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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Tu propia casa

Tu propia casa. RIKI BLANCO.

Isaac Rosa

En aquellos días, al llegar a casa, siempre esperaba encontrar la puerta reventada. Subía en el ascensor buscando las llaves en el bolso y escuchando con irritación las palabras de algún vecino que subía también:

- Nosotros al final hemos puesto una alarma de esas en la casa del pueblo. No queremos llegar un fin de semana y encontrarnos que se nos han metido a vivir por la cara. Que cualquiera los echa luego. Y encima te destrozan la casa.

Mi hija me apretaba la mano y me hacía muecas en el espejo, como diciendo “mamá, haz que se calle”.

Yo me despedía con un desganado “hasta luego”, y al salir del ascensor tenía ese pellizco anticipatorio, como si esta vez sí, había llegado el día, la puerta reventada, la cerradura cambiada y no podemos entrar, y entonces qué.

Otras veces subíamos las tres plantas por la escalera, para evitar al vecino alarmista de siempre. Una de esas tardes me encontré abierta la puerta del segundo izquierda, y su propietario apoyado en el marco:

- Hola, vecina.

- ¿Qué ha pasado? –pregunté jadeando.

- Nada, que ya se marcharon los inquilinos, y no lo voy a alquilar más. Lo guardo para mi hija, que se quiere independizar el año que viene.

Desde la puerta abierta vi el salón al fondo, un albañil untaba un ladrillo con cemento.

- He mandado que tapien las ventanas –me explicó el propietario señalando adentro-, y voy a poner una cerradura más segura. No me fío, en cuanto huelen un piso vacío se te meten por cualquier agujero. Puertas, ventanas, y hasta chimenea si tuviese.

Tras aquel encuentro, cada tarde al acercarme al edificio levantaba la vista hacia esas ventanas cegadas con ladrillo, como tantas ventanas que en el barrio habían quedado condenadas en los últimos meses.

- Mamá, ¿pueden entrar en nuestra casa? –preguntaba mi niña, insistente.

- ¿Quiénes, Lucía?

- Los que dicen en la tele. Marta me ha dicho que sus padres también van a poner una alarma.

Cada vez que comenzaba otro anuncio vendemiedo, yo corría a cambiar de canal. Ladrones, asaltantes nocturnos que alimentaron un tiempo las pesadillas de Lucía, y últimamente otro tipo de visitantes indeseados:

“- ¿No duermes, cariño?

- No puedo. Se acaban las vacaciones y nos volvemos ya, y esto se queda solo. Me preocupa que se nos meta alguien, deberíamos contratar una alarma, el resto de pisos ya la tienen y no vamos a ser nosotros los únicos que…“

Pero también podía ser que al cambiar de canal invadiese el salón un programa de sucesos: una locutora narrando con voz dramática el “caso real” de una familia expulsada de su propia casa por una mafia okupa; o el telediario, con un dirigente político que anuncia una ley más dura:

“Hasta el veinticinco por ciento de viviendas de bancos e inmobiliarias están ocupadas. Garantizaremos por ley que en solo doce horas las fuerzas de seguridad puedan echar a los…”

- ¿Qué haremos si entran en nuestra casa, mamá? –insistía mi hija.

- No va a pasar, cariño. Estate tranquila.

- Pero, ¿y si pasa?

- No puede pasar.

Y así cada tarde, al volver del colegio con ella, disimulaba mi inquietud al atravesar el portal, al abrir el buzón, al asomar desde el ascensor y temer la puerta reventada, la cerradura que no respondiese a mi llave.

Incluso un par de días que no tuve con quién dejarla y se quedó sola en casa mientras yo iba al banco: apenas media hora que yo pasaba agobiada por si justo en ese rato llegaban y la encontraban sola.

Por supuesto, en la última reunión de la comunidad de vecinos el tema estaba en el orden del día:

- A mí me preocupa el piso turístico del séptimo.

- Dirás el del quinto.

-Ese también, pero hay otro en el séptimo que tiene una puerta de papel, que la podría abrir yo mismo usando una tarjeta.

- Eso solo pasa en las películas.

- Si quieres luego te lo demuestro. Me preocupa, porque el piso se pasa vacío de lunes a viernes, y cualquier día se nos cuela alguien por la cara. Yo empezaría por cambiar la llave del portal, que con tanto alquiler que viene y va, y tanto turista de fin de semana, demasiada gente tiene copia de la llave de abajo.

- A veces no hace falta que te entren: ya los tienes dentro cuando deciden dejar de pagar y quedarse. A mí no me pillan, yo el de mis padres lo he puesto en alquiler pero antes he hablado con los del tranquiler ese.

- No será para tanto –dije yo, intentando desviar el tema.

- ¿Que no? El otro día vi en la tele una empresa que se dedica a echar okupas, y por lo visto no dan abasto con tanta demanda. Son boxeadores, ex militares, porteros de discoteca, gente así, que solo con verlos los listillos se cagan y salen corriendo.

- Hay gente que le echa mucho morro a la vida, y quieren vivir de gratis –levantó la voz la vieja del quinto, siempre tan simpática, y no me resistí a contestar:

- A mí me parece que se está exagerando el problema cuando en realidad…

- ¿Tú qué pasa, bonita, que no tienes miedo de que te echen de tu propia casa? –me soltó, sonriente.

- Por supuesto, pero ¿podemos hablar de otra cosa? –miré el reloj, hora y media que Lucía llevaba sola en casa.

- Sí, podemos hablar de los vecinos que acumulan recibos impagados de la comunidad –me apedreó la del quinto, con su sonrisa cabrona.

