“La Palma ha construido parte de su cultura influida por el viento”

Elsa López.

Elsa López

Santa Cruz de La Palma —

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Hace años mi madre me contó una anécdota que me hizo pensar y buscar la clave del porqué de algunas reacciones de los habitantes de este planeta mágico y distinto que es La Palma: desde la ventana del comedor de su casa veía entrar y salir los barcos. Esto le producía un gran pesar, pero no se apartaba de la ventana y se dejaba embargar dulcemente por aquella sensación de tristeza y abandono. Le gustaba quedarse así, apoyada en el ventanal durante horas viendo cómo el barco desaparecía lentamente del horizonte. Entonces ella lloraba. Aquello era como un dolor inexplicable. Pero ella seguía allí, sintiendo la sensación placentera del dolor inútil. Quizás no llegó a averiguar lo que sentía, pero aquello era, sencillamente, melancolía.

La hipótesis de la melancolía como rasgo dominante en el carácter de los habitantes de la isla de La Palma, la he expuesto en investigaciones anteriores al tratar distintos aspectos de la cultura tradicional canaria y más concretamente de la palmera. ¿Cómo es posible que un lugar casi idílico aparentemente por su vegetación y condiciones climáticas, no condicione a sus habitantes a una vida sedentaria sin inquietudes de ningún tipo? ¿Hay algo detrás de esa preciosa acuarela verde rodeada de agua por todas partes que impulsa a sus habitantes a salir fuera de ella de una forma casi compulsiva, a amarla y rechazarla de forma tan contradictoria? Habría que investigar de forma exhaustiva los elementos geográficos y climatológicos de La Palma para entender parte de las características de sus habitantes. El viento, el mar, la lluvia, la vegetación, etc., en resumen, todo lo que conforma el paisaje de la isla, acabará dejando su huella sobre los individuos que la habitan. Los condicionantes fundamentalmente naturales que le cercan y marcan, tanto física como psíquicamente, son: la mar, con todo lo que ésta conlleva de muro aislante, opresión y límites; el viento, protagonista de delirios, neurosis y comportamientos no normales (entendiendo aquí por normal lo que la sociedad impone como regla de conducta a seguir por el grupo); la lluvia, elemento clave de la cultura isleña, y, por último, el paisaje como conjunto de accidentes geográficos y considerado más como fenómeno subjetivo de apreciación que como realidad.

Un fenómeno tan simple como el que la isla sea pequeña en cuanto a su diámetro, y al mismo tiempo tan alta, produce efectos psicológicos que deberían ser estudiados por expertos. El cruzar de forma tan rápida de un microclima a otro como resultado de las distancias tan cortas que hay de norte a sur o de este a oeste, contrastes que en otro lugar requeriría recorrer cientos de kilómetros, produce unos cambios de temperamento tan registrables como la temperatura ambiental. Hay tan poco espacio para su aclimatación que todo ello provoca en el individuo reacciones psicológicas difíciles de determinar. El pasar de la agresión del viento y un paisaje de matorral húmedo y frío a otro de vegetación de bosque espeso o a otro rocoso o de playas de arena volcánica soleadas y de altas temperaturas, conduce a alteraciones del sistema nervioso: de la alegría del sol a la melancolía de la niebla; del humor airado por las altas temperaturas a la postura apática, sin pasión, de la posición fetal y quejumbrosa de los días cargados de humedad; de las salidas al aire y al sol, al recogimiento-enclaustramiento del frío y la humedad, etc. etc... El paisaje de la isla, entendido en una primera visión, nos devuelve una isla verde, cuajada de flores en cada recodo del camino de circunvalación. La vuelta a la isla, para un visitante primerizo, produce tal impacto por su belleza, sus colores y sus contrastes, que el viajero se deja engañar por una inquietante apariencia.  

