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Sobre este blog

De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Ningún emprendedor sin vacaciones

Ningún emprendedor sin vacaciones

Isaac Rosa

Quiero empezar esta charla motivacional con un consejo para los emprendedores: marchaos de vacaciones. Sí, ya sé lo que estáis pensando: “no puedo cerrar mi negocio, perderé clientes”, “si no trabajo, no ingreso”, “los gastos fijos no se van de vacaciones”, “tengo que pagar la cuota de autónomos”… Sí, yo pensaba lo mismo. Me pasé seis años sin vacaciones. O más bien, sin lo que llaman “vacaciones” quienes no se sienten emprendedores, porque para mí, emprender no es un trabajo sino una pasión. Ya lo dijo Confucio: “Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”.

Como muchos de vosotros, para triunfar, primero tuve que fracasar. La inspiración me vino después de caer. De hecho, me cogí mis primeras vacaciones en seis años para recuperarme de ese fracaso. Y ya sabéis lo que dijo Forbes: “El fracaso es éxito si aprendemos de él”.

Me fui de vacaciones, sí. Cogí a mi familia y me los llevé a un camping, que era lo único que podíamos permitirnos. Y fue allí, estando de vacaciones, cuando encontré mi oportunidad. Lo dijo uno de los hombres que más admiro, Richard Branson: “Las oportunidades de negocio son como los autobuses: siempre viene otro en camino”. Y así fue: mi autobús llegó cuando acababa de perder uno. Habrá quien lo llame suerte, pero para un emprendedor la suerte no existe, es el nombre que damos a la capacidad innata de reconocer una oportunidad y aprovecharla.

Allí estaba yo hace dos años, en mi camping, intentando aprender alguna lección de mi último fracaso. Entonces me di cuenta de algo: yo no era el único emprendedor allí. Entre los campistas había muchos como yo. Normal, pensaréis: la mayoría de autónomos no puede cogerse vacaciones, y los que sí pueden, solo les llega para irse un par de semanas a un camping.

¿Cómo los reconocía, si íbamos todos en bañador y chanclas? Es cierto que los emprendedores tenemos un sexto sentido para reconocernos, hay algo en nuestra manera de movernos por el mundo, como cazadores siempre alerta. Pero yo identificaba a los emprendedores de mi camping por algo mucho más evidente: eran quienes seguían trabajando de vacaciones. Los que nunca desconectaban. Los veía en la piscina pendientes del móvil. Bajo el porche de sus tiendas, sentados en una silla plegable con el portátil sobre las rodillas. Escuchaba sus conversaciones telefónicas, dando instrucciones, discutiendo con proveedores, seduciendo clientes, reclamando pagos atrasados, programando citas para septiembre. Y sus rostros, marcados por el cansancio y nunca del todo relajados, siempre con una nube en la mirada que algunos llamarían preocupación, yo prefiero llamarla búsqueda: los emprendedores nunca dejamos de buscar, somos capaces de ver allí donde otros no ven nada. Y eso hice yo: ver allí donde otros no habían visto nada. Ser el primero. El pionero.

Yo veía que los emprendedores de mi camping no estaban cómodos. Escuchaba sus quejas. El wifi del camping era lento, se caía a menudo. Tampoco la cobertura 4G era muy buena en aquel paraje. Había pocos enchufes para cargar dispositivos. Si querías hacer un envío, la oficina de correos más cercana estaba a cuarenta kilómetros y tenía horario de verano. Ni hablar de programar una videoconferencia. Y por supuesto, no tenían tiempo, se les iba la jornada en quehaceres domésticos propios de un camping, y en atender a sus hijos. Sí, eso son vacaciones, dirán algunos. Pero ya lo dije antes: la pasión no entiende de vacaciones.

Empecé a hablar con ellos, me acerqué y los escuché. Había dos tipos de emprendedores. Por un lado estaban los que no pueden parar ni esas dos semanas, pues su actividad no cesa, los clientes no esperan, los proyectos aprietan: agentes comerciales, abogados, administradores, diseñadores, pequeños empresarios de construcción y reformas, organizadores de eventos, gestores culturales, periodistas freelance, ilustradores… Todos intentaban mantener su actividad mientras estaban de vacaciones, con las dificultades ya comentadas.

