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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Pocas luces

Pocas luces

Isaac Rosa

“¡Diez, nueve, ocho…!”

El alcalde empezó la cuenta atrás, micrófono en mano, y claro que nos unimos todos a gritos, la plaza entera descontando números, cuarenta mil personas según el ayuntamiento, seis mil según la policía. Si estábamos en la plaza aquellos cuarenta mil o seis mil, era porque queríamos ver el nuevo alumbrado, la esperada Segunda Fase, averiguar cuál era la sorpresa, cuántos de los rumores de la última semana se confirmaban. Si cuarenta mil o seis mil vecinos habíamos acudido a la convocatoria, si llevábamos dos horas pasando frío y cantando villancicos y bailando al ritmo del grupo de versiones que amenizó la espera, y si ahora coreábamos con el alcalde el diez, el nueve, el ocho, era evidentemente porque no compartíamos las críticas de algunos, no habíamos secundado el llamamiento en redes sociales a protestar, y hasta habíamos abucheado a los cuatro o cinco pesados que, minutos antes de la hora anunciada, saltaron al escenario y desplegaron una pancarta que decía “Navidad sin despilfarro”.

****

“¡Siete, seis…!”

¿Despilfarro? ¿Qué despilfarro? El alcalde lo había explicado varias veces durante la semana: el alumbrado navideño, el ya instalado, había atraído a miles de turistas desde que se encendió a primeros de mes, los comerciantes del centro esperaban un aumento de ventas, los hoteles y restaurantes se llenaron durante el puente de diciembre, la ciudad recibía atención de medios de todo el planeta, no podía haber dinero mejor invertido. Por algo sería que cada vez más ciudades se lanzaban a “la guerra de las luces”, la competición anual por ver quién colocaba más bombillas y con los diseños más originales.

Por eso la Segunda Fase, que ahora inauguraba el alcalde: para recuperar el liderato, porque desde que a finales de noviembre encendimos nuestro alumbrado, otras ciudades se habían empeñado en superarnos, añadiendo aunque fuese una bombilla más, una noria unos metros más alta, un mapping más sofisticado, un famoso con más tirón el día del encendido. “No nos quedaremos atrás”, anunció el alcalde a mediados de diciembre: “Esos que presumen de luces, en realidad, tienen muy pocas luces, no se dan cuenta de que nosotros competimos en otra liga: con Nueva York, París o Tokio, en la Champions de las luces navideñas. Pero si quieren guerra, la tendrán”. Y remató con una cómica imitación de los Hermanos Marx: “¡Traed más luces, que es la guerra!”, que ninguno de los periodistas becarios presentes en la rueda de prensa entendió.

Y vaya si trajeron más luces: la Segunda Fase incluía otros cuatro millones de bombillas para sumar a las ya instaladas –lámparas LED, subrayó el alcalde, para acallar a los ecologistas–; además de una segunda noria panorámica, un bosque de árboles navideños, un laberinto de neones y otras sorpresas que se desvelarían a las siete de la tarde del veinticuatro de diciembre, al encender la Segunda Fase del alumbrado.

Entre las incógnitas, la gigantesca estructura que contemplábamos en el centro de la plaza, cuya forma nos entreteníamos en esclarecer a la espera de que su iluminación la desvelase.

“Yo creo que es una Torre Eiffel”.

“Qué dices, parece un Papá Noel colosal”.

“Yo creo que podremos subir, eso parecen escaleras”.

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“¡Cinco, cuatro…!”

Las críticas no se hicieron esperar, claro. Los habituales gruñones, los que ya en años anteriores vieron mal el gasto en decoración navideña, y que este año protestaron al conocer el aumento de presupuesto, estallaron tras el anuncio de la Segunda Fase. Acusaron al alcalde de megalomanía, y de desviar recursos habiendo tantas necesidades. Dijeron que con lo que costaban las luces se podía pagar la factura de electricidad anual de no sé cuántos cientos de hogares e hicieron un rato demagogia hablando de la pobreza energética, las familias que no pueden encender la calefacción, o que les cortan la luz por impago.

Y no es que los cuarenta mil o seis mil que acudimos a la inauguración seamos insensibles a esos problemas, claro que no. Pero lo mismo podríamos decir de otros gastos navideños, que seguro que esos que tanto critican luego van y ponen en su casa el arbolito, las luces del balcón, y por supuesto compran regalos y langostinos habiendo tantas familias necesitadas. Que si nos ponemos demagogos, nos ponemos todos.