Pero el clima suave y templado es sólo una aparente quietud. La isla aguarda la llegada de los vientos, vientos del sur, vientos asirocados, secos, vientos continentales africanos o saharianos que traen el tiempo sur con frecuencia cargado de polvo en suspensión lo que da lugar a la calima; vientos alisios, cargados de humedad que soplan regularmente sobre la isla, aunque con mayor predominio en verano; vientos de aire polar marítimo, vientos de aire tropical- marítimo... La isla de La Palma, aunque muchos no lo crean, ha construido parte de su cultura influida por el viento: la arquitectura popular (el color y la orientación de las viviendas), la medicina tradicional (mal del viento, tener viento en la cabeza), sistemas de economía familiar (regadío, agricultura) etc. En el año 1980 hacía en mi tesis doctoral una breve insinuación a la posibilidad de una influencia del viento en el carácter isleño y en particular en el noreste de la isla. Ya entonces hablaba de actitudes comportamentales a nivel psíquico y social como depresiones, neuralgias, fobias, agresividad y estados febriles, aumento del complejo de inferioridad y de la envidia como fenómeno psicopatológico, que conducían al aislamiento y al auto aniquilamiento, entre otras. En aquella ocasión y por los mismos motivos, hice una entrevista a Don Manuel Morales, médico de Tazacorte. El pronunció la palabra melancolía asociada a fenómenos geográficos. Me dijo entonces que algunos de sus pacientes eran enfermos de melancolía y que la isla provocaba esa enfermedad que podía degenerar en locura y en suicidio. Investigaciones posteriores le dieron la razón.

Las depresiones aumentan con la llegada de las lluvias y el viento. El temor al agua torrencial genera en los individuos un rasgo del carácter dominado por la incertidumbre. El miedo al viento -rasgo infantil del carácter adulto- es un rastro del miedo a las tormentas que en la infancia nos hacía refugiar en el regazo caliente de la abuela o de la madre. Ese regreso al útero materno que nos protegía y calentaba aislándonos del mundo y los peligros de afuera, es una condición que marca nuestra personalidad. Pérez Vidal en una larga entrevista que le hice en Madrid y publicada en el año 1987, reconocía los sentimientos de soledad, desamparo y ausencia como elementos característicos de la insularidad. Ideas de soledad, melancolía y memoria nostálgica, nunca de ira. Sólo esa trémula manera de recordar lo que es imposible de volver a recuperar por perdido, o cambiado. Son estos sentimientos y no otros, los que marcan pautas de conducta distintas en los habitantes de esta isla que le diferencia del resto del archipiélago. Y si nos referimos a la lluvia, ¿Qué no hará sobre nuestra personalidad algo que sólo en su nominación usa ochenta nombres para llamarse, enunciarse, tal y como nos explica de nuevo Pérez Vidal en su artículo Nombres de la lluvia menuda en la isla de La Palma?   

En el congreso de escritores canarios celebrado en La Gomera en el año 1992 expuse la tesis de que la contingencia geográfica conforma el comportamiento de una sociedad y por ende influye en su desarrollo cultural. “Los rasgos culturales de un pueblo que se desarrolla a la orilla del mar o que vive rodeado de mar, se diferencian claramente de aquellos que evolucionan en plena meseta, en la montaña o en el desierto. Los canarios que habitan en la costa no pueden menos de sentir la secreta armonía entre las mareas y la vida de los animales, de las plantas y del hombre. En la marea creciente ven ellos una representa­ción de la exube­rancia, de la prosperidad y de la vida, mientras que en la marea menguante perciben un símbolo de lo melancó­lico, de decaimiento, debilidad y muerte. En el mar han visto tradicional­mente a su amigo y a su enemigo: por el mar le llegan las buenas noticias, el comercio y la abundancia; y por el mar, las invasiones, el saqueo y la muerte. Por el mar se han ido sus padres, sus maridos y sus hijos en una incesante sangría emigra­toria y por el mar han regresado más adelante cubiertos de dinero y aventuras. El mar es su amor y su miseria; el mismo mar que les aísla y sumerge, les protege y se levanta como una muralla para impedir la llegada de los males que habitan otros lugares de la tierra. Por el mar les llega la soledad y el aislamiento y por el mar les llegan las islas encantadas, el amor idealizado y los héroes de su mitología convertidos en espuma blanca y en blanca paloma.

