Marcos Amorós: ¡adiós!
A Marcos Amorós Batalla (Murcia, 1959), la pandemia le sorprendió como a todo el mundo y, en su caso, pintando en el estudio durante sus ratos libres. Junto a él, Ana, su mujer, y sus dos hijas, Ester y Belén, así como la proximidad de sus muchos, muchos amigos. Burló el contagio, pero otra enfermedad le aguardaba y lo apartó de esas cercanías humanas. Murió en Cartagena en septiembre de 2020. Sus colegas le dedicaron un homenaje en El Almudí hace unos meses y durante estos días en el ayuntamiento de esa ciudad portuaria.
Marcos era un budista convencido y convertido, tan practicante de esa religión y corriente filosófica como atento al espíritu reflexivo y empático de sus respectivas enseñanzas, aspectos éstos evidentes en su obra; y no solo en la dedicada concretamente a determinadas formas exteriores de personajes tibetanos en cuanto a ropajes, costumbres y características étnicas. La serie a la que corresponde la niña tibetana que mostramos ilustrando este artículo, que forma parte de otros trabajos realizados en el ecuador de su vida artística hasta pocos años antes de fallecer, responden a un ensayo de la belleza exterior antropomórfica acorde al carácter alegre de la expresión folklórica de los pueblos orientales; tan en consonancia con la propia predisposición del artista a tomarse la vida con un humor que a veces, en momentos poco gozosos, maravillaba a los más optimistas.
Conocer a Marcos y abstraerse de su forma de ser y actