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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Céntrico, dos habitaciones, fenómenos paranormales

Céntrico, dos habitaciones, fenómenos paranormales

Isaac Rosa

“Apartamento céntrico, bien comunicado, dos habitaciones, fenómenos paranormales nocturnos. No se admiten mascotas.”

Si lo hubiesen anunciado así, no lo habrían cogido. Para el puente de mayo, Nati y Ernesto no buscaban más emociones que visitar un par de museos, comer en el mercado gourmet, pasear por la zona de tiendas, y por supuesto ir al parque de atracciones, que era la sorpresa para Pablo, su regalo de cumpleaños adelantado y la excusa para aquel viaje.

Tras revisar decenas de ofertas en la plataforma, eligieron aquel piso no solo por las fotos o la buena situación: sobre todo, porque era de un particular, de una familia que ofrecía su vivienda para fines de semana y vacaciones mientras estaban fuera. Una familia como ellos. Ciento veinte euros por noche.

-Solo cogemos un piso si es de un particular –repetía Ernesto, orgulloso-; no queremos nada con empresas o grandes propietarios, que son los que de verdad se están cargando las ciudades.

Aquel piso era de una familia como ellos. En el intercambio de mensajes les dijeron que estaba disponible porque también ellos se iban a pasar el puente fuera. Las llaves podían pedírselas al portero, y cuando se marchasen el domingo, las dejarían en el buzón.

Nada más entrar en el piso comprobaron que, en efecto, era un lugar habitado, un hogar de verdad, no un apartamento turístico fríamente decorado. Había ropa en los armarios, objetos personales en los cajones, frascos usados en el baño, la nevera empapelada con dibujos infantiles e imanes de recuerdo de viajes, marcos con fotos de la familia por toda la casa.

-Mira, Pablo, la niña de la casa parece de tu edad –dijo Nati, señalando un retrato en una estantería al fondo del pasillo.

Sin siquiera abrir la maleta se fueron a pasear.

-Cómo está todo de turistas –se quejó Ernesto.

-Nosotros también somos turistas –le recordó Nati.

-Y todo franquicias, fíjate –insistió él-, y gente arrastrando troleys. Gentrificación pura y dura.

Cenaron unos kebabs en un establecimiento que conservaba el nombre, los azulejos y los carteles taurinos de un bar anterior. Pablo estaba muy cansado, su padre lo subió a hombros y volvieron a casa.

-Mira –dijo Nati desde la calle, señalando al tercer piso-. Nos hemos dejado una luz encendida.

No solo la luz –de la cocina-: al entrar escucharon que también estaba conectada la radio de la cocina.

-Yo no la toqué –protestó el niño, acusado de haber toqueteado los botones hasta dejarla programada para encenderse a alguna hora.

-Menos mal que no ha saltado en medio de la noche, nos morimos del susto.

Al final del pasillo, Nati encontró que la foto de la niña se había caído desde la estantería. Era un marco de plástico y sin cristal, nada que romperse. La volvió a dejar en su sitio, curioseó los libros, fue a coger uno y descubrió que eran de mentira, de cartón hueco. Todos los libros que llenaban las ocho baldas de la estantería eran trampantojos.

-Qué cutre es la gente –murmuró.

Fue también Nati quien, un par de horas después, se despertó al oír un llanto. Pensó que era Pablo con alguna pesadilla. Dejó de oírlo, pero fue a ver si estaba bien. Dormía tranquilo, y al entrar a taparlo escuchó otra vez el llanto, a su espalda. No venía del dormitorio, no era Ernesto, sino del fondo del piso, pero cuando se acercó dejó de oírlo. Paredes de papel, pensó, el niño de los vecinos.

Lo siguiente no fue un llanto: un fuerte grito, el que los despertó a las cuatro de la madrugada. Esta vez sí era Pablo, que los llamaba angustiado: “¡Mamá, mamá, papá, socorro!” Adormilados y desubicados, fueron a la cocina antes de encender la luz y localizar el dormitorio infantil. Pablo estaba muy alterado, se abrazó con fuerza a su madre:

-¡Venía a por mí, mamá, venía a por mí!

-¿Qué dices, hijo?

Consiguieron que se tranquilizase, y entre hipidos les dijo que se había despertado al oír un ruido. Abrió los ojos y, en la penumbra, distinguió una figura en la puerta, recortada contra la poca claridad que dejaba el balcón del salón cercano.

-Era bajita y con el pelo largo, como una bruja, y me estaba mirando –explicó a sus padres, que intentaron convencerlo de que había tenido una pesadilla, culpa de las series que veía en la tele. Lo metieron con ellos en la cama, y por fin se durmió.

Fue Ernesto quien, al levantarse por la mañana, encontró la foto de la niña otra vez en el suelo, a los pies de la estantería, al fondo del pasillo. La recolocó sin darle importancia.

