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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

No votaste

No votaste

Isaac Rosa

No votaste. Todos sabemos que no votaste, no hay día que no te lo recordemos. A veces como broma, amigos o vecinos que te palmean la espalda y te recuerdan que aquel día no votaste, te quedaste en casa, ay si hubieses votado; pero otras somos desconocidos quienes te abordamos por la calle, te escribimos mensajes, nos acercamos en un bar al reconocer tu cara tantas veces vista en televisión y difundida en redes sociales, y el tono es otro: te reprochamos que no votaste, te acusamos, te culpamos, te seguimos por la calle, te señalamos para que todos lo sepan, te gritamos, te insultamos: no votaste, cabrón, no votaste y mira dónde estamos ahora.

No votaste, como no votaron varios millones que se abstuvieron contigo aquel 10 de noviembre de 2019. Entonces, ¿por qué te reprochamos, acusamos, culpamos, señalamos, gritamos a ti, si hubo tantos abstencionistas aquel domingo? ¿Por qué a ellos nadie los reconoce por la calle ni difunden su foto en redes sociales? Es incluso probable que algunos de los que te incriminan tampoco votasen aquel día. Pero necesitábamos un chivo expiatorio, un culpable con rostro y nombre, y ahí estabas tú, que no votaste y todos lo sabemos.

No votaste, te levantaste aquel domingo de noviembre con la decisión ya tomada: tú ya habías votado en abril, cuando te convencieron de la emergencia democrática, votar para frenar a la ultraderecha, y ese día no faltaste. Pero la repetición electoral te cabreó, te sentiste estafado por la incapacidad de unos y otros para formar gobierno, ¡que hicieran ellos su trabajo, que no pasasen el problema a los ciudadanos, que no contasen contigo!

No votaste, por mucho que te insistieron tus compañeros de piso, tus colegas del trabajo, varios de tus familiares, los candidatos de izquierda en debates y entrevistas, y unos cuantos periodistas y tertulianos que otra vez te dijeron que había que votar para frenar al fascismo, pero tú les recordaste a todos que ya habías frenado al fascismo en abril, que ya estaba bien, a otro con ese cuento.

No votaste porque además estabas tranquilo. Muy tranquilo: ninguna encuesta vaticinaba un resultado como el que al final se produjo. “Las encuestas han vuelto a fallar”, dirían después los politólogos. “Subestimamos la abstención”, lamentarían los encuestadores. “Hubo un exceso de confianza en los votantes que se quedaron en casa”, repitieron los candidatos derrotados. “Vivimos tiempos de incertidumbre, ha vuelto a saltar la sorpresa, el cisne negro, como Trump, como el Brexit”, dirían los analistas al día siguiente. Pero hasta aquel domingo nadie se había jugado ni un café en una porra con resultados como los que acabaron dejando las urnas. Por eso estabas tranquilo, muy tranquilo, así se lo dijiste aquella mañana a tus dos compañeros de piso cuando volvieron de votar y te preguntaron si de verdad te ibas a quedar en casa:

-Yo estoy muy tranquilo, no me van a echar en falta.

-Si no votas, luego no te quejes.

-No os preocupéis, no me quejaré –y te tumbaste en el sofá para subrayar tu decisión.

-Si no votas, nos jodes a nosotros también –insistieron.

-No me hagáis chantaje, yo ya voté en abril.

-Si no votas, avanzarán los fascistas.

-Lo mismito que en abril. A otro con ese cuento.

No votaste por la mañana, tampoco por la tarde, cuando te llamó tu madre y te preguntó si ya habías votado, y se mostró decepcionada:

-Nos jugamos mucho, porque ellos no se van a abstener, votarán todos.

-¿Y cuántas veces nos van a contar el mismo “que viene el lobo”, mamá?

No votaste tampoco al final de la tarde, cuando tus compañeros de piso te dieron la última oportunidad:

-Todavía llegas a tiempo al colegio.

-Demasiado tarde –rechazaste.

-Quedan quince minutos para que cierren, corre y llegas.

-No voy a votar, ya os lo dije, pesados.

