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‘Un vasco en Benahoare’, ópera prima del palmero Ibrahim Pérez

Lucía Rosa González

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El modo en que cada escritor sitúa a sus personajes en determinados territorios que favorecen el desarrollo de su trama no es arbitrario. Comala, Yoknapatawpha, Macondo son míticos espacios ficticios que la imaginación de sus autores nos ha permitido evocar más allá del tiempo y las distancias.

Y Benahoare es el lugar elegido en esta obra para que sucedan los hechos, nombre con el que se designaba al pueblo aborigen de La Palma antes de la conquista.   

Un vasco en Benahoare es la ópera prima de Ibrahim Pérez Hernández, natural de Tazacorte, profesor de Lengua y Literatura del Instituto Eusebio Barreto de Los Llanos de Aridane, donde reside. Desde 2009 ejerce de articulista en el blog El Apurón, aunque en la mayoría de sus textos prevalece la temática deportiva, no escatima sus aptitudes periodísticas cuando incursiona en otros asuntos de actualidad.

Estructurada en XXI capítulos, Un vasco en Benahoare, publicada por la editorial Seleer, transcurre, como indicábamos, en La Palma. Este libro reúne los elementos con los que se sentirán muy identificados los profesores de la ESO y en cuyo funcionamiento Ibrahim es un experto, ya que comparte la profesión de su protagonista, junto con su pasión lectora y futbolística, simpatizantes ambos del Atletic.

En la novela, el profesor de secundaria, Mikel Albizu, es un vasco que se confiesa de izquierdas pero rechaza la violencia etarra. Pronto aprueba las oposiciones de Filología Hispánica en La Laguna, Tenerife, para después afincarse en Los Llanos. Cree en la igualdad sin concesiones, en la solidaridad, pero descree de las propuestas que ofrecen los teóricos de la enseñanza; así, en su centro de destino aborda con sus propias estrategias el fracaso escolar entendiéndolo como flanco propio de su profesión en que la mayoría de sus alumnos carecían de interés universitario, dicho sea de paso, cursos de letras en los que el género femenino era mayoría.

Ya en el tercer capítulo, se desvela el interés de Mikel por Xiomara, la atractiva alumna de su tutoría de primero de Bachillerato. Y cómo posteriormente Mikel, obnubilado por el encanto y la personalidad de las mujeres canarias, siente atracción por Nieves, la hija de la casera. Estos impulsos emocionales del protagonista incitan a la lectura, a penetrar en el núcleo de la novela; aquí las circunstancias desfavorables complican la historia. La pérdida del trabajo de Nieves y otras adversidades son los motores que derivan irremediablemente la trama hacia una relación de tres; el placer y la exaltación sensual se enfrentan a la ética, el controvertido debate que rige las conductas humanas cuando se airean o se entra de lleno en sus entrañas; las luces que se quiebran, los entresijos difíciles de salvar en las relaciones, llevaderas o felices, en este caso, de pareja. “Su vida pasaba de transitar por una carretera secundaria a deslizarse en una autopista de vértigo”, revela el protagonista con franco desconcierto. Los altibajos, los claroscuros afectivos que sacuden estos procesos, “porque una relación estable con las miserias cotidianas sería diferente”. El cielo o la pesadumbre.

Un vasco en Benahoare es una novela lineal que se lee de un tirón, debido no solo al atractivo carácter de vulnerabilidad que infunden la deslealtad y la infidelidad como la justificación reiterada de tales actitudes, sino también por la exactitud y la fluidez del lenguaje, léxico cercano y desenfadado, o por la eficaz caracterización de los personajes que se rigen en la trama con perfiles muy bien definidos, sobre todo las mujeres, visibilizando la preponderancia del arraigado matriarcado isleño. Nieves, la joven veinteañera más bien tímida, la esbelta hija de la locuaz casera, estudiante de Empresariales, en el fondo, más conservadora -como creyente- que su madre de sorprendentes ideas progresistas. Muy diferente de la convincente Xiomara, la espontánea joven palmera de familia acomodada “de voz dulce, persuasiva y locuaz”. O el amigo de Mikel, Acorán, letrado que facilita que la historia dé un vuelco imprevisible. Destrezas propias de un escritor que ha bebido de las inagotables fuentes de la novela negra.

