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Sitio pequeño, infierno grande

Miguel Jiménez Amaro

A esta altura de mi vida siento que lo que me queda por vivir es mucho menos, en la medida del tiempo de los relojes, que lo que llevo vivido: aunque, no se por qué, tengo la convicción de que los años por vivir vayan a ser los más intensos de toda mi vida, culminando con el momento en que abandone mi cuerpo. A esta altura de mi vida, en agosto haré sesenta y dos años, tengo casi tantos amigos en el mundo invisible como en este, y voy a hablar de lo que me contaba un amigo del que ya no alcanzo a ver con los ojos de mi cara.

Cuando empiezas a tratar con los amigos del mundo invisible es como cuando tomas una carretera o un camino nuevo. Nada de lo conocido hasta ese momento tiene que ver con lo que te empieza a ocurrir en este nuevo sendero del que no cuentas con ningún mapa que te ayude a transitarlo. Solo cuentas contigo, con lo que llevas dentro. Y poco a poco, ese camino se van convirtiendo en tu casa, a la que un día regresarás y la encontrarás llena de todos tus seres queridos que fueron regresando antes que tú.

Uno de los amigos que llegó hace unos pocos años a esa casa, desde ella me sonríe , hace que me acuerde de muchos estares que compartimos. Y muy a menudo me hace recordar el significado de la frase que encabeza este articulo: Sitio pequeño, infierno grande.

Le escuché a este amigo contar varias veces, desde mis veinte años en los que lo conocí y empecé a amar, hasta los cincuenta y ocho en los que me despedí de él con un beso en su frente fría, mas bien congelada, el último beso que recibió su cuerpo poco antes de que se lo tragasen las llamas en el crematorio de Las Manchas. Le escuché la siguiente historia.

Decía mi amigo del alma que tenía un familiar que llevaba una vida cómoda, como la de muy pocas personas en esta ciudad pequeña, que se la propiciaba su situación económica, una casa comercial, en aquellos entonces, fuerte económicamente. Este familiar suyo necesitaba a diario tanto como su desayuno inglés, sus zapatos y trajes del mismo sitio, su gomina, su orgullo, también de los servicios de un humilde recadero, un buen hombre que se ganaba la vida y la de su familia, haciendo mandados o llevando recados.

El primer hombre que entraba todos los días en la oficina del Señor, en una céntrica casa de esta ciudad era El Recadero, con sus alpargatitas de un blanco inmaculado. El Recadero se despertaba temprano, de madrugada, para enterarse de todo lo que había ocurrido en cada casa e ir a contárselo al Señor. El Señor, una vez escuchadas todas las historias que le contaba El Recadero, le entregaba una peseta por cada historia buena, y dos pesetas y media, medio duro, por cada historia mala.

No he escuchado ninguna historia sobre el mal, sobre la sed de mal, como esta que le oía contar a mi amigo del alma, donde con poquísimas palabras, el mal quede tan bien retratado. Yo, a diario, veo retratado el mal en infinidad de gestos e historias cotidianas. No sé, a estas alturas de lo que estoy escribiendo, si hablaré hoy, o no, de alguna de estas fotos del mal, o si lo dejaré para otro día; pero sí tengo la certeza de que voy a seguiros hablando de la historia del Buen Recadero y El Malevo Señor.

Pasaban los años y se repetía aquella rutina. Todas las mañanas, El Recadero entraba en la oficina del Señor, justo con la novena campana de las nueve de la mañana. Con los años, por las nuevas formas del comercio, el imperio económico del Señor tambaleó, se vino abajo, y El Recadero, que vivía con las pesetas que le daba El Señor, y que guardaba los medios duros en una cuenta corriente de un banco, se vio con una dineral que no sabía ni le preocupaba en qué emplear.

El director del banco donde guardaba el dinero un día lo paró por la calle y le dijo que viniese a hablar a su oficina con él. El Recadero lo dudó al principio, pero después de hablar con su mujer accedió, a aquella petición. Nunca había entrado en aquella oficina. Solo conocía del banco las escalerillas por las que había que subir y la ventanilla donde ingresaba el dinero.

El director del banco lo pone en conocimiento de que la casa comercial de El Señor estaba en quiebra, y le informa de que él, con sus ahorros, la podría comprar, y que el banco le daría el asesoramiento necesario, en un principio, sobre cómo tendría que hacer las cosas y los cambios que era urgente hacer.

El primer día que El Recadero entró en su oficina, a las nueve de la mañana en punto, al sonido de la primera campana, con traje y zapatos ingleses, El Señor, al sonido de la última campana, se presentó en la oficina de El Recadero, para hacerle la siguiente propuesta. El Señor se encargaría de llevarle a El Recadero, todas las mañanas, a esa misma hora, todos los cuentos de la ciudad, por el mismo dinero que El Recadero, anteriormente lo hacía.

El Recadero se levantó de su sillón, aún no había aprendido a caminar bien con sus zapatos ingleses, se acercó a una de las ventanas que daban para la calle, miró para los limpiabotas que estaban bajo el reloj de la plaza, y a la gente que como autómatas saltaban de un hacer a otro, cuando el sonido de un bando de palomas le secuestró la mirada. Pensó, y regresó a su sillón, desde donde le dijo al Señor, que sí, que lo aceptaba por la relación que había existido entre ellos dos anteriormente, aunque él no tenía interés en saber de aquellas historias; pero que aceptaba con una modificación, las noticias buenas sería pagadas con dos pesetas y media, medio duro, y las mala malas con una peseta. El Señor le dio vueltas en la cabeza a aquella propuesta, mientras El Recadero lo miraba con cierta ternura, y le respondió que se lo tenía que pensar y que al día siguiente le daría la respuesta.

Al día siguiente, El Señor no apareció en la oficina, lo hizo por él otro recadero, que vino a decir que al Señor, de madrugada, lo habían encontrado ahorcado en el sótano de su casa y que había dejado una carta escrita para El Recadero.

El Recadero abrió la carta y empezó a saber, a medida que leía, lo que le impulsó al Señor a tomar aquella su última decisión. El Señor entendía el hecho que el dinero cambiase de personas, pues eso lo había estado viendo durante toda su vida. Él, estar ahora en la más completa ruina, y El Recadero, empezar a vivir en la opulencia. Pero lo que no entendía El Señor, preso de malicia, era que una noticia mala se pagase mucho más barata que una noticia buena, y que con eso no podría vivir lo que le quedaba de vida.

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