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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Nissim y Rogelio

Juan Capote

“¿No te das cuenta de que quizás esta sea la última vez que lo veamos?” Tacho me hizo esa pregunta cuando yo miraba a Nissim, quien estaba sentado solo, al otro lado del segundo control de seguridad. En ese momento yo permanecía ensimismado, pensando en otras cosas, pero la cuestión de Tacho me hizo recapacitar. Habíamos llegado al aeropuerto de Antalya, para regresar a Europa, en unas fechas en las que Turquía estaba recién despertándose de un golpe de estado y dos atentados, uno de ellos cometido en otro aeropuerto internacional. Me preocupaba la seguridad de mi amigo hebreo sin darme cuenta de que pasaba por un agresivo proceso canceroso, a pesar del cual había asistido a nuestro congreso internacional, donde llevábamos viéndonos desde hacía dieciséis años. En un estado preocupante para sus amigos, había atendido a todas las sesiones que podía permitirse, cambiando a menudo entre las tres salas en las que se trabajaba simultáneamente.

Me resultó simpático desde que lo conocí, pero fue después de un congreso similar, celebrado en el 2008 en México, cuando se inició nuestra amistad. Hacía tiempo que él era una figura científica destacada, entre otras cosas director asociado del Small Ruminant Research (SRR), precisamente en un área de conocimiento relacionada con nuestras investigaciones. Cada artículo que enviábamos a la revista venía corregido exhaustivamente, de tal forma que no solo podíamos, con más o menos esfuerzo, publicarlo, sino que también nuestros conocimientos se enriquecían después de la revisión.

Nuestra relación se fue enriqueciendo ya que, entre otras cosas, teníamos un sentido de humor parecido y carecíamos de pudor para hacer determinadas cosas. En Tromso, ciudad Noruega ubicada dentro del Círculo Polar Ártico, asistimos a un congreso donde la cuota de inscripción cubría todas las comidas excepto una cena. Cuando salimos, bajo un sol que se prolongaría toda la noche, para ver los precios en las cartas de los restaurantes, decidimos buscar una alternativa. Por eso, después de pasar por un supermercado y sortear a un beodo que manejaba el carrito de forma temeraria, un eminente científico y el presidente de la International Goat Association, acabaron en una plaza comiendo pan y embutidos, como dos indigentes que no desentonaban con aquella especie de cadáver tendido cerca, en el suelo, víctima de una tremenda borrachera. Esos mismos dos que al año siguiente serían recibidos en China con alfombra roja, arco conmemorativo y banda de música.

En el año 2012, después de una reunión científica en Las Palmas, lo tuve como huésped en mi casa durante dos divertidas jornadas en las que me contó sus orígenes sefardíes. Allí se dejó unos pantalones que, por simple despiste, tardé en devolvérselos hasta el último congreso. Me miró y me dijo: “¿Tú crees que me servirán alguna vez?”. Había perdido muchos kilos, pero no el sentido del humor. Al día siguiente, el último de la reunión le comenté Nissin: “¿Te has dado cuenta que nuestra nueva presidenta es judía, que el director de nuestra revista científica es judío, que tú eres judío y que yo, según tengo entendido tengo ascendencia judía...?”. “Para, para”, me contestó, “van a decir que tenemos montado un lobby judío”.

Según me comentó Serge Landau, director del SRR, en un email donde me anunciaba su muerte, y que tardé en leer entero varios días, él estuvo trabajando hasta el final, con ese tesón que le permitió al mismo tiempo abarcar un amplio aspecto de conocimientos y formar una gran familia. Al final, Tacho tenía razón.

Conocí a Rogelio casi al principio de mi carrera profesional. Desde el primer momento estuve convencido de que era mejor tenerlo como amigo que como enemigo. Mostraba un aspecto tan feroz como el de sus presas canarios y, como en ellos, la ferocidad era menor de la que podías esperar. Pronto descubrimos mutuamente que los animales eran una afición que nos identificaba y, a lo largo de mucho tiempo, manteníamos extensas tertulias sobre ese tema, a menudo acompañadas de vasos de vino.

En una época se aficionó a las cabras y solía tener varias en su casa. Tuvo la suerte de comprarnos algunas chivas excelentes, descendientes del mejor semental majorero que ha pasado por nuestra granja, Corralejo, enviando desde el Cabildo de Fuerteventura por mi colega Casto Berriel. Algunas de ellas llegaron a superar los 5 litros de leche, con lo que mi posición en su rango de aprecios se incrementó hasta un listón que solo fue superado hace poco, cuando le traje de regalo un magnífico zurrón elaborado por mi gran amigo Juan José Marichal, quien como Rogelio había sido un correoso luchador. Con él en la mano, una bota de vino, e higos y almendras, organizamos la romería más pequeña de la historia de Canarias, no solo por el exiguo trayecto sino también por el escaso número de participantes. Santy Silva, Rogelio y yo recorrimos con un palo de follao en la mano y un gorro de paja en la cabeza, los escasos doscientos metros que separan el bar Artillería, la antigua, del lugar situado frente a la puerta principal de la iglesia de la Concepción, un concurrido sábado al mediodía. Allí nos paramos y, tras montar el chiringuito, Rogelio decidía a quién invitaba y a quién no invitábamos, por tener pinta de rebenques.

Me sentía apreciado por aquel curtido gallero que, en momentos de exaltación de la amistad, insistía en partirle la crisma a aquel que me hiciera daño. Nunca lo puse en duda, sobre todo después de que una vez me estampó un beso en la mejilla en medio de un arrebato de afecto. Tampoco pongo en duda que aquel ósculo no tenía otra intención que demostrar su amistad, sobre todo porque conozco, en buena parte, su viril historial

El colmo de su aprecio lo demostró cuando Eduardo Fernández de la Puente y yo le gastamos una broma que se me había ocurrido a mí. Estando los dos en La Palma decidimos llamarlo y Eduardo me presentó como un gallero cubano. Mientras imitaba el acento de esa isla, le alabé sus perros y cabras, para terminar poniendo sus gallos a la altura del betún. “Póngame con D. Eduardo” le dijo al supuesto cubano, en un tono que no permitía la disidencia. No me atrevo a reproducir aquí la retahíla de insultos que recibió a continuación mi compañero de broma. Es más, le quitó el habla por una buena temporada mientras que conmigo seguía comportándose como si no hubiera pasado nada. Como aquello se prolongaba, decidí acabar la broma y le confesé mi culpabilidad. Rogelio me oyó distraído, siguió tratándome con el mismo afecto y manteniendo a Eduardo en la distancia.

Cuando asistí a su entierro me quedé asombrado por la cantidad de amigos que fueron allí para despedirlo, la mayoría de ellos varones y de una edad más o menos cercana a la suya. Estaba Ricardo Melchor y, como no, Eduardo. Este me contó que los últimos tiempos había sido duros y que hubo casi que sacarlo a la fuerza de su casa para llevarlo al hospital. Se aferraba a su territorio como lo habría hecho uno de sus perros o uno de sus gallos.

Podría decirse que Nissim y Rogelio tenían muy poco en común. Solo que murieron el mismo mes del mismo año y que gozaron del profundo afecto de un mismo amigo.

Juan Capote

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