un sonado triunfo del Real Madrid, la mayoría de los asistentes al encuentro, televisado en el Club Náutico, salieron del cuarto donde acababan de ver la retrasmisión. Mientras Isidoro bailaba futbolísticamente, vestido con el uniforme del equipo y enarbolando una señera bufanda, Miguel Perdigón, consagrado pirotécnico, se dispuso a tirar los voladores. Cuando iba a por el tercero se le acercó el Doctor Henríquez deseoso de debutar en la actividad. Lo observé mientras este asimilaba las concienzudas instrucciones, con más concentración que en su primera clase de ginecología. Después de varios asentimientos, que tranquilizaron a su maestro, se dispuso a seguir a rajatabla las instrucciones. Efectivamente, tomó el artefacto con la mano izquierda y acercó un cigarrillo a la mecha. Esperó a que se iniciara la propulsión del cohete, levantó la mano en el momento oportuno y lo liberó.... Todo perfecto, excepto un pequeño detalle: estaba justo debajo del drago superviviente a los aires salados, que se ubica a la entrada del Club. El volador, como no podía ser de otra manera, se incrustó en las ramas peleándose inútilmente por liberarse mientras nosotros corríamos a guarecernos cual en bombardeo de la Segunda Guerra Mundial.  Obviamente un pequeño cohete poco daño puede hacerle a un drago de más de treinta años, pero el causante de aquel estropicio menor estuvo preocupado hasta el día siguiente, en el que lo vio a plena luz. Ni que decir tiene que esa preocupación estuvo fomentada por numerosos comentarios acerca de la sensibilidad del árbol a los efectos del fuego y a la consideración que las autoridades, con posibilidades de sancionar, tenían hacía esa emblemática figura del canarismo.

Si el ganador de aquel partido, o campeonato, hubiera sido el Atlético de Madrid, probablemente el Dr. hubiera tenido otro maestro más avezado que Perdigón (y mira que es difícil): Eugenio Carballo. Los que alguna vez le llevamos flores a su tumba podemos observar, imbatible ante los elementos, una bandera de su equipo del alma, con permiso del Tenisca. La otra gran afición de Eugenio era sus amigos que siempre nos sentimos queridos y arropados por él (su familia y la Virgen de las Nieves estaban en una dimensión aparte). Cuando murió mi padre, nuestro hombre estuvo allí para aconsejar a la desconcertada familia sobre los entresijos de un proceso que él manejaba a la perfección. Y eso se agradece siempre, siempre. Efusivo y apasionado, Eugenio era el prototipo de palmero hasta la médula, implicado en actividades cívicas y religiosas. En las primeras demostró que es compatible la seriedad, atributo que desarrolló con eficacia en su etapa de jefe de la Cruz Roja, con el divertimento. Ha sido el mejor portador de Biscuit que conozco, y el que más provocaba pavor. Bailó los enanos y fue Hermano Mayor de la Cofradía del Santo Entierro, en el único año en que yo participé. Todavía recuerdo que nos metió en la iglesia media hora antes de que comenzaran los oficios. Debidamente ubicados, en dos filas mirando al altar, recibimos la instrucción a golpe de báculo, de arrodillarnos. Hasta aquí bien, pero no contábamos con lo que vendría a continuación: la reconocida voz de Eugenio nos ordenó ponernos brazos en cruz y rezar con él un rosario que, al menos para mí, iba dejando de ser santo a medida que se prolongaba el tiempo en esa incómoda posición. Su fervor religioso lo llevó a Roma, junto con varios devotos más, a transportar un Cristo Yacente para la iglesia de El Salvador. No sé si el recepcionista del hotel italiano, en el que se alojaron, se habrá repuesto del susto que sufrió cuando Eugenio y Fernando Leopoldo entraron en el hall portando lo que parecía, y era, un cadáver.

Otro evento en la que jovialidad de Eugenio destacaba, era la celebración anual de Las Sirenas. Para quien no lo sepa, este grupo se creó alrededor de la figura de Quico Concepción, El Maestro. Todos ellos, un sábado de verano, después de que él pintara una marina, complementada de un cierto número de colectivas libaciones, se tiraron al agua en Fuencaliente, donde abundaban algas pardas que pronto pasaron a las cabezas de los bañistas entre cánticos y risas. Eugenio desempeñaba variados papeles en el colectivo, entre ellos el de DJ, con la peculiaridad de que siempre la música era la misma: la famosa canción legionaria Soy el novio de la muerte.

Cada año nos embarcábamos en una falúa, La Discordia, atracada junto al antiguo muelle de pescadores y, después de la rica comida en el Club, con los vasos consiguientes, salíamos hacia una playa de la que regresábamos el día posterior y no en las mejores condiciones físicas.

El momento de la salida del barco era de una gran euforia como corresponde a todos los inicios de una buena fiesta. Y eso significaba... voladores. Antes de partir tirábamos media docena de ellos con el regocijo de los bañistas que estaban enfrente del puertito, entre los que se encontraban dos atractivas muchachas que hasta ese momento cogían el sol. Eugenio lanzó los primeros cinco con éxito, en variadas direcciones. El sexto lo quiso tirar hacía La Portada, con la seguridad de que no llegaría arriba. Y efectivamente se cumplió el pronóstico: el barrio quedó preservado mientras el cohete se dirigía inexorablemente hacía las dos señoritas de la playa. Mientras esto ocurría, nuestra sorpresa se convirtió en consternación y en terror a medida que vimos cómo el volador se dirigía directamente hacía las muchachas, con la precisión de un proyectil lanzado por el mejor tirador de Rommel...

Por fortuna el cohete explotó a tres metros de ellas y, en lugar de acudir todos en masa al hospital, zarpamos, no sin remordimiento, curados del efecto alcohólico adquirido con anterioridad. El lunes siguiente ambas chicas tenían un ramo de flores en su centro de trabajo, con las disculpas correspondientes. Como siempre Eugenio no había perdido el tiempo.

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