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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

El atasco del siglo

El atasco del siglo

Isaac Rosa

El alcalde se lo pide al concejal delegado del Área de Medio Ambiente y Movilidad, que da la orden al coordinador general, este al director general, que por escrito lo pasa al secretario, toma forma de instrucción dirigida a un técnico, alcanza a un auxiliar, y termina anotada en el plan de trabajo de una cuadrilla de operarios.

A las 8.07h estacionan una furgoneta en el bulevar, sobre el carril bici que ocupa parte del asfalto. La furgoneta lleva el logo del ayuntamiento, y un luminoso en lo alto avisa con destellos anaranjados de “precaución: trabajos en la vía”. Cuatro operarios, con mono amarillo y bandas reflectantes, bajan del vehículo y colocan una veintena de conos para demarcar un perímetro de seguridad. Dejan libre solo un carril en ese sentido para el paso del tráfico, que a esta hora ya es espeso y no tarda en resentirse por el corte.

Los primeros bocinazos acompañan el desmontaje de los bolardos y aletas que hasta hoy han separado la vía ciclista del resto de carriles. Alguna aleta, deformada por los pisotones de conductores despistados, se resiste a ser retirada, forcejean dos operarios sin conseguir sacarla.

-¿Vais a quitar el carril bici? –pregunta un ciclista, obligado a circular entre los coches.

-A nosotros solo nos han dicho que retiremos esto –explica el operario, señalando varios bolardos amontonados en el asfalto.

En pocos minutos el tramo de bulevar entre dos glorietas está atascado. Los vehículos del carril interior avanzan lentamente, mientras los del carril exterior intentan incorporarse al interior, pisan la vía ciclista, piden paso, adelantan el morro, reciben pitadas. Quienes asoman al bulevar desde una calle perpendicular se desesperan por la frecuencia de paso, el semáforo se les cierra en rojo sin que hayan logrado salir más de tres o cuatro coches.

El lento avance en el bulevar consigue acumular tantos coches por detrás que los que llegan desde la glorieta anterior no pueden entrar en él, y al detenerse impiden que otros conductores completen el giro hacia otras calles. La presencia de dos autobuses articulados precipita el cierre de la plaza entera con un anillo de vehículos inmovilizados alrededor de la fuente monumental. Consecuencia obvia: las tres avenidas que confluyen en la glorieta no encuentran salida, y empiezan a acumular retención, sus semáforos cambian a verde inútilmente, nadie se mueve. Un impaciente aprieta el claxon, señal para que el resto de conductores se sume en coro.

Según pasan los minutos, el coágulo va extendiéndose en ondas concéntricas: los siguientes tramos del bulevar, los carriles de sentido contrario al taponarse las glorietas, las calles que ven cerrada la desembocadura, las calles que a su vez confluían en aquellas, las avenidas paralelas y diagonales que aliviaban su propia congestión desviando coches por todas esas vías ahora bloqueadas, sus rotondas que inmovilizadas hacen dique a las calles y avenidas próximas…

Desde el helicóptero de tráfico, el atasco posee cierta belleza en su desparramarse por el centro de la ciudad: la congelación se ensancha en todas direcciones, cual hechizo que durmiese de pronto a todos los conductores y del que nadie logra escapar a tiempo. Desde el aire es fácil adivinar cuál será la próxima calle muerta, la siguiente rotonda enjaulada, las avenidas donde comenzarán nuevos bocinazos.

Los policías municipales avanzan penosamente con sus motocicletas, se reparten el territorio, descabalgan en cruces y rotondas, silban y manotean enérgicos para reanimar el movimiento, frenan una calle para dar paso rápido a otra, abren camino a los autobuses, deshacen varios nudos de coches atravesados, y por unos minutos parecen conseguirlo, se reanuda la marcha, desde el helicóptero es visible el circular, todavía lento pero esperanzador, una calle desatasca levemente a su perpendicular, una glorieta hace girar a sus prisioneros y libera a algunos, e incluso en el tramo original del bulevar los operarios pierden de vista a los conductores que llevaban minutos detenidos frente a ellos.

Poco dura la alegría: los coches que escapan de la parálisis eligen mal las calles a seguir, y acaban alcanzando por detrás a aquellos que todavía no se han movido, las largas ramificaciones del atasco inicial que ahora se cierra redondo, los primeros se convierten en últimos, y los que vienen detrás refrenan su huida hasta que el manoteo imperativo de los policías queda sin respuesta, nadie puede moverse porque no hay hacia dónde dirigirse.

Ahora sí, una vez redondeado el colapso en la zona central de la ciudad, desde el aire se anticipa la catástrofe: la parálisis se contagia a las rondas que abrazan el centro, y que al inmovilizarse detienen decenas de calles y avenidas, que van repartiendo el atasco hacia la periferia, se diría que a un ritmo cada vez más rápido, como una inundación. “Fichas de dominó encadenadas”, murmura el piloto del helicóptero. A su lado, su compañero informa al centro de control, donde suenan todos los teléfonos sin que nadie los atienda, los ojos fijos en las pantallas, las cámaras callejeras que muestran lo que parece una imagen en pausa de cada calle de la ciudad.