Por más pesados que fueron, sus críticas tuvieron poco eco. La mayoría de vecinos recibimos con agrado el anuncio de la Segunda Fase, sobre todo cuando supimos que no se limitaría al centro de la ciudad: el alumbrado especial se extendería por todos los barrios, muy especialmente en aquellos más humildes, más desatendidos, y que ahora también serían protagonistas: en todas las plazas y calles principales habría réplicas, a menor escala, del instalado en el centro, incluidas pequeñas norias, mappings y laberintos de luz, que se encenderían a la misma hora, las siete de la tarde del veinticuatro de diciembre, Nochebuena, en el momento en que el alcalde apretase el botón.

****

“¡Tres!”

El alcalde acercó la mano al enorme botón azul que habían colocado en el escenario, un calambre de excitación cruzó la plaza de un extremo a otro.

“¡Dos!

Por fin íbamos a saber cuáles de los muchos rumores eran ciertos: que había contratado al Circo del Sol, que un conocido director de cine había preparado un espectáculo comparable a la inauguración de unos Juegos Olímpicos, que un mago haría desaparecer el ayuntamiento con un impresionante efecto óptico, que una gran bola navideña descendería del cielo y de ella saldría el capitán de nuestro equipo de fútbol, o una presentadora televisiva, o un actor que triunfa en Hollywood, o un miembro de la Familia Real, o los protagonistas de una conocida serie, o todos los citados a la vez, que los rumores fueron a más según se acercaba la fecha.

“¡Uno!”

Todos levantamos un brazo, en la mano el móvil con la cámara activa para captar en vídeo el momento en que por fin se encendería la Segunda Fase, cuarenta mil o seis mil móviles grabando el mismo momento en cuarenta mil o seis mil vídeos idénticos que pronto recorrerían las redes sociales.

“¡Cero!”

Y apretó el botón con un manotazo.

Pero no se encendió nada. Ni la gran estructura del centro de la plaza. Ni la segunda noria. Ni el bosque, ni el laberinto. Ni sus réplicas en los barrios. Ni los cuatro millones de nuevas luces LED.

No se encendió nada. Ni siquiera los diez millones de bombillas que ya lucían en la primera fase. Ni una sola bombilla alumbró la noche de la ciudad: no solo no se activó el alumbrado navideño, sino que se apagaron todas las demás luces. Todas: farolas, fachadas monumentales, comercios y nuestras casas. Apagón total. El alcalde pulsó el botón, y la ciudad se fue a negro.

Al principio, claro, pensamos que era parte del espectáculo. Una genialidad: apagar la ciudad entera, para que así brillase más aún el alumbrado navideño. La primera reacción fue positiva: gritamos, aplaudimos, silbamos, iluminados por los pequeños rectángulos blancos de las pantallas de cuarenta mil o seis mil móviles que seguían en alto, grabando la oscuridad total en vez del esperado estallido lumínico.

Como pasaban los segundos, y en seguida los minutos, y no se encendía nada, empezamos a mosquearnos. Nadie sabía nada, el alcalde gritaba desde el escenario pero no le entendíamos, con el micrófono también apagado. A nuestros teléfonos llegaban mensajes de familiares y amigos que desde los barrios nos confirmaban que también ellos estaban a oscuras. Y en las redes empezaba a hablarse de chapuza, pero también de sabotaje. Esta última fue la primera palabra que pronunció el alcalde cuando quince minutos después volvió la luz a la plaza:

“Un sabotaje. Eso me acaban de decir desde la policía municipal, queridos vecinos: ha sido un sabotaje”.

La primera versión, que en seguida recogieron los medios, fue esa: alguien había saboteado el nuevo alumbrado navideño. Y además tenían pruebas: la policía había descubierto, en varias calles de barrios periféricos, unos cables caseros que alguien había conectado al alumbrado navideño. Todavía no había mucha información, no se sabía qué tipo de aparatos habían enchufado mediante rudimentarios empalmes, pero la intención era clara: querían provocar una sobrecarga en la red, un exceso de demanda eléctrica que colapsase las centrales suministradoras. Un cortocircuito. Y lo habían conseguido: en cuanto el alcalde conectó el nuevo alumbrado, el aumento de potencia saturó el sistema y se apagó la luz.

“No os preocupéis, que ya lo hemos resuelto”, anunció nuestro primer gobernante para evitar que nos marchásemos. “Los enemigos de la Navidad no se saldrán con la suya. Vamos a demostrárselo. ¡Allá vamos otra vez, seguidme!”