Por otro lado, estaban aquellos emprendedores cuya actividad les impide continuarla a distancia. Si quieren vacaciones, por breves que sean, no tienen más remedio que bajar la persiana: transportistas, dueños de bares, pequeños comerciantes… El ánimo de éstos era bien diferente: les amargaba sus vacaciones esa vocecilla interior que a diario te recuerda que mientras el negocio está cerrado, la caja está vacía, pero tienes que pagar tu cuota de autónomo y hasta algún sueldo, si tienes empleados.

Todos ellos necesitaban una solución, y allí estaba yo para encontrarla y ofrecérsela. Solo tenía que intentarlo. Lo dijo Roosevelt: “En la vida hay algo peor que el fracaso: no haber intentado nada”. Yo ya había fracasado, y no estaba dispuesto a no intentarlo.

Al principio no fue fácil, ya sabemos que todas las grandes ideas han chocado contra la incomprensión. Pero los verdaderos emprendedores son quienes han eliminado la palabra “rendirse” de su vocabulario, quienes hacemos de los problemas oportunidades. Lo dijo Henry Ford: “Cuando todo parezca ir en tu contra, recuerda que el avión despega contra el viento”.

Mi viento en contra era la dirección del camping, que no acogió bien mis propuestas, no me dio ninguna facilidad. Y los propios campistas, aquellos a los que yo quería ayudar, desconfiaron al principio. Así que los comienzos de Workamping fueron humildes, los primeros días apenas tenía clientes, y mi cartera de servicios era muy escasa. Pero “el hombre que mueve montañas comienza cargando pequeñas piedras”. Esa no me acuerdo si era de Confucio o de Martin Luther King. Da igual.

Como la dirección del camping no colaboraba, ni yo estaba todavía en condiciones de ofrecerles una participación en los inexistentes beneficios, decidí deslocalizar la actividad fuera de sus fronteras. Mi primera inversión fue alquilar una caravana y aparcarla a la entrada del camping. Ese fue nuestro primer espacio de coworking: una mesa con dos bancos corridos, un par de ordenadores portátiles, una impresora con escáner, webcam para videoconferencias, una pequeña nevera con bebidas energéticas, y una cafetera. Todos hemos oído esas historias de grandes imperios que comenzaron en un garaje familiar. Quién sabe, quizás algún día se cuente esta historia de éxito y recordemos aquella humilde caravana.

El siguiente paso fue contratar una buena conexión de datos, e instalar un router con una potente antena, que alcanzase a quienes trabajasen desde su tienda o bungalow. Una vez conté con las instalaciones básicas, y con el plan de negocio ya elaborado, empecé a ofrecer los primeros servicios a los emprendedores campistas. El wifi fue un éxito rápido: para los autónomos oferté planes a medida, diarios, semanales o mensuales, pero también se apuntaron otros campistas que querían wifi para uso personal.

No tardaron en acercarse a la caravana los primeros usuarios: por solo dos euros disponían de una hora de uso del coworking, y seguramente habrían pagado el doble, qué alivio en sus rostros cuando podían por fin imprimir y escanear una factura, mantener una videoconferencia con un cliente, o simplemente sentarse a responder correos o escribir un artículo para el periódico en un espacio más tranquilo que el bar de la piscina.

El rápido éxito me permitió ampliar la oferta de servicios en pocos días: mensajería urgente, box para recepción de paquetería, administración, contabilidad, pero también todo aquello que liberase tiempo a los emprendedores acampados: compras con envío a domicilio, comida preparada, y el servicio más solicitado: guardería para los hijos.