En su diseminación desde el centro, la mancha no tarda en llegar a la M-30, cuyas salidas hacia el interior de la ciudad van cegándose según frenan los coches que, al dejar la circunvalación, encuentran las calles saturadas. Y si nadie puede salir de la M-30, no sorprenderá que los vehículos se empiecen a acumular en los carriles de deceleración hasta detenerse por completo, lo que obliga a frenar a quienes vienen detrás, y estos a su vez bloquean el paso a otros que intentan cambiar de vía y entorpecen a otros conductores, y estos a su vez etcétera, etcétera, etcétera. Sobra palabrería, basta con que veamos la imagen que ahora mismo muestra la cámara del helicóptero: las luces de freno van enrojeciendo kilómetros de circunvalación hacia el norte y hacia el sur, en un avance lento pero irresistible, de modo que en pocos minutos la serpiente une su cabeza y su cola.

-La M-30 está totalmente parada –confirma el copiloto a quienes en el centro de control ya lo han visto en sus monitores.

¿Qué viene después? El atasco central salta la barrera de la M-30, y empieza a bloquear las avenidas periféricas, que quedan sin paso libre hacia el interior de la ciudad. ¿Será posible que estas avenidas se congestionen de tal manera que inmovilicen todas las calles a su alrededor? No solo es posible: sucede con tal facilidad, que en el centro de control ya dan por perdido el siguiente anillo, como quien se rinde a un escape químico o un terremoto: la M-40, cuya longitud parecía un elemento de confianza, pero antes de las diez de la mañana queda quieta en sus sesenta y tres kilómetros circulares, ocupada hasta el último metro por coches detenidos y conductores impacientes.

“Atasco histórico en Madrid”, cantan los locutores de radio. “Un atasco nunca visto”, “El mayor atasco que se recuerda”, repiten. Las televisiones, incapaces de desplazar cámaras que inevitablemente quedarían atrapados nada más abandonar el garaje, emiten las señales de las cámaras de tráfico. Las redes sociales se llenan de fotografías de calles saturadas, coches atravesados en su intento por escapar, conductores con la puerta abierta, cruzados de brazos y mirando hacia el horizonte, pasajeros con la frente pegada a los ventanales de los autobuses, policías derrotados.

“Estamos intentando resolver una situación extraordinaria”, asegura por fin el alcalde, que pide paciencia a los vecinos y deja una incógnita: “Sospechamos que no es un atasco fortuito, puede ser una acción organizada por quienes quieren ganar en la calle lo que no consiguieron ganar en las urnas, y están empeñados en hacer de la movilidad una batalla permanente con este ayuntamiento”.

Los tertulianos en las televisiones especulan con estas palabras, y por las redes corren bulos sobre ecologistas cortando calles, conductores de izquierda que ralentizan adrede la marcha, coches abandonados en mitad de la vía.

-Acaban de decir que es una acción de Carmena, que intenta paralizar la ciudad –comenta uno de los operarios en el bulevar, mientras escucha la radio con auriculares. Junto a otro compañero desmonta el último bolardo del primer tramo. Lo echan a la furgoneta y deciden hacer la pausa del bocadillo, ante la imposibilidad de seguir trabajando, rodeados por decenas de coches detenidos.

Volvemos al helicóptero. Desde el cielo la ciudad parece muerta. El habitual hormigueo es ahora un mosaico. En las afueras, la inmóvil M-40 amuralla la ciudad, impide la entrada de forasteros, que van quedando detenidos en las autovías que desde todos los puntos de la península vierten en la capital. Mirando al norte y siguiendo las agujas del reloj, el piloto va recitando las carreteras nacionales que empiezan a acumular kilómetros de retención:

-La de Burgos, la de Barcelona, la de Valencia, la de Andalucía…

-Y las radiales, fíjate, también las de pago –avisa el copiloto señalando a las autopistas que, pese a su escaso volumen de tráfico, también se detienen al no encontrar vía pública a la que devolver los coches que pagaron por recorrer sus despejados kilómetros.

A mediodía el sol calienta las carrocerías, hace lupa en los parabrisas y ventanas para subir varios grados en los habitáculos. Los conductores cierran sus coches, buscan la sombra de soportales y árboles, se meten en bares, algunos suben a sus casas pues apenas se habían alejado de sus garajes, aprovechan para llamar a sus trabajos a los que ya no llegarán hoy. Hay quien se va a comer a su casa y deja en el parabrisas un papel con su número de teléfono, por si se desatasca y tiene que venir corriendo a mover el coche, aunque a estas alturas nadie confía en que se resuelva pronto, las noticias hablan de gabinete de crisis, movilización policial y plan de emergencia, e insisten en calificar el atasco como “histórico”, “catastrófico”, “espectacular”, “apocalíptico”, “la madre de todos los atascos”.

