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Mi amigo Alberto, ‘Giorgio’, las gafas de sol Ray-Ban y las botas camperas

Miguel Jiménez Amaro

Queridos amigos míos:

El vuelo nocturno a Madrid era la manera más barata de viajar desde La Palma, tenías que pasar por Tenerife, como todos, pero salía a las diez, y llegabas de madrugada. Te podías ir a Tenerife a primera hora, bajar a Santa Cruz, ir a Maya a comprar algunos cacharros (gafas de sol Ray-Ban, calculadoras, aparatos de música) para revender, y luego en el estanco de Antonio cartones de cigarros, pantalones Lee, y supositorios vaginales Reldan, estos, para no incrementar la tasa de natalidad. En uno de aquellos vuelos venía el amigote Alberto con el que no solo me une las gafas de mar blancas, me une también las gafas de sol Ray-Ban y las botas camperas, y tantísimas cosas más que irán subiendo a estos renglones de los martes. Subimos a Barajas a recibirlo. En aquellos años había Aduana, y podías ver a través del cristal de la puerta a las personas que desembarcaban. Alberto venía con una bolsa de deportes muy pequeñita, en donde le cabía todo lo que iba a necesitar (tiene Alberto esa habilidad; cuando hacíamos senderismo, su mochila, que era la más pequeña, era en la que más cosas cabían). Alberto, gran maestro de la comunicación, verbal y no verbal - es un gran mimo-, estaba preso en una conversación con un guardia civil, que parecía que no iba a tener término; parecía, detrás del cristal, una escena de cine mudo. Pedimos permiso para entrar en la sala de pasajeros. El benemérito nos preguntó que si éramos amigos de él, se lo confirmamos; nos dijo que Alberto le respondió que lo que llevaba entre su equipaje era gofio y un cherne para hacerle un escaldón a su amigote Chuchú; y que él, el tricornio, sin saber lo que era un escaldón y quién era Chuchú, no lo dejaba pasar. El buen hombre escuchó nuestra explicación, (¡quién mejor para contárselo que el propio Chuchú!), y nos dejó salir con Giorgio.

Cuando bajábamos a la gran capital, en el taxi le quiso vender su lleno de virtudes reloj Citizen al taxista. No lo consiguió y se llevó una seria amonestación por parte del taxista, porque le ponía el reloj delante de los ojos y le impedía ver la carretera. Intentó vender varias veces más su preciado reloj, pero no lo consiguió. Lo de él, no es el arte de la venta, como tampoco lo fue de Francisco de Asís, cuando su familia quería que se dedicase al negocio de las telas; trajo el reloj de regreso. Dimos una vuelta caminando por el Madrid nocturno antes de irnos a acostar. Al día siguiente, cuando salimos con él al mediodía, ya había conquistado los corazones del barrio. “Qué amigo más simpático tenéis, canarios”, nos decían. Alberto se había levantado un buen rato antes que nosotros, fue a lavar la loza que había en la cocina y a fregar la casa, pero no había agua, la habían cortado; no se encogió ante la adversidad, se remangó los pantalones, cogió dos baldes y la fue a buscar a un chorrito que hay en una de las esquina de Altamirano con Tutor. Así, en aquel trayecto, se ganó sus primeras amistades madrileñas. ¡Nada más chotis! Hicimos el recorrido de las cañitas. Cleo, Riaño, Atómico, Esmeralda, Zulia (estos dos últimos en Rodríguez San Pedro, en frente de ‘La Casa de las Flores’, en donde vivió Pablo Neruda), Manolo, Quinto Toro, Finisterre, Ness, y las últimas, como las primeras, en La Bodega Central. ¡Alguna parroquia se me olvidará! En todos los sitios en los que entrábamos, se quedaban mirando para él. En un sitio era arquitecto, en otro ingeniero, en otro médico, coronel, legionario, anarquista, abogado laboralista, y así iban desfilando con él sus profesiones e inquietudes. Fuimos a comer a casa. Como no conciliaba el sueño en la siesta, me preguntó, acostumbrado a ir a La Alaska, en La Palma, a esas horas, qué en dónde quedaba La Alaska de Madrid. Por la noche fuimos al Limbo, cerca de Alonso Martínez. Cuando lo cerraron, al Drugstore de Fuencarral, donde compramos unas botellas que fuimos a beberlas un poco más abajo, en un chaflán en frente de una iglesia. Allí, le escuchó decir a alguien que venía con nosotros, que Alberto podría estar borracho. Nada más acabarlo de escuchar, se tiró al suelo a hacer el pino, ashana en la que se mantuvo unos minutos; cuando acabó la postura, le dijo, sin ánimo pendenciero, al que no supo frenar su lengua: “¡Hazlo tú, a ver quién está más borracho de los dos!”. Si los había sorprendido a todos, nada más entrar al Limbo, en aquel chaflán de Fuencarral, los remató, en aquel estado nuestro de embriaguez, haciendo de pies su cabeza.