Os preguntaréis cómo pude montar una estructura así en un camping, con mis únicos medios. Fácil: ya os dije antes que, además de los emprendedores que intentaban mantener su actividad durante las vacaciones, había otros en peor situación: quienes habían accedido a pasar vacaciones con sus familias al precio de cerrar sus negocios. Eran ellos quienes más sufrían, se acostaban cada noche pensando en cuánto habían gastado ese día, cuánto dejarían de ingresar, los gastos fijos que tendría que afrontar ese mes… En ellos también pensé al montar Workamping: no serían clientes, sino proveedores.

Para ofrecer el servicio de mensajería urgente, lo subcontraté con un transportista que había venido de camping con su furgoneta de reparto, al ser su único vehículo. Estaba disponible en todo momento para llevar un paquete a la capital y entregarlo en una empresa de mensajería. Y lo mismo con el servicio de compras y envío a domicilio: dos jóvenes, que habitualmente trabajaban como riders para plataformas de reparto de comida, se ocupaban de atender los pedidos, hacer la compra en el supermercado del camping y entregarlo en la parcela del cliente. Pronto pudimos ofrecer otros productos, que el transportista traía desde un centro comercial de la capital, y a los que aplicábamos un pequeño recargo.

La caravana inicial se convirtió pronto en dos grandes caravanas, una para coworking, y la otra para cocina, donde dos propietarios de bares cerrados en agosto preparaban comidas para repartir en el camping.

El servicio más exitoso fue, por supuesto, el de guardería. El camping contaba con monitores de ocio que hacían aburridísimos talleres y actividades de las que se hartaban pronto los niños. Papiroflexia, pintacaras, teatro, esas chorradas. Así que contacté con varios profesores acampados, interinos y de colegios concertados que en verano eran despedidos, y que pudieron sacarse un pequeño ingreso cuidando niños, organizando talleres más atractivos –robótica, programación, emprendimiento, todo por supuesto en inglés-, y hasta ofreciendo clases de recuperación para los estudiantes suspendidos.

El éxito fue tan rotundo que la dirección del camping tuvo que reconsiderar su negativa inicial, al ver como cada mañana decenas de acampados salían del recinto para acudir a nuestras instalaciones. Alcanzamos un acuerdo de colaboración: nos alquiló varios bungalows a tarifa especial, y pudimos instalar todos los departamentos en espacios cerrados, con aire acondicionado y electricidad, y próximos a la piscina y al parque infantil para que los emprendedores pudiesen supervisar a sus hijos mientras trabajaban.

“Si no puedes volar, corre; si no puedes correr, camina; si no puedes caminar, gatea”. Esta es de Bill Gates, o del otro, el de Apple. Da lo mismo, lo importante es que Workamping empezó gateando, y en poco tiempo estábamos volando. El primer verano fue un éxito que superaba con mucho las expectativas iniciales. Durante el otoño y el invierno contamos con la mejor campaña publicitaria posible: el boca-oreja de los clientes satisfechos. Se corrió la voz de que había un camping ideal para emprendedores, y en abril ya no quedaban plazas para julio y agosto. Así que decidimos expandir nuestro modelo a otros tres campings próximos, donde la acogida fue incluso mejor. A finales del segundo verano ya estábamos presentes en doce campings. Este año hemos abierto franquicias en cinco provincias, y hemos completado una ronda de financiación con varios inversores que nos permitirán dar el salto a Portugal.

Además, este verano incorporamos un nuevo servicio de facturación y contabilidad que, además de aliviar la burocracia, permitirá a los emprendedores deducirse parte de los gastos de camping, y el combustible y mantenimiento del vehículo durante sus desplazamientos. Siento que estamos prestando un servicio público, de interés general: contribuimos a que los autónomos de este país puedan disfrutar unas merecidas vacaciones.

He querido compartir con vosotros mi historia de éxito, que espero os sirva de inspiración. Dejadme terminar con dos frases que llevo tatuadas, cada una en un brazo. La primera es de Michael Jordan: “He fallado una y otra vez en mi vida. Por eso tuve éxito”. La segunda, de Bruce Lee: “Si crees que una cosa es imposible, tú la harás imposible”.

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