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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Penélope

Juan Capote

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Tito se bajó del furgón y le dio una patada a la puerta. Al mismo vehículo en el que había cargado todas sus pertenencias para trasladarse a Canarias y cambiar su vida segura, como profesor de un colegio francés, por la incertidumbre de ciertas cuadras ubicadas en el filo brumoso de unas cumbres. Él acababa de arrollar a una pequeña cabra que yo le había conseguido por un módico precio. Murió al instante. Yo no estaba delante y no recuerdo qué pasó después, si el profesor de equitación se ciscó en sus muertos, si se emborrachó o, más probablemente, hizo las dos cosas.

Una cabrita de corta edad es siempre adorable, muy fácil a la hora de tomarle cariño y por eso, cuando empecé a trabajar con ellas, convencí a mis padres para cambiar el menú de la cena de navidad. A partir de ese momento dejaríamos de tomar cabrito para sustituirlo por una especie de puchero cuya enjundia era carne de gallina. Con el tiempo un empresario, quien entre sus negocios tenía una granja de caprino, quiso corresponder la labor de asesoramiento que yo había realizado, tanto en mi horario de trabajo como en mi tiempo libre, y me hizo algunas propuestas, alguna de ella deshonesta. Se lo agradecí, al mismo tiempo que le especificaba mi falta de hábito y de gusto por ciertas expediciones, y aproveché para pedirle que me regalara una baifa, a ser posible hija de los machos que le habíamos cedido. Así fue y al poco tiempo me llegó de Gran Canaria una bonita cría recién destetada de Raza Majorera. Tito tuvo repuesto y, a partir de entonces, se andaría con mucho cuidado cada vez que se iba a colocar en el asiento del conductor.

En aquella época habíamos cambiado a unas nuevas cuadras, situadas en las montañas de Tacoronte, pero seguía mandando entre nosotros una niña especialmente cautivadora: era inquieta, bonita, cariñosa y juguetona. Esa princesa de los establos nos manipulaba y no dudaba de enfadarse con nosotros cuando decidía que habíamos hecho algo incorrecto. Por eso la nueva cabrita adoptó su nombre: Penélope.

El animal creció felizmente, fuera de todo peligro y rodeado de mimos, hasta que le llegó la edad en la cual solían cubrirse por primera vez sus congéneres. Tras pensárselo un tiempo, Tito llevó la joven cabra a nuestro centro y allí la cubrimos con un macho de su misma raza. De vuelta a las cuadras observamos como la gestación iba avanzando, sin ningún síntoma al principio, como no fuera una ligera tumefacción en la vulva. Sin embargo, en el último mes el animal empezó a echar ubre y con gran complacencia comprobamos que esa glándula estaba magníficamente conformada. Sin duda iba a ser una buena lechera.

A los cinco meses, como corresponde, parió sin ninguna dificultad dos bonitas hembras, de un color muy parecido al de su madre. Dos nuevos juguetes para los niños y adolescente habituales en las cuadras, incluida la que le dio nombre. Las cabritas crecieron con vigor alimentadas por la buena producción lechera de la madre y, cuando llegó el momento de su destete, Tito quien se estaba viendo como propietario de una granja de cabras en lugar de una cuadra de caballos, decidió regalárselas a Manolo, un marchante de caballos del norte de la isla, de quien sabía que las iba a cuidar adecuadamente en una zona de buenos pastos. Y entonces llegó la debacle para la constitución física del profesor de equitación. El hombre se vio de repente con una producción de tres litros de leche diarios. Por aquel entonces vivía solo con su perro y ambos no daban abasto. Recuerdo abrir la nevera de su cocina y encontrarme con una jarra del producto líquido y dos amplios recipientes, uno con natillas y otro lleno de arroz con leche. Incluso el profesor hizo sus pinitos en la elaboración de quesos. El resultado fue un chicloso artículo del cual yo estaba seguro que, tirándolo a la pared, rebotaría.

Durante las siguientes semanas Tito iba engordando a ojos vista mientras su rostro estaba adquiriendo un aspecto cada vez más rubicundo por lo que, en un alarde de sensatez, volvió a llamar Manolo el marchante. No volvimos a ver a Penélope, aunque nos tranquilizábamos periódicamente al recibir noticias de su vida apacible en el lejano norte de la isla.

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