Para Canarias no existe el mar como una entidad real y cuantificable. El mar no da de comer, no tiene función social ni económica. El canario es fundamental­mente hombre de campo, de tierra, y algo de costa. No vive del mar y casi se diría que vive de espaldas a él, pero sigue prendido de su llamada divagando de un lugar a otro con la mirada perdida en un horizonte real o inventado. Su mundo son referencias al agua, al olor de las mareas, a los barcos, al azul. No renuncia al mar ni a sus costumbres. Para un canario el mar es una parcela más de su vida. Crece con él y lo acepta, sin saberlo, como una parte de sí mismo, es más, desarrolla en él determinados aprioris, conceptos o ideas como la de infinitud que serían inconcebibles en individuos nacidos en otros medios geográficos.“

La infinitud del mar nos sugiere empresas, lejanías venturosas, cambios heroicos y a veces nos quedamos quietos, aislados, encarcelados por esa misma infinitud. De ahí la contradicción.  La sensación de impotencia le viene dada, fundamentalmente, por lo que no se puede hacer. Im-potere= im-posible, lo que no se puede, lo que no es posible. Frente a esa impotencia surge la necesidad imperiosa de hacerlo, y de ahí la contradicción que forma parte de su espíritu y que desemboca en estados extremos de depresión que incluso pueden conducir al individuo a la desesperación e incluso al suicidio. El individuo, en su soledad, es enajenado por una naturaleza que le es, constante y contradictoriamente, atractiva y adversa. Nadie se siente decepcionado de aquello de lo que nada se espera, la decepción se produce, precisamente, cuando uno espera hallar algo y no hay nada. “El mar, pese a tenerlo cerca, no se puede poseer; el mar es inabarcable, cambiante e inaccesible; y si no lo tiene cerca, si no es visible, la sensación de impotencia se hace aún mayor. La carencia de algo provoca su necesidad y cuando la necesidad es de un objeto imposible nace la impotencia, pero cuando es posible nace la nostalgia y, de forma exacerbada, la utopía. El canario no sabe que le falta el mar hasta que no se aleja y deja de percibirlo y ese día le nace la nostalgia (estado de nostalgia, de regreso, ”pena de verse ausente de la patria o de los deudos y amigos, pesar que causa el recuerdo de algún bien perdido“), la añoranza del mar, como una partícula más de su conciencia. La ausencia de mar les hace magnificarlo y comienzan a recrearlo, a reconstruirlo de nuevo.    

A los canarios el mar les cerca y les aleja, les aísla más aún de lo real y previsible. No es un problema de distancias ni de transportes, es un fenómeno psicológico que está ahí y que aparece en distintas facetas de la cultura canaria y no sólo en su cultura material, en las creencias y costumbres exhaustivamente estudiadas por la etnología canaria, sino en esa otra cultura más soterrada, más sumergida, que permanece agazapada en el inconsciente individual e incluso colectivo y que rara vez sale a la superficie. El mar es agente provocador de melancolía. Del latín tardío melancholĭa y este del griego μελαγχολία, la bilis negra o atrabilis de los griegos, que la Real Academia de La Lengua encuadra dentro del género femenino y explica como una “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales que hace que no encuentre el que la padece gusto ni diversión en ninguna cosa/ Monomanía en que dominan las afecciones morales tristes”.    

La melancolía de la que hablo, no es rencorosa ni amarga, es sólo asombro ante la ausencia de algo. Es dulce. Un derrumbarse suavemente por la amargura. No son palabras altas ni altisonantes. Se deslizan como quien no quiere la cosa, aunque duelan algo más de lo acostumbrado. En la nostalgia la ausencia se cuida, se mima, se duerme con ella y con ella se convive; de esa manera carente de violencia y con un algo de ironía que usan los viejos para malpasar los últimos años de su vida. En nuestra nostalgia ya no hay gritos. Sólo ironía. La ironía es una forma de lucha solapada. Ya no hay armas afiladas, heridas abiertas, sangre a borbotones. La ironía suplantará esa forma primitiva de dañar al contrincante. Los años han acumulado experiencia y la experiencia sabiduría. La melancolía en su vertiente irónica, es una de las mejores formas de relación humana. Es una forma de desvelamiento de la realidad desde una medida diferente. El nostálgico que irónicamente y sin acritud se relaciona con los recuerdos, tiene en sus manos un arma poderosa capaz de controlar la realidad sin que ésta se apodere de él y pueda llegar a dominarlo o dañarlo.