Hicimos el escaldón el primer sábado que pasó aquella vez, hubo otras más, en Madrid. Se divinizó, entre nuestros amigos, como gran cocinero jefe. ¡Su cocina es sagrada¡ Ninguno de ellos se esperaba que en el mundo hubiera una persona como él. Cuando se iban dando cuenta, que no es fácil, de que todo en él es auténtico, lo empezaban a querer sin interrupción, le rendían culto. En la comida estuvo el benemérito de la Aduana, que era de Lepe, a saber lo que era un escaldón -fue lo acordado con él-, que no paró de contar chistes. Alberto lo tumbó ‘pal piso’ cuando contó su chiste más famoso, el del Papa subido al avión tomando whiskies; cogió venilla, y soltó todo el repertorio de sus chistes: el bombero portero de fútbol, el loro cornudo, el lorito en la moto, el lorito sobre los cables de la luz, y todos los demás.

Fuimos un día a la Facultad, en donde yo me hallaba matriculado, con la moto que me había regalado mi amigo Ángel. Estuvimos en una asamblea y luego subimos al bar. Allí lo tomaron por un PNN (profesor no numerario). Despertaba la curiosidad de todos los que lo veían. Estoy seguro de que pudo haber dado cualquier clase, o cualquier mitin, y haber dejado cautiva a la audiencia con su locuacidad, o con su mímica, como lo hace entre nosotros cuando coge carrerilla y se monta al escenario de nuestros corazones.

Una noche decidió ir solo al Limbo, se puso las botas camperas mías y las gafas Ray-Ban. Cerca del Limbo había una discoteca que se llamaba El Junco. Bailaba sin parar en El Junco. Un pesado no paraba de molestarlo diciéndole que le diese las Ray-Ban. Alberto le decía que no, que las gafas eran de su amigote Chuchú. El pesado intentó quitárselas, no se dejó, intentó pegarle, tampoco se dejó; le dio como respuesta un izquierdazo en un ojo, y cuando iba cayendo de cuerpo entero sobre la pista de baile, le dio con todas sus ganas una patada con las camperas. Subió las escaleras del Junco corriendo, corrió todo Alonso Martínez, todo Alberto Aguilera, cuando iba por la esquina con Galileo, un Simca Barreiros se empotra contra un semáforo, se acerca al conductor que estaba sangrando y con el volante de corbata, le limpia la sangre y le dice: “Eso no es nada, mi niño”; sigue corriendo hasta el final de Alberto Aguilera, se encuentra con uno de los hermanos Tena, que estaba de guardia civil en Madrid; tuerce a Princesa, se encuentra con Mikell Norell, uno de los hermanos ‘garrafones’ (los de Los Sauces, no los de Mazo) que era actor de cine; se mete en Altamirano, y luego en Tutor. Entra despavorido en el piso, se saca las botas, me da las gafas: “¡Le dije al pesado ese que las gafas eran de mi amigote Chuchú!”

Se duchó con agua fría, se puso el albornoz de su amigote, y al venir por el pasillo al cuarto de estar, se encontró con su propia imagen en el espejo sobre la pared, y le dijo: “Giorgio, ¿tú no serás un marcianito?”. Se sentó en el sofá y me contó toda la historia al completo.

En el piso de Tutor vivía con Juan Isidro y conmigo un palomo buchón, salía a volar solo, y siempre entraba con un bando de palomas. Cuando Alberto me acababa de contar su aventura maratoniana, que me recordaba en algo a la de Grillito en África -cuando le corrió atrás una tribu entera de hombres caníbales para comérselo-, arreciaba otro bando de palomas al palomar. Una paloma, Matilde, lloraba. Alberto le pregunta que por qué lo hacía, le contestó que porque la había dejado su novio. Alberto le dijo que por eso no se debía de llorar, ella le respondió que sí, porque su novio la llamaba Mi Reina. “Mira, mi niña, pibes que te llamen Mi Reina los hay así, así -movía a gran velocidad los dedos de sus manos- a patadas; le das una patada por la calle a un farol, y caen un montón al suelo”. Matilde, ante sus sabias palabras, convencida hasta el punto de tener fe en lo que acababa de escuchar, lo sintió como su gurú, como aquel que había llegado de La Palma para sacarla de la oscuridad, para traerle la luz. Se abrazó a él como a una tabla de salvación y no lo soltó.

Alberto, con los años, ha seguido creciendo, en sabiduría y en bondad. Sigue, como hacía el de Asís, besando el pan que no puede terminar de comer, recogiendo la comida que sobra para llevársela a los gatos, -aunque a veces lo muerdan- o a las gaviotas; rezando, pidiendo y encendiendo velas en las Iglesias por todos nosotros; y brindando por los que están y por los que no están, por los llamados ‘vivos’ y los llamados ‘muertos’. Hace poco me dijo que había ido a San Antonio del Monte con Juan Francisco Capote y un grupo de amigos. Uno de ellos, inducido por la madre, le pidió al Santo trabajo, y el Santo se lo dio. Alberto se alegró del milagro del Santo, pero me hizo un matiz: “Yo no pido por mí, yo pido por todos los demás”. Es totalmente lúcido con respecto al estado en que está este mundo, del que está al día, bien informado. Cuando me habla de ello, intentando contener las lagrimas, siempre me dice: “Yo lo siento, pero no puedo hacer nada para arreglarlo”. Yo creo que sí lo haces, Alberto, y que es mucho el ejemplo de humanidad que nos vienes dando ¡Qué grande y auténtico eres, Giorgio!

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior

Las Cosas Buenas de Miguel

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