Habrá que comer algo, así que los bares se llenan, agotan sus cocinas, los riders usan las aceras para llevar comida hasta los coches. Hay vecinos que bajan garrafas de agua, sacan prolongadores por las ventanas para que los conductores recarguen sus móviles, ofrecen acogida a niños, ancianos, embarazadas. No prestan baño, así que el atasco se replica en las puertas de los baños de los bares, algunos no aguantan y orinan en un alcorque o entre dos coches.

La tarde no resuelve nada, al contrario: las retenciones en las vías de entrada suman ya decenas de kilómetros, consiguen bloquear los accesos de varias ciudades dormitorio, que al quedar sin salida empiezan también a congestionar sus calles, avenidas e innumerables rotondas, reproduciendo a escala local el atasco de la capital.

La llegada de la noche enardece unos ánimos que en las últimas horas parecían apagados. Ante la perspectiva de pasar toda la noche atascados, los conductores suben otra vez a sus coches para atronar las calles con sus bocinas. Basta que uno empiece para que los demás se sumen, y como si fuese una réplica sonora del propio atasco, un primer bocinazo se va extendiendo por toda la ciudad, hasta que no queda un solo barrio sin estruendo de claxon, además de manotazos en la chapa, silbidos y gritos de protesta, consignas coreadas pero dirigidas a quién, a dónde, en todas direcciones.

A medianoche, la portavoz del gobierno hace un llamamiento a la calma, muestra su confianza en una cercana solución, asegura que todas las administraciones están trabajando conjuntamente, y pide colaboración ciudadana. Sus palabras, reproducidas por miles de radios de coche, solo consiguen que aumente el concierto de bocinas, golpes y gritos.

Habrá que dormir, se dicen unos a otros. Hay quien se va a su casa, incluso si se encuentra a varios kilómetros, dejando el coche allí donde quedó, sin siquiera indicar ya un teléfono de contacto, como dándolo por perdido. La solidaridad vecinal comparte alojamiento con quienes más lo necesitan, reparte fruta y agua del grifo una vez agotadas las botellas en muchas tiendas. La mayoría se mete en el coche, reclina el asiento, abre las ventanillas a la noche veraniega, asegura lo valioso en la guantera, y duerme.

Si alguien pasea la ciudad de madrugada puede ver el insólito campamento, miles de personas durmiendo en sus coches, acurrucados en los asientos traseros, tumbados en una acera sobre una manta sacada del maletero, y muchos otros coches sin inquilino, cerrados, abandonados.

El amanecer siempre es optimista, la luz del nuevo día siempre promete solución, en cualquier momento aparecerán los militares –dicen las noticias que han activado la unidad militar de emergencias- y despejarán las calles en pocos minutos. Agotadas las existencias de café y bollería de los bares, los conductores se sitúan junto a sus coches, ojerosos, despeinados, con las camisas arrugadas y el olor espeso de la noche fuera de casa.

Pero las noticias a media mañana alejan la esperanza: las autovías nacionales no dejan de acumular kilómetros de atasco, por la llegada de trabajadores que viven en provincias limítrofes y que acuden creyendo que en cualquier momento se resolverá, así como miles de camiones que ayer no pudieron repartir y hoy insisten en hacerlo, más los muchos desplazamientos peninsulares que en la España radial no tienen más remedio que pasar por el centro central centralizado y centralísimo, por no hablar de los turistas que vienen de visita, de compras, de musicales, al Prado o al Bernabéu, y hasta curiosos, gente que vive a cientos de kilómetros y quieren ver en persona “el atasco del siglo”, así lo llaman los medios con tanto entusiasmo que quién querría perderse un acontecimiento así, poder hacerte una foto y decir un día “yo estuve en el atasco del siglo”.

Entre todos consiguen que el atasco central vaya irradiándose a cada vez más distancia. Hay quien sale de Guadalajara o Toledo solo para añadir su vehículo a la cola nada más dejar su ciudad. Los militares, movilizados por el gabinete de crisis, no consiguen salir de sus cuarteles, rodeados de coches detenidos; y si vienen desde otras comunidades no lograrán acercarse a menos de un centenar de kilómetros.

Incluso si, como algún experto ha propuesto, logran alcanzar la capital utilizando carreteras secundarias, caminos, vías pecuarias por los que rodar sus todoterrenos, ¿de qué serviría? Para desatascar el bulevar primero necesitarían despejar las dos glorietas que lo delimitan, y para sacar de ellas los coches tendrían antes que evacuar calles, rotondas, avenidas paralelas, diagonales, transversales, la M-30, los barrios exteriores, la M-40, la periferia, las autovías de acceso que exigirían liberar cada ciudad dormitorio y urbanización a su paso, por lo que deberían empezar por vaciar las carreteras nacionales desde tantos kilómetros antes, ir quitando uno a uno los coches, darles la vuelta y alejarlos, o al menos impedir que sigan llegando más vehículos que no dejan de alistarse al atasco del siglo y taponan por delante y por detrás a las caravanas militares que ni siquiera pueden alcanzar la vía de servicio más próxima.

Se hace de noche, acaba el segundo día. Nadie duerme ya en el coche, nos vamos todos a casa. Confiemos en el día de mañana.

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