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La Cucaracha (I): sentimientos encontrados

Felipe Jorge Pais Pais

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Este artículo, contra lo que pudiera parecer, no va a versar sobre este insecto tan denostado, ni siquiera sobre la popular canción del mismo nombre. En realidad, pretendemos hacer referencia a uno de los yacimientos más interesante y, al mismo tiempo, enigmático de la etapa prehispánica palmera: la necrópolis de La Cucaracha, emplazada en la cara meridional de la Montaña de Las Tabaibas (Villa de Mazo).

La primera vez que oímos hablar de esta cueva funeraria fue en el 5º Curso de Geografía e Historia, en una asignatura optativa que se llamaba ‘Prehistoria de África y Canarias’, cuyo profesor era el Doctor Juan Francisco Navarro Mederos. Dentro de su materia se incluía una visita a Gran Canaria y otra a La Palma para conocer algunos de sus yacimientos arqueológicos más emblemáticos. En el programa de Benahoare, en junio de 1985, no podía faltar una visita al taller de cerámica ‘El Molino’, donde Ramón y Vina llevaban mucho tiempo elaborando reproducciones exactas de las vasijas de barro benahoaritas. Ese mismo día, además, tuvimos el privilegio de conocer a Miriam Cabrera, de quien ya se nos habían dado referencias en la Universidad de La Laguna porque, entre otras cosas, había excavado, hacía algo más de 20 años, en el yacimiento funerario de La Cucaracha. La información que nos proporcionó, los recortes de periódico que nos mostró y, sobre todo, los materiales arqueológicos que pudimos observar y tocar no hicieron otra cosa que despertar nuestra curiosidad por visitar la necrópolis.

Por otro lado, al año siguiente se comenzó a montar la Sala de Arqueología del Museo Insular situado en el exconvento de San Francisco (Santa Cruz de La Palma). Este trabajo, dirigido por el Doctor Ernesto Martín Rodríguez, dio una gran relevancia a los restos arqueológicos extraídos de la necrópolis de La Cucaracha siendo este yacimiento, con diferencia, el mejor representado de toda la isla. Llamaban la atención sus preciosas vasijas de la Fase II, entre las que sobresalía lo que parecía un tofio, muy similar a los que podemos encontrarnos en Lanzarote y Fuerteventura, así como una buena muestra de utensilios de piedra. Estas piezas fueron cedidas por Miriam Cabrera Medina y contrastaban poderosamente respecto a los fondos de la Sociedad La Cosmológica, puesto que la mayoría de los vestigios de esta institución aparecían reseñados como de procedencia desconocida. En una de esas visitas observamos, por primera vez, un gran bloque de lava con trozos de huesos humanos incrustados que estaba envuelto en un papel y al que, hemos de reconocerlo, no lo prestamos mayor importancia ni fue objeto de nuestro interés. No se estimó conveniente que esta pieza arqueológica formase parte de la exposición permanente, permaneciendo en el más absoluto olvido durante otros 25 años.

La necrópolis de La Cucaracha había sido ‘excavada’ en septiembre de 1963 por Miriam Cabrera Medina, Ramón Rodríguez Martín, etc., aunque apenas si se habían publicado unas pocas líneas por parte del arqueólogo Mauro Hernández Pérez. Durante la primera visita al yacimiento nos guió Domingo Acosta Felipe en 1987 y aún hoy, casi treinta años después, la sigo recordando como si hubiese ocurrido hace un par de días. Las características de la cavidad, la impresionante panorámica que se domina y, sobre todo, el hecho de que aún existiesen cientos de fragmentos óseos humanos en el suelo, te hacen tomar conciencia de que te encuentras en un lugar sagrado y único que muy bien podría ser definido como la “mansión de los muertos” (ya veremos por qué le damos este calificativo tan rimbombante). Hemos regresado al yacimiento infinidad de ocasiones y cada vez que volvemos a hollar ese espacio nos embarga una profunda emoción y la sensación de estar mancillando la memoria y el recuerdo de un buen puñado de aborígenes que escogieron este incomparable paraje para su morada eterna.

Seguramente, los benahoaritas jamás se imaginaron que sus huesos serían exhibidos, cual si de trofeos se tratase, en unos lugares por los que pasarían miles de personas que, como mucho, les dedicarían una mirada desdeñosa u horrorizada. Otros huesos han tenido un destino aún más cruel, puesto que ‘adornan’ salones de viviendas o/y lóbregas despensas para, finalmente, acabar en un cubo de la basura o ser trasladados a tierras muy alejadas de las que fue su patria. Hemos de reconocer que nuestra conciencia, siempre que hemos excavado en yacimientos funerarios, nos plantea una serie de reparos y dudas sobre si estamos haciendo lo correcto al trasladar los huesos a los museos. Al fin y al cabo, a nadie le gusta que se toquen, y mucho menos exhiban, los restos de nuestros antepasados. Y es que, la mayoría de las veces, nos olvidamos que fueron personas como nosotros y no ‘salvajes’ a los que se puede hacer todo tipo de vejaciones. Los expolios han sido tan sistemáticos que prácticamente es imposible encontrar una cueva funeraria que esté intacta. No es infrecuente que en las visitas a La Cucaracha aparezcan huellas evidentes de saqueos en los que se ha removido el suelo a la búsqueda de no sabemos muy bien qué tipo de ‘trofeos’.

