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El sacacorchos

Miguel Jiménez Amaro

Era de los mayores de nosotros, de los niños de aquella calle, de la que no puedo ni quiero desnudarme, y que por mucho que me mude de calle, de ciudad, de país, siempre seguiré viviendo en ella. Muchas veces me llevó jugando en caballotas, encima de sus hombros, desde donde yo contemplaba la calle, mi mundo, desde otra perspectiva. Una vez, recuerdo que me caí, planeé, desde sus hombros a los adoquines de la calle, como siempre me ocurría, con la cabeza por delante, y quedarme inconsciente. No sabía poner en práctica los consejos de mi tío Óscar, Zarra, que me advertía de poner los brazos por delante, así, mis golpes infantiles iban a dar todos a mi cabeza, la mayor extensión de mi cuerpo.

La calle, al caer la noche, era muy oscura. La iluminación eléctrica era muy débil, aún con la luz de todas las tiendas encendidas que se reflejaban sobre sus adoquines. Delante de la casa de este amigo mayor había una tienda, la de Sergia. Allí estaba él aquella noche con las manos sobre las cejas, mirando hacia el suelo y llorando. “¿Qué le ocurre?”, le pregunté a la hija de Sergia, que estaba intentando consolarlo. “Que se murió su padre”, me contestó Conchita. Yo le dije a ella, que eso  no podía ser, que sería su abuelo el que se había muerto. Yo pensaba que la muerte solo era para los viejos, y no me explicaba que su padre pudiese morir antes que su abuelo. ¡Aún no había visto yo pasar ningún cajoncito blanco por debajo de mi casa camino al cementerio, que luego fueron muchos!

Historias como estas, con final en el Puente de La Galga, la horca, el fosferno, derriscarte con un coche, pegarte un tiro, escuché muchas en mi infancia. Aquel hombre que murió, el padre de mi amigo de infancia, era comerciante, no de los de tener una tienda, sino representaciones. Un acreedor lo estaba presionando, y aquella presión lo llevó a hacer un viaje al Puente de La Galga, del que él y nadie que lo hizo, regresó.

¿Existen problemas tan grandes como para suicidarte? Mi Maestro me comentó la siguiente historia. Un lama está corriendo delante de un tigre para salvar su vida. Cuando ya no tiene fuerzas para seguir haciéndolo, llega a lo alto de un precipicio, se resbala, cae, pero no se precipita, le frena la caída un manzano que está en el precipicio a donde el tigre no puede llegar. El tigre está en el borde del precipicio, es la muerte segura; y debajo del manzano, el fondo del precipicio, también la muerte segura. “¿Qué hace aquel lama ante dos muertes tan iguales de seguras?”, me preguntó mi Maestro. Yo callé porque sabía que tenía que hacerlo. El lama respiró hondo, miró para el fondo del precipicio, miró para el tigre, y luego para una manzana que colgaba del manzano, la cogió y la empezó a comer. Me contó mi Maestro.

Hace unos días leí una entrevista hecha por Esther R. Medina a un joven periodista y escritor en la que el entrevistado afirmaba que el problema de la Isla era el enchufismo, y no estoy nada lejos de esta afirmación, mas bien muy cerca (para mí, el enchufismo no es solo un enchufado, es un talante que se lleva, como se lleva un traje o una ropa). Por esas mismas fechas La Palma Ahora hacía una encuesta preguntando sobre el parecer de comprar Los Reyes fuera de la Isla. El resultado de la encuesta era una aplastante condena a esta práctica. ¿Por qué hablo de estas dos noticias una detrás de otra? Porque el enchufado no compra nada aquí, lo compra todo fuera, -aunque la encuesta condena este ejercicio-, bien sea vía telefónica, por catálogo, internet, cuando sale de viaje, se reúna con otros enchufados para pedir directamente a proveedor; y algunos de ellos, incluso traen producto de estraperlo para venderlo en sus centros de trabajo, o entre sus amigos, enchufados también, logrando de esta manera unos triples ingresos, el de su mujer enchufada, el de él, y el de esta actividad furtiva. Y condenándonos aún más a los autónomos y a las pequeñas empresas del sector a lo árido de ambas circunstancias. ¿Qué hacemos ante esto los pequeños comerciantes de las islas menores y autónomos del país que más paga al Estado por serlo? ¿Buscar el Puente de La Galga? Yo no, nunca;  yo como una manzana como el lama.

Un enchufado me venía a pedir un sacacorchos cada vez que tenía que abrir una botella de vino, y me comentaba que él, a una empresa que vende vinos por teléfono, le compraba cada tres meses 300 euros. Y esta historia me la comentaba cada vez que venía a pedírmelo prestado. El último de esos días, como ya me tenía harto, pensando yo en el lama sobre el manzano, le respondí que me parecía muy bien la historia de sus compras por teléfono de vino, pero que ya me tenía aburrido con el hecho de venirme a pedir luego a mí el sacacorchos, y que era un buen ejemplar de defensor del pequeño comerciante de la Isla. Me supo a poco aquella respuesta mía, y le dije lo que sigue.

Hace unos días que leí el siguiente artículo. Un señor va a la tienda de un pequeño comerciante y le dice que un producto, en el que está interesado, lo tiene a un precio muy caro, y que él, si lo pide a China, le sale a mitad de precio y lo tiene en una semana. El comerciante le responde que si cuando se le rompa se lo va a traer a arreglar, y al mismo tiempo le pregunta si tiene hijos. El señor le responde que sí a sus dos preguntas. El comerciante le dice que cuando se le rompa que lo mande a arreglar a China, y que cuando alguno de  sus hijos le vengan a pedir trabajo, él le va a responder que se vaya a buscarlo al mismo sitio, a China.

Sé que alguno de vosotros me va a inquirir qué buena defensa hago yo de lo insular y del pequeño negocio comiendo manzanas como el lama, en vez de plátanos. Respondo: Yo he contado la historia al pie de la letra, tal como me la comentó mi maestro, pero como plátanos de producción ecológica, tiernos, y deshidratados por mis amigos de Oro de San Miguel, y que también bebo vino del país, sobre todo el Malvasía Seco de Matías i Torres, el de Vicky.

Mi maestro me comentó -él no bebía casi nunca- un día en que nos bebimos una decena de botellas de Mibal Roble, que el tigre de la historia no era real, que el lama tampoco, el manzano tampoco, el precipicio tampoco, la manzana tampoco, que él y yo tampoco éramos reales. Me dijo que todo era ilusión, que lo único que era realidad es el Mibal Roble, pero esto último solo me lo decía cuando íbamos, él y yo,  ya por la décima botella.

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