Con habilidad narrativa, el autor no vacila ante las implícitas dosis de crítica que serpentean camufladas en la trama y que enriquecen los diálogos, audaces y exactos. Indicios de que la historia sucede a principios de este siglo son evidentes, por ejemplo, en que la compañía aérea ostentaba el monopolio del cielo regional. Con la insolencia de los retrasos en los vuelos, Mikel experimenta sin privilegios los inconvenientes de la insularidad para llegar a Los Llanos de Aridane, un pueblo “conservador y de apariencia”.

Ibrahim no elude la responsabilidad como escritor de reconocer el descrédito actual en la política, cuyo rol sectario merma la veracidad de ciertas ideologías políticas o el enfoque poco pragmático que se les da a las carreras universitarias “a las que les sobraban rollos teóricos con escasa aplicación práctica”. El autor aborda con franqueza el puritanismo conservador isleño ante la homosexualidad, el disfraz de tolerancia que conduce al ocultismo, lejos de asumir sin tapujos tal estado sexual: “Ha habido avances en la sociedad, pero en los sitios pequeños no hay intimidad y sí mucha hipocresía. De momento, continuaré camuflado; soy un cobarde y sigo sin asumir mi condición”, dice Acorán: “He llevado mi vida con una total discreción y disciplina para que nadie pudiera sospechar esta tendencia. Llega un momento en que hay que tirar para adelante o reprimirse, pero no dañar a otras personas”; reflexión intuitiva que lo alienta.

La política, la ética, la moral; las tendencias a la oscuridad inherentes a nuestra condición vital: “La mente humana ofrece unos resortes que no acaban de explicar algunos mortales comportamientos”, afirma Mikel. Y en esta línea, el libro denuncia el trasiego del dinero negro, el pago en mano de los alquileres o el descenso en la pesca de túnidos en El Puerto.

Por otro lado, y sin mermar esta intensidad crítica, se juzga la isla como entorno imprevisible ante los inevitables vaivenes existenciales, la relajación que genera el paisaje, el valor del entorno en lo cotidiano como los emblemáticos laureles de indias de la plaza de Los Llanos, las ventajas o el sosiego de la buena calidad de vida o las plataneras, sin descartar la pobreza que la aparente prosperidad isleña enmascara.

Es decir, el autor muestra en Un vasco en Benahoare las diferentes caras de esta tierra que rebosa de tradiciones y de contradicciones; los polvos talcos de los carnavales o los mojitos del día de indianos, sin menoscabo de las costumbres o prácticas ancestrales; poniendo como ejemplo la visita a un curandero en Tijarafe para remediar una dolencia anímica, y, en este caso, satisfactoria a pesar del escepticismo del protagonista; en qué manera la orografía isleña y el ambiente ejercen de marco que da pie a estas terapias o rituales.

Objetivo con las descripciones paisajísticas y gastronómicas de la costa vizcaína y guipuzcoana, Ibrahim nos pone un dedo en el alma, aborda el paisaje con maestría y lo interioriza; el sol brilla con intensidad u oscurece acorde con la dicha o la fatalidad de los personajes, nos descubre el impoluto cielo de la isla, la benevolencia del tiempo despejado del valle en contraste con el molestoso sirimiri bilbaíno, o el cielo oscuro que corona el museo Guggenheim. Situaciones que, lejos de ser localistas, ahondan en los sentimientos de la gente.

Entre la añoranza del emigrante o la nostalgia del sosiego palmero pero con la firme decisión de que para narrar hechos hay que conocerlos, esta es una inmejorable ocasión para leer Un vasco en Benahoare. Y gocen con la lectura; no es improbable una segunda parte. 

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