Acercó de nuevo la mano al botón, y reanudó la cuenta atrás, y nosotros con él:

“Diez, nueve, ocho, siete, seis…”

Volvimos a levantar los teléfonos, cámaras preparadas, y dos o tres televisiones estatales conectadas en directo.

“Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Cero!”

Y se fue otra vez la luz. De toda la ciudad.

Parte de los cuarenta mil o seis mil se lo tomó a cachondeo; pero otra parte empezaba a impacientarse. Eran casi las siete y media, todos queríamos llegar a casa para la cena de Nochebuena, que además se veía amenazada por el apagón: hornos interrumpidos a medio asar la carne, neveras que no enfriarían las bebidas con las que queríamos brindar, gente sin duchar, vestir o maquillar y buscando velas en algún cajón.

El segundo apagón duró más que el primero. Algunos nos quedamos en la plaza, porque con la ciudad a oscuras no confiábamos en poder sacar el coche del parking, o que el transporte público circulase para llegar a nuestros barrios. Otros, por curiosidad, por ver cómo acababa aquella historia; o por protestar, que los abucheos iban a más. Muchos sí salieron de la plaza, iluminando el suelo con las linternas de sus móviles, y se perdieron por las avenidas próximas, oscurecidas como no se había visto en décadas, en siglos decían algunos, desde los tiempos anteriores al alumbrado público, cuando la gente se encerraba en casa al ponerse el sol por miedo a las peligrosas calles oscuras. En la plaza, algunos levantamos la cabeza para mirar las estrellas, de pronto presentes, la Vía Láctea espumeando como nunca la habíamos visto, señalábamos puntos brillantes que no sabíamos nombrar, hacíamos fotos imposibles al cielo sin contaminación lumínica.

A las ocho y media, el alcalde retomó el micrófono, una vez restablecido el suministro, la plaza ya con poco más de tres mil o quizás apenas quinientos vecinos. Insistió en el sabotaje y, furioso, acusó directamente a quienes más habían protestado por el despilfarro de luces: la oposición política, los ecologistas; hasta insinuó que entre los saboteadores podía haber gente de otras ciudades, esas que querían guerra, y que “quizás nos hacen guerra sucia”.

“Pero no podrán con nosotros, no ganarán. La policía municipal ha encontrado nuevos cables enganchados a instalaciones navideñas, en distintos puntos de la ciudad. Esto no es cosa de dos o tres resentidos: hablamos de un grupo numeroso, organizado, una banda, con preparación para manipular cables, capaces de colapsar todo el sistema eléctrico de una ciudad. Los voy a llamar por su nombre: ¡son terroristas! Terroristas de la Navidad, quieren asustarnos, quieren que no celebremos, ¡pero no podrán con nosotros!”

Dicho lo cual, apretó por tercera vez el botón, ahora ya sin cuenta atrás ni tonterías, de un puñetazo que hundió el interruptor en el panel metálico.

No nos sorprendió el nuevo apagón. Ni siquiera protestamos, preferimos retirarnos en silencio, regresar a pie y a tientas a nuestros barrios, para ver si podíamos salvar la cena, aunque fuesen platos fríos a la luz de las velas.

“Y encima nos perdemos el discurso del Rey”, dijo algún gracioso, inidentificable a oscuras.

De camino a casa, leímos las noticias que ya circulaban a esa hora: en efecto, había por toda la ciudad cables enganchados al alumbrado navideño, empalmes caseros, en algunos barrios se contaban por decenas en una misma instalación. Siguiendo algunos de esos cables, los técnicos de la compañía habían llegado a domicilios particulares: familias que habían decidido enganchar la electricidad de su hogar al alumbrado navideño.

La policía sospechaba que se trataba de una acción coordinada, pues alguien les había ayudado en una acción que requería unos mínimos conocimientos de electricista; pero sobre todo porque, al ser descubiertas, todas las familias dieron a la policía la misma explicación, repitiéndola casi palabra por palabra: llevaban mucho tiempo sin poder encender la calefacción, debían limitar a lo más básico el consumo de luz, algunos directamente habían sufrido cortes de suministro por no pagar los últimos recibos. Y siendo una fecha tan especial, todos querían celebrar la Nochebuena con los suyos sin pasar frío, cocinar en el horno, incluso encender el arbolito (“de luces LED, señor agente”) sin pensar en la próxima factura, aunque fuese por una noche. “Feliz Navidad”.

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