Cuando se hace un repaso por la historia de la isla y se conocen las fluctuaciones económicas a que se ha visto sometida: pasar de ser la primera del archipiélago en tráfico marítimo, puerto importante, enclave histórico, paso obligado de mercaderes y comerciantes que la enriquecieron económica y culturalmente y luego sentirse abandonada en medio del Atlántico; pasar de ser la más hermosa y codiciada de las novias de Europa, meretriz de abolengo para indianos y mercaderes, a convertirse en la isla arrinconada, castigada por sus hermanastras al aislamiento cultural sumado al geográfico, ya natural en ella, es un castigo demasiado cruel para una muchacha demasiado joven, demasiado bella y excesivamente mimada por la naturaleza y la fortuna. El palmero, propenso a la melancolía por todos los antecedentes expuestos hasta ahora, el mar, el viento, la humedad, el aislamiento, los acontecimientos sociales y económicos en que se ha visto envuelta la isla desde el siglo XVI, no supo afrontar el castigo por duro y por injustificado.

Cuando se oye decir que el palmero es chauvinista y siempre presume de su pasado e incluso hace continuas referencias orgullosas y soberbias de lo que aún posee (arte, arquitectura, vegetación, empresas culturales de reconocido prestigio en el pasado e incluso en el presente,) o que, en su defecto, lo único que hace es dolerse del presente por no reconocerse en ella lo que es o al menos lo que fue, y dolerse, además, de su mala situación respecto de las demás islas, sobre todo de la isla-nodriza de la que le ha tocado depender, Tenerife, reconozcamos que su dolencia es una dolencia razonable. Le duele el desprecio político, el olvido cultural, el aislamiento social, cuando La Palma fue el origen, el embrión de movimientos sociales, la cuna de inquietudes ideológicas que llevaban el sello del liberalismo y la progresía; cuando fue la cuna de tantas iniciativas económicas y de hombres de empresa. El palmero como prototipo del hombre romántico, idealista y aventurero, no tiene miedo a lo desconocido. Y si el fenómeno de la emigración es tan grande en la isla, no se debe sólo a ese espíritu entre práctico e idealista que le caracteriza y que le hace soñar con tierras prósperas y oro a manos llenas, sino también a ese otro rasgo de homus mellancolicus que le hace buscar desesperadamente lo que no tiene, lo que está más allá de su entorno geográfico. El anima-animo le empuja a desear algo más allá de su horizonte. No es animal conservador que señala su territorio y no deja entrar ni sale de él; es animal de melancolías inquietas, desgarradoras, buscador de otras aventuras que le calmen el ánimo, le apacigüen la desazón. Es progresista como resultado, entre otros, de su propia inquietud.

Se podrían apuntar otras variantes de la cultura palmera que vienen marcadas con el sello de la melancolía: La influencia de la cultura de Flandes unida a la tendencia melancólica del isleño le hacen inclinar sus gustos hacia encajes y mobiliario refinado de marquetería. ¡Habrá estética más melancólica que la de un encaje! El encaje es esa forma velada de cubrir la realidad. El refinamiento tradicional en la estética ornamental de la isla es de un marcado tinte melancólico. Como melancólica es asimismo la costumbre de hacer y beber licores. No se asocian los licores al alcohol, aunque éstos sean la base de su compostura. El licor es, en nuestra imaginación literaria, la bebida suave, neo romántica, delicada, algo femenina por su aroma, textura y color, en contraposición al alcohol puro como bebida de hombres puesto que el alcohol se asocia al macho en su acepción más simple. De ahí la idea de asociar los licores con lo más femenino de la condición humana. Las mujeres del XIX no podían beber en público excepto licores y todavía hoy se conserva esa tradición cultural en muchos medios sociales. La lista sería interminable: aspectos menudos de nuestras tradiciones culturales pueden entenderse mejor bajo esta óptica del palmero como un ser melancólico, incluso podemos llegar a entender y justificar muchos de sus comportamientos. Sirvan estas palabras al menos para intentarlo.   

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