Pablo parecía olvidado del episodio nocturno, y se animó cuando le contaron que pasarían el día en el parque de atracciones, su regalo de cumpleaños anticipado.

-Te puedes montar en todo, menos en la casa del terror.

Regresaron ya de noche, cansados y divertidos. Al llegar al portal, fue otra vez Nati quien señaló hacia arriba, a la ventana:

-¡Hay alguien!

Ernesto levantó la mirada, pero no vio a nadie, el interior en penumbra.

-Te juro que he visto a alguien asomado a la ventana.

-Sería en otro piso, cariño –susurró Ernesto, y guiñó un ojo para que su mujer bajase la voz, iba a asustar al niño.

-Era en la nuestra.

-Habrá sido un reflejo. ¿Lo ves? No hay nadie –dijo al abrir la puerta. Pero Nati le pidió que revisase el piso, cosa que hizo exagerando la comicidad de la situación, preguntando “cucú, ¿hay alguien aquí?” al asomarse bajo las camas, abrir armarios o descorrer la cortina de la ducha.

-Otra vez se ha caído la foto –anunció Nati, al fondo del pasillo.

Pablo no quiso acostarse solo, lo admitieron en la cama de matrimonio. El niño y la madre se durmieron pronto, Ernesto quedó desvelado, escuchando los habituales ruidos de toda vivienda: el motor de la nevera, crujidos de muebles, cañerías, iba identificando cada sonido, hasta que oyó uno similar a la caída de una pieza metálica al suelo, un relampagueo como de platillos de batería. Se levantó y miró en la cocina, pero nada. En silencio revisó otra vez los armarios y bajo las camas.

Le costó dormir, y en la duermevela no distinguía el sueño de la vigilia, le parecía escuchar una voz que en susurros decía “ven… ven… ven ya…”, pero abría los ojos y no oía nada, hasta que un ruido le espabiló del todo. Se levantó, ahora sí asustado. Encendió el pasillo, y comprobó que la foto de la niña había caído otra vez, junto a una pequeña rana de cerámica, destrozada del golpe. A su espalda se acercó Nati.

-¿Cómo te lo explicas? –preguntó, y él no supo qué contestar.

Por la mañana, mientras Pablo aún dormía, bromearon sobre poltergeist, fantasmas, películas de miedo. “Apartamento céntrico, bien comunicado, dos habitaciones, fenómenos paranormales nocturnos. No se admiten mascotas”, dijo Ernesto. “Seguro que le suben el precio, hay mucho friki que estaría encantado de pasar una noche de miedo”, rió Nati. Decidieron que aquello era una anécdota a sumar a la larga lista de pequeños incidentes en los años que llevaban alojándose en pisos de media Europa: una invasión de cucarachas, vecinos que follaban escandalosamente, un escape de agua, y ahora también fenómenos paranormales.

Echaron la mañana del sábado en un rastrillo de artistas, comieron en un viejo mercado lleno ahora de bares sofisticados, recorrieron la zona monumental en un autobús descubierto, y regresaron al atardecer. Los dos levantaron la vista nada más girar la esquina, y allí estaba: una figura en la ventana, quieta, rígida, que dos segundos después desapareció.

Nati sugirió llamar a la policía, pero Ernesto abrió el portal y subió veloz los tres pisos por la escalera, tardó unos segundos en acertar con la cerradura, y al abrir escuchó un golpe seco. No le sorprendió encontrar en el suelo la foto, junto a los restos de la rana que habían dejado en la estantería.

Metieron a toda prisa la ropa en la maleta, se dejaron atrás el neceser y unas gafas de sol, salieron dando un portazo.

El piso quedó en silencio.

Y entonces, al fondo del pasillo, se movió la estantería: se deslizó suave, acompañando el abrirse de una puerta a la que estaba atornillada.

Tras la estantería, tras la puerta que ocultaba, apareció una habitación, un tercer dormitorio del piso, con una cama, una mesita con un ordenador, botellas de agua, una nevera de camping. Salió un hombre, seguido por una mujer, sus rostros repetidos en varias fotos que adornaban el salón. Salió también una niña, la niña, que corrió al salón a encender la tele.

-La hemos cagado, joder –protestó él-. Mira que te he dicho veces que no te asomes a la ventana.

-¿Y cómo quieres que vea cuándo vuelven? –preguntó ella.

-Tenía que acabar pasando. Si no te pillan en la ventana, te podían haber pillado igual por la noche. ¿No podéis mear en el orinal?

-A la niña no le sale en el orinal, se le corta. Y luego se mea en la cama.

-Pues como estos escriban algo en la plataforma se jodió el invento, no lo volvemos a alquilar, y ya me dirás tú qué hacemos para seguir pagando el piso.

-Al contrario. ¿No oíste lo que dijo ella? Seguro que se nos llena de frikis que buscan emociones fuertes. Me veo haciendo ruiditos por la noche para darles gusto.

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