Este contacto inicial con la necrópolis de La Cucaracha fue, a la par, interesante y decepcionante. Por un lado, se trataba del primer yacimiento sepulcral que visitábamos y que, al mismo tiempo, era el más importante por la riqueza y variedad del ajuar funerario allí descubierto y, sobre todo, porque planteaba una serie de interrogantes de difícil explicación, entre los que destacaba la práctica de la cremación. Por otro lado, y en el aspecto negativo, no atinábamos a entender, si el yacimiento ya había sido excavado, cómo era posible que el suelo estuviese, literalmente, cubierto de cientos de fragmentos óseos humanos desperdigados por todos lados. Esta impresión fue brutal por cuanto en el Departamento de Prehistoria nos habían enseñado que se debía recoger e inventariar hasta la más mínima muestra. Por otro lado, hacía apenas un par de años que habíamos participado en la tercera campaña de excavaciones en la Cueva del Tendal (1985) donde sus directores, Juan Francisco Navarro Mederos y Ernesto Martín Rodríguez, insistían continuamente en la recogida sistemática de todo tipo de materiales, desde los más grandes y llamativos a los más minúsculos como trocitos de carbón o espinas de pescado. Sin embargo, en La Cucaracha lo primero que llama la atención son los innumerables restos arqueológicos que tapizan el suelo, pudiéndose apreciar, a simple vista, fragmentos y huesos enteros de pequeño tamaño (fundamentalmente falanges de las extremidades superiores e inferiores), la gran mayoría de ellos calcinados, piezas dentarias, pedacitos de lava con huesos incrustados y fragmentos de cerámica. Todos estos restos arqueológicos son los que pretendemos recoger y estudiar en esta nueva campaña de excavaciones para complementar y ahondar en la información que proporcionaron los vestigios excavados en 1963.

Todo lo que rodea a la necrópolis de La Cucaracha es un auténtico misterio. Tal es así que, en la actualidad, tenemos muchas más dudas e interrogantes que certezas. Estos problemas están motivados, fundamentalmente, porque quienes excavaron el yacimiento no eran arqueólogos profesionales y, aunque utilizaron toda su sapiencia e interés, se obviaron muchas cuestiones que dificultan una interpretación correcta de los hallazgos. Así, por ejemplo, no existe un diario de excavaciones, si bien Miriam Cabrera Medina elaboró un croquis con el emplazamiento de los cuerpos, así como del ajuar funerario que los acompañaba. Da la impresión de que solamente se recogieron las piezas más espectaculares y enteras (huesos, vasijas y piezas líticas). Todos los restos arqueológicos rescatados durante la excavación, así como la documentación escrita, recortes de periódicos y algunas fotografías han sido donados al Museo Arqueológico Benahoarita por Miriam Cabrera Medina.

La inmensa mayoría de los investigadores que han trabajado sobre la etapa prehispánica palmera daban por sentado que los benahoaritas no practicaron la cremación, entre otras cosas porque sólo se había documentado arqueológicamente en la necrópolis de La Cucaracha. Se pensaba que los miles de fragmentos óseos humanos, quemados en diferente grado de intensidad, que tapizaban el piso de este yacimiento obedecían a una erupción volcánica próxima o a incendios forestales que habían afectado a los restos humanos allí depositados. Ambas hipótesis eran absolutamente inviables a poco que nos hubiésemos detenido a reflexionar un momento: 1) En la Montaña de Las Tabaibas, apenas hay nada que quemar: sólo tabaibas, cardones y algunas vinagreras, por lo que el fuego nunca ha podido penetrar en el interior de la necrópolis. 2) La teoría de una erupción volcánica cercana tampoco se sostiene porque si ésta hubiese acaecido, y al tratarse de un escarpe completamente abierto a la intemperie sin visera de protección, toda la superficie del yacimiento, o al menos un nivel, estaría sepultado bajo una capa de lava o escoria volcánica.

La necrópolis de La Cucaracha hubiera quedado en el más completo de los olvidos si no llega a ser por un hecho totalmente fortuito que ha incrementado notablemente su interés. Además, los científicos que comenzaron a cambiar esa visión ni siquiera proceden del mundo de la arqueología. Fueron los geólogos Juan Carlos Carracedo y Simon Day quienes hicieron saltar en pedazos todas las hipótesis planteadas hasta el momento. Pero esta segunda parte, aún más apasionante y llena de interrogantes, la dejaremos para la próxima entrega porque, como dice mi buena amiga Loly, y algunos más, un artículo de opinión no tiene ni debe ser una Tesis Doctoral. Por tanto, como dicen los periodistas, y no pretendo, ni mucho menos, incluirme dentro de este colectivo profesional, seguiremos informando.

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