-Hay rumores de que puede haber sorpresa, muchos nervios, con tanta abstención puede pasar cualquier cosa.

-Rumores, rumores. Vete a convencer a todos los demás abstencionistas, yo solo soy uno más.

-Cada voto cuenta.

No votaste, te lo recordaron otra vez a las ocho en punto tus compañeros de piso, tu madre al teléfono, tus colegas por Whatsapp, cuando se cerraron los colegios y apareció en televisión el primer sondeo a pie de urna.

-Joder, esto pinta muy feo –dijo uno de tus compañeros.

-Es solo un sondeo, hay que esperar resultados oficiales –quisiste tranquilizarle, tranquilizarte tú mismo.

¡No votaste!, te reprocharon tus compañeros con los primeros resultados oficiales. Tú quisiste aparentar calma:

-El porcentaje de voto escrutado es todavía muy pequeño, ni caso.

No votaste, por qué no votaste, por qué, por qué, te preguntó retóricamente tu madre cuando el recuento ya iba por el treinta por ciento.

-Queda mucho voto por contar, mamá. Siempre meten primero los pueblos pequeños, luego pega un vuelco.

No votaste, y mira lo que has conseguido, te recriminó una amiga por Whatsapp con el recuento ya por encima del setenta por ciento.

-La noche va a ser larga –insististe-, hay varios escaños en el aire, no tienen por qué caer todos del mismo lado. Y falta el voto por correo.

No votaste. Ya está dicho. No votaste y ya sabemos cuál fue el resultado cuando días después se resolvieron todas las impugnaciones y se sumó el último voto. El voto decisivo, el que tuvo en vilo al país entero durante una semana, el disputado voto que finalmente rompió el increíble empate por el último escaño de tu provincia, el escaño que hizo posible una mayoría que ninguna encuesta había previsto y que solo la altísima abstención hizo posible.

-¡Un voto! –te gritó tu madre en la comida familiar del siguiente domingo-, ¡un solo voto, el que tú no metiste en la urna!

-No dramatices, mamá. Fuimos muchos los que no votamos.

-Pero con que hubieses votado tú, habría cambiado el resultado.

-Díselo a los otros millones de abstencionistas. Cada uno de sus votos fue ese último voto que no llegó.

No votaste, te reprocharon tus compañeros de piso una y otra vez en las semanas siguientes: cuando se formó el nuevo gobierno, cuando anunciaron las primeras medidas, aprobaron los primeros decretos e hicieron los primeros gestos para marcar la llegada de un nuevo tiempo.

No votaste, te acusaron tus colegas de trabajo repetidamente en los meses siguientes, cuando presentaron el primer proyecto de presupuestos, cuando anunciaron las próximas reformas legislativas, cuando la ultraderecha entró en gobiernos autonómicos y municipales en cumplimiento del pacto nacional firmado entre los tres partidos.

¿No votaste?, te preguntó la periodista que te llamó semanas después de las elecciones. Trabajaba en el mismo periódico digital que uno de tus compañeros de piso; él le había contado tu historia, casi como una broma: “Yo conozco al que no votó ese día, el hombre que habría cambiado el resultado si hubiese votado”. Te tomaste tú también a broma la llamada, le reconociste a la periodista que en efecto no habías votado, pero que eran muchos los abstencionistas, era una tontería personificarlo en ti. “Pero visto el resultado, ¿te arrepientes, habrías ido a votar de saberlo?”, insistió ella. “Por supuesto”, sonreíste, “si llego a saber que por un solo voto se decidía el resultado, habría ido a primera hora”.

No votaste, vaya, vaya, te comentó un vecino al día siguiente en el ascensor, después de años sin haber cruzado más que buenos días. Lo entendiste cuando abriste en el móvil la portada del periódico digital, y ahí estaba el titular: “El joven que tuvo en sus manos cambiar el resultado electoral”. Qué disparate, pensaste divertido, y hasta te complació ese minuto de popularidad imprevista. “Sí, yo soy el hombre que pudo cambiar el resultado de las elecciones”, sonreíste esa mañana al llegar al trabajo, todos habían leído ya la noticia. Te fue haciendo menos gracia según avanzaba el día y la noticia se mantenía como la más leída. Dejaste de leer los comentarios de los lectores cuando pasaron de cuatrocientos, porque además eran cada vez más insultantes. Y a última hora de esa misma tarde ya circulaba tu foto por las redes sociales, alguien la había encontrado pese a que la periodista solo escribió tu nombre, la inicial del apellido, edad y localidad de residencia. Pensaste que el filtrador había sido tu enfadado compañero de piso, pero él negó la acusación.

No votaste, cuéntanos por qué no votaste, te preguntaron dos periodistas en el portal de tu casa al día siguiente, acompañados por dos cámaras televisivas. Rechazaste la propuesta de una cadena para que fueses al plató a contar tu abstención; y rechazaste igualmente conectar en directo con la tertulia matutina en la que hablaron de ti aunque no estuvieras, mostrando en bucle las imágenes captadas a la puerta de tu casa, tu cara de sorpresa, tus palabras de disculpa, tu alejamiento a paso rápido hacia el metro.

No votaste, te señaló una señora esa misma tarde en el supermercado, te había visto en la tele y te reconocía. No votaste, repitió en voz alta para que la oyesen otros compradores, reponedores, cajeras, alguno te hizo una foto con el móvil, te largaste sin terminar la compra.

No votaste, te repetían miles de mensajes que te obligaron a cerrar tus perfiles en redes sociales.

No votaste, te reprochó el presentador de la tertulia televisiva cuando finalmente aceptaste acudir a su programa. Lo hiciste con la esperanza de aclarar el malentendido, despejar la absurda acusación:

-No, no voté, vale. Pero como yo hubo millones, y cada uno de esos votos pudo cambiar el resultado, no tiene sentido que yo me convierta en el…

-Pero tú no votaste –insistió el presentador.

-Ya lo he reconocido, pero por qué no se lo dicen también a…

-No votaste –te interrumpió, agresivo-, ¿eres consciente de que si hubieses votado hoy estaríamos en otro escenario? Pudiste cambiar la historia…

-Qué chorrada –protestaste-, esto no tiene sentido, es periodismo espectáculo, no pienso prestarme a este circo, las elecciones no se deciden por un voto y yo no…

-Pues estas se decidieron por un solo voto –apuntó uno de los tertulianos-.

-¡Pero no fue mi voto! –clamaste desesperado.

-Si pudieses volver atrás en el tiempo… –reanudó el presentador.

-¡Eso está muy bien como juego, pero es imposible, no puedo volver atrás! –suplicaste, pero el periodista te interrumpió porque quería dar paso a una noticia de última hora, que anunció con expresión dramática: unas declaraciones del nuevo ministro de Seguridad Nacional desvelando las próximas medidas en relación con Cataluña y en materia de inmigración.

No votaste, y desde entonces no hay día que no te lo recordemos. A veces como broma, amigos o vecinos que te palmean la espalda y te recuerdan que aquel día no votaste, te quedaste en casa, ay si hubieses votado; pero otras somos desconocidos quienes te abordamos por la calle, te escribimos mensajes, nos acercamos en un bar al reconocer tu cara tantas veces vista en televisión y difundida en redes sociales, y el tono es otro: te reprochamos que no votaste, te acusamos, te culpamos, te seguimos por la calle, te señalamos para que todos lo sepan, te gritamos, te insultamos: no votaste, cabrón, no votaste y mira dónde estamos ahora.

No votaste. No votaste. No votaste. No-vo-tas-te. Te lo repites tú mismo en el espejo, e intentas convencerte de que no eres tú, que no fue tu voto, que fueron muchos los abstencionistas, pero no puedes evitar un deseo, un deseo estúpido, un deseo infantil: que todo haya sido un mal sueño del que todavía puedas despertar; que esto no sea más que un cuento, un mal cuento, un cuento tonto e inverosímil, un cuento tendencioso escrito para movilizar el voto y disuadir a los abstencionistas, un cuento que lees en la mañana del domingo 10 de noviembre cuando todavía estás a tiempo de votar, corre.

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