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Las piedras tras la verja

Juan Capote

Cuando vimos aquel cachorro de mastín, molosoide y serio, no dudamos en ponerle de nombre Interventor. Por aquel entonces quien ejercía esa función en la Consejería de Agricultura era amigo nuestro y acogió la similitud con buen humor, hasta tal punto que siempre nos preguntaba por su tocayo.

Me lo había regalado un ganadero después de que el anterior mastín, Arístides, se esfumara de manera misteriosa, lo que nos hizo especular con una terrible posibilidad: alguien pudo habérselo cepillado porque si desaparecía algo en una granja custodiada por un gran perro de guarda, la “raposa” tenía que conocerlo en mayor o menor medida. Pero cuando llegó el Interventor no todo el personal seguía trabajando en el recinto así que, fuera por eso o por casualidad, el perro inició su crecimiento notable y apaciblemente hasta que llegó a la edad de adulto. Convivía con otros dos jóvenes canes, un pastor alemán y un garafiano, sin que hubiera conflicto entre ellos: Interventor era el que mandaba

Cuando llegué una mañana temprano a trabajar, me encontré con el tremendo desastre: tres cabras muertas y siete heridas. Mientras mi colega Santiago Mayans, se acercaba para coser a las supervivientes, pude observar sangre en la boca de los pastores mientras que el mastín, sin el más mínimo signo de haber participado en la partida, dormitaba tranquilamente en una esquina. El suceso encajaba dentro de la razón etológica y se produjo debido a mi falta de experiencia. Dos lupoides que no están perfectamente adiestrados pueden convertirse en depredadores a la más mínima de cambio, lo que invariablemente, en el pasado, les hacía candidatos a volar desde un risco, propulsados por su propietario. A los nuestros no les costó la vida, pero si el destierro inmediato y fueron sustituidos por una hembra de mastín. Esta raza canina está seleccionada para proteger a los rumiantes de los lobos o de otros perros que no sean de su manada, por lo cual no representan un peligro para los rebaños.

Pasó el tiempo y el Interventor fue endureciendo su carácter por razones naturales y porque, frente a la granja, había un lugar utilizado en la noche por yonquis para drogarse. El perro les ladraba y, a menudo, encontrábamos la zona detrás de la verja llena de piedras que aquellos desgraciados le tiraban.

Nuestro can, cada vez más cascarrabias, terminó mordiendo a un par de personas sin hacerles mucho daño, pero lo suficiente para adquirir la fama de agresivo. Por esa época también cubrió a la perra la cual, como corresponde, a los dos meses tuvo un satisfactorio parto múltiple.

Pocos días después un compañero, encargado de cierta finca perteneciente al Instituto, apareció en la granja para traer o llevar algo. Le advertimos que no bajara del furgón porque los mastines no se andaban con chiquitas. El hombre, fanfarrón, dijo que a él no había perro que le mordiera y, para su desgracia, sin saberlo, pasó cerca de donde se encontraban los cachorros. La hembra de inmediato se le echó encima y lo clavó hasta producirle sangre. Desafortunadamente nuestro compañero era diabético y esa complicación hizo que trascendiera la cosa.

Como era de esperar, la culpa se la llevó el Interventor y fui llamado al despacho de la secretaria general del Instituto. Ella estaba seriamente afectada con lo que me iba a decir, pero me comunicó que el perro debería desaparecer de la granja. Intenté explicarme pero, según me dijeron, la decisión era irrevocable.

Al día siguiente me puse unos guantes, cogí una pinza y me dirigí a la zona que habitualmente ocupaban los yonquis por la noche. Dos horas más tarde le puse en la mesa de la secretaria una caja llena de jeringas de insulina con restos de sangre. El perro se quedó con nosotros hasta su muerte, largo tiempo después.

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