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Luis Carlos Davis, director de cine: “En el mundo del narcotráfico no existe el glamour que creemos”

Luis Carlos, director del documental "El Monstruo"

José Miguel Vilar-Bou

El cineasta Luis Carlos Davis se crió en las ciudades fronterizas de Nogales (Sonora, México) y Arizona (EE.UU). Se considera “fruto de dos países y dos culturas”. En 2010 fue nombrado Hombre del Año de Arizona por su labor. Visita España para presentar el miércoles 7 de marzo en el Internet Freedom Festival su nuevo trabajo, “El monstruo”, documental para el que ha logrado que tres sicarios mexicanos de tres generaciones distintas se sienten a relatar sus vidas e incluso sus sueños ante la cámara.

Luis Carlos ha querido poner cara (aunque los entrevistados lleven máscara) a la parte más oscura del crimen organizado, pero también romper tópicos como el del glamour que el cine asocia al mundo del narcotráfico.

¿Por qué adentrarte en la mente de los sicarios?

La idea surgió porque siempre se escucha hablar de los sicarios, de lo que hacen. Salen en el periódico. Pero yo no les veía cara. No son como los narcos, a los que sí vemos en televisión. Se sabe poco de los sicarios. Y yo me preguntaba quiénes eran, de dónde venían. Es una simiente que se mete en tu cabeza y no te deja descansar. Y empezó a empujar y empujar y así es como surgió el proyecto.

¿Quiénes son los sicarios?

Son los encargados del trabajo más sucio y duro de la cadena del crimen organizado. En el documental les puse máscaras para que no los reconocieran, pero yo los vi sin máscara y lo que me sacó de onda es que se ven gente normal y corriente. Podrían ser tu vecino. No es como en las películas. No tienen una cicatriz en la barbilla ni cosas así.

¿Existe una frontera delimitada entre quien es capaz de matar y quien no?

Uno de los sicarios cuenta en un momento del documental que todo el mundo tiene la posibilidad de matar. Es como un virus. Hay gente en la que explota ese virus y gente en la que no. Pero todos tenemos la capacidad, dependiendo de dónde te pongan tus necesidades. Y que, una vez sucede, ya no hay vuelta atrás. Da un poco de miedo eso.

¿Se arrepienten?

Uno de ellos me dijo que en cualquier momento lo podían matar. Él tenía como un tipo de arrepentimiento, remordimientos. Y por eso quería dejar dicha su historia. Los otros dos a los que entrevisté desarrollaron, me parece, un mecanismo para poder convivir con esto. Yo creo que, una vez matas, no puedes volver a ser el mismo.

¿Tienen los narcos, a su modo, algún tipo de código, normas?

Yo no abordé el tema del narco a lo grande, gente tipo el Chapo, sino que me concentré en estas historias chiquitas, personales, las vidas de la gente más pequeña de la cadena del crimen organizado. Pude ver en ellos que, dependiendo de la edad, la cosa cambia. Uno me dijo que él no mataba niños ni mujeres. Los más jovenes eran un poco más sanguinarios. También hablaban de que antes había más respeto para las familias, y que ahora todo se ha vuelto más difícil. Me dijeron que antes se ganaba más dinero. Yo creo que la contribución del documental es que le quita el glamour a este mundo, mucho más duro de lo que la gente, sobre todo jóvenes, cree.

El cine y series como “Narcos” han creado una imagen que no se ajusta a la realidad.

“Narcos” sucede en otro tiempo. A lo mejor antes circulaba más el dinero, había más forma de escalar, pero ahora ha cambiado todo, dicen mis entrevistados.

Encontrar a tus tres testimonios debe de haber sido toda una peripecia.

Fue un proceso muy largo. Cuando decía que quería entrevistar a esta gente me decían que estaba loco y se cerraban las puertas… hasta que una puerta se abrió. Tuve la oportunidad de juntarme con varios sicarios, me senté a comer con ellos y me contaron sus historias. Aceptaron hacer el vídeo, pero a última hora me dio miedo y lo dejé. Sin embargo la historia me seguía dando vueltas, y a los seis meses la retomé. A esos sicarios ya no los volví a ver. Busqué otro contacto. Al final fue un proceso de un año.

¿Cómo te comunicabas con los sicarios?

Yo no sabía sus nombres reales. No podían decirme para quien trabajan… por el bien de ellos y el mío. No queríamos saber de dónde venían, de qué ciudades. Me comunicaba con ellos con unos teléfonos muy baratos, de unos 40 dolares, que compré y les entregué. Cuando terminó el rodaje, se los quedaron y ya no tuve contacto con ellos.

Un proyecto así debe de haberte cambiado.

Es el proyecto que más me ha cambiado. Yo sabía, claro, que en el mundo hay gente que mata gente, pero nunca me había sentado enfrente de uno a conversar. Explorar su mente es algo muy fuerte. Me metió en mis propias zonas oscuras. También la filmación en sí fue difícil, porque yo no quería meter a nadie en cuestiones de producción por si pasaba algo, se corría algún peligro. Así que tuve que encargarme yo solo de grabación, dirección, iluminación… A veces los mismos sicarios me ayudaban a cargar el equipo.

En tu experiencia con estas personas, ¿hay bien dentro del mal?

Es algo muy complejo. Es muy fácil llegar a conclusiones cuando ponemos las cosas en blanco y negro. Pero si te acercas a las situaciones, a las personas, todo se empieza a quebrar y hay más colores, matices. Yo creo que, para comprender algo, es importante ver todos los lados. Si te niegas a ver o a escuchar una parte de la realidad, te quedas corto, no entiendes.

Han pasado años desde que rodaste tu documental “389 millas”, en el que retratabas la vida en la frontera entre EE.UU. y Arizona. En este tiempo, ¿se ha producido un deterioro en la convivencia entre Estados Unidos y México?

En los medios de comunicación sí se ha puesto más tenso el ambiente, más duro. Pero la frontera, tanto del lado mexicano como del norteamericano, no es como la vemos en los medios. Hay una hermandad entre quienes viven ahí. A veces las familias son las mismas. Incluso a nivel económico un lado depende del otro. Yo soy de frontera: En un día cruzo de Arizona a Nogales, Sonora, México. Claro, hay gente que no tiene el privilegio del pasaporte. Pero esa división se fomenta desde fuera. La frontera es un lugar único, mágico.

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