Dos días después de esa última reunión, salí el domingo de casa a buscar algo de comer, que teníamos la nevera vacía. “Vuelvo en seguida”, le dije a mi hija. Pero cuando quise entrar en el portal, sorpresa: el administrador había cambiado la cerradura, y nadie me había avisado ni dado copia. Forcejeé con la llave por si era un problema de desgaste, pero nada. Llamé al telefonillo, aunque ya sabía que Lucía no me iba a abrir, niña obediente que no responde ni al portero automático ni al teléfono cuando está sola. Revisé los números de los pisos, pensando un vecino con el que no hubiese tenido un desencuentro en los últimos meses, pero los dos únicos que me atreví a pulsar no estaban.

Insistí en el botón de nuestra casa, tres o cuatro llamadas largas que solo podían conseguir lo contrario que buscaba: cuanto más sonase el timbre y con más agresividad, menos probabilidad habría de que Lucía descolgase y abriese. Me la imaginé en su dormitorio, tapándose los oídos y al borde del llanto. Me sentí mal por alimentar su temor.

En la calle, sin llave, con una bolsa de comida en la mano, vecinos que no me abrirían, mi hija en su habitación echándome de menos. Inevitable ponerme a llorar sentada en el escalón, los diez o doce minutos que tardó en abrir alguien la puerta: dos guiris que me miraron asombrados, me preguntaron algo amable en su lengua y me dejaron entrar y subir los tres pisos saltando de dos en dos los escalones.

Solo una semana después ocurrió. Y fue tal como lo había elaborado mentalmente durante meses, como si lo hubiese predicho.

Llegamos Lucía y yo por la tarde, veníamos más animadas que de costumbre. Abrimos el portal con la llave que ahora sí teníamos, gracias a la vecina del sexto, que siempre está ahí para lo que necesitemos, lo mismo una copia de llave que un cartón de leche, un amor de mujer.

Elegimos ascensor, no sin antes mirar a la calle y asegurarnos de que no llegaba nadie, podíamos subir solas.

- ¿Qué vamos a cenar, mamá? –fue la última pregunta de mi hija, ni tiempo me dio a contestar.

Abrí la puerta del ascensor, se encendió la luz del descansillo, y ahí estaba, como en una pesadilla sin posibilidad de despertar. Ni siquiera necesité probar la llave: la puerta mostraba las marcas del forcejeo, la madera astillada y arañada por herramientas, y el brillo de un bombín nuevo. Más visible aún, el precinto policial de esquina a esquina. Y por si quedase alguna duda, a la altura de la mirilla, el folio pegado con celo, que no necesité leer, me bastó ver el sello del juzgado.

Estuve lenta, para llevar tanto tiempo temiendo el desahucio estuve demasiado lenta. Podía haberlo visto con solo entreabrir la puerta del ascensor, y debería haber tenido preparada una excusa para convencer a mi hija de volver a bajar, salir del edificio, ir a comprar algo al chino, a casa de la tita, a cualquier otra parte, lejos de allí.

Pero estuve lenta, demasiado lenta, y mi hija salió del ascensor y lo vio todo: el precinto, la notificación, la cerradura diferente y rodeada por un círculo de madera destrozada.

- ¿Qué pasa, mamá? ¿Han entrado okupas de esos?

Lo conté todo ayer, en la asamblea de la plataforma. A la tercera fue la vencida, como se suele decir. Los dos jueves anteriores no me había atrevido a abrir la boca, solo escuché a quienes llegaban nuevos como yo, o quienes habían tenido más valor que yo y acudían cuando todavía estaban a tiempo de parar su desahucio. Me pasé dos jueves muda, lo lloraba todo al llegar a casa de mi hermana, encerrada en el baño para que no me viese Lucía.

Y ayer, a la tercera, hablé por fin. Lo conté todo. Los últimos meses, el miedo de que cualquier día sucediese algo que en realidad era inevitable, que estaba anunciado desde la primera notificación, pero que al no tener fecha yo pensaba que todavía era posible impedirlo, como un error administrativo. Conté también todo lo anterior, los dos años desde que cerré la tienda, los meses quemando ahorros y pidiendo a la familia, todo lo que había dejado de comprar, todo lo que me había quitado y sobre todo le había quitado a Lucía por seguir pagando cada mes hasta que ya no había nada más que quitar. Aunque la gente de la asamblea me insistió en que no debía sentirme culpable, no era mi culpa, les dije que claro que me siento culpable, sobre todo por no haber venido antes a la asamblea, no haber buscado ayuda, no haberme sumado a ellos para no estar tan sola.

Cuando terminé mi confesión, me dijeron que ya no estaba sola, que ahora mi problema era de todas, y que mi hija y yo no nos íbamos a quedar en la calle:

- Justo acabamos de recuperar un bloque de pisos, está a falta de enganchar la luz. Siendo madre sola con una hija tienes prioridad.

- Pero… ¿un edificio okupado?

- Un edificio recuperado. Los pisos son nuestros, los hemos pagado. Este en concreto era de una inmobiliaria, no llegó a venderlo, se lo encasquetó al banco a cambio de condonar la deuda, un banco rescatado por nosotros. El banco lo ha tenido cinco años vacío y ahora se lo ha vendido a un fondo. Ocho plantas, treinta y dos pisos donde caben treinta y dos familias desahuciadas, como vosotras. Tranquila, nunca nos metemos en pisos de particulares, solo de bancos y fondos, y además les proponemos un alquiler social, nadie quiere vivir por la cara. Pero en la tele solo hablan de mafias y aprovechados, que son una minoría de casos. No te creas todo lo que cuentan en la tele.

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