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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Los que hablan solos

Elsa López

Ellos son los más solitarios de todos los hombres. Se hablan a sí mismos de una manera que a veces resulta patética y a veces conmovedora. Van por las calles hablando en voz alta. Pienso que será para oírse mejor. No lo sé. En las calles de mi ciudad hay dos o tres. Siempre ha sido una ciudad de hombres solitarios que levantan su voz para no quedarse aislados definitivamente. Mujeres no recuerdo que las haya o al menos no las vi hablar solas excepto llegada cierta edad y cuando ya lo han dado todo por perdido. Nunca las he visto en las ciudades ni deambulando de esquina en esquina como hacen ellos. Como si en las mujeres esos dislates no tuvieran cabida. Quizá porque el rumbo de las mujeres cuando pierden la cabeza igual que cuando no la pierden queda encerrado entre cuatro paredes porque avergüenzan más las locuras de la madre o de la abuela que las que llevan a cabo los hombres de la casa.

Mi isla siempre fue una isla de hombres solitarios que levantaban su voz para no parecer abandonados. Hace años hubo uno que hablaba con las paredes y caminaba dando bandazos como si paseara por la cubierta de un barco imaginario; luego se sentaba en las escaleras de una céntrica plaza de la ciudad y jugaba partidas de ajedrez también imaginarias. De hecho había sido un magnífico jugador. Lo llamaban ‘La pantera rosa’ quizá por esa manera de caminar entre sigilosa y de largas zancadas entre partida y partida. Había otro que se sentaba en La Alameda y mantenía largas conversaciones con Heráclito o Platón discutiendo con ellos temas varios. Dialéctica pura y dura. Ahora hay uno que habla con aspavientos y se para delante de los escaparates y se enfada con quien hay detrás de los cristales que no es otro que él mismo al que ya no reconoce. Hace gestos de no estar de acuerdo con él, le levanta la voz y le recrimina cosas que no alcanzo a entender. Porque a veces lo sigo para saber de qué va su tristeza y su desorden y me digo a mí misma que no es raro ese encararse con él mismo; que todos lo hacemos de alguna manera; que el otro que anida dentro de nosotros se sobresalta y se opone a lo que decimos o hacemos en ocasiones. Y, entonces, sucede. Movemos la cabeza para decir que no o hacemos determinados gestos con las manos como para detenernos o levantamos un brazo para retirarnos un pensamiento que nos atormenta.

Así es la soledad. Vivir en una casa rodeada de fantasmas. Vivir aislada en tu propio desierto. No poder explicar el dolor que padeces porque ya no hay otros que puedan escucharte y entenderlo. Y un día, de repente, delante de un espejo lavándote los dientes, miras esos ojos que ya no son los tuyos porque ya no te reconoces en ellos, y le dices a la que te observa desde el fondo del cristal: ¿Qué pasa¿ ¿Qué miras? O te ves sentada delante de un televisor comentando en voz alta las palabras de un tertuliano o, lo que es peor, respondiendo a las preguntas del entrevistador; o, lo peor aún, sales a la calle y mientras bajas los escalones que te conducen a la mayor de las soledades, te descubres hablando en voz alta con quien acabas de escuchar en un programa de televisión y te oyes decirle: de acuerdo don Emilio, estoy de acuerdo con usted. No cabe duda de que la ética es el refugio de la gente decente; que la política ya no es lo que era, y que la perversión de las palabras nos conducen a la perversión de las costumbres. Los demás te miran y comentan: “Ahí va…. Hablando sola, ¡la pobre!”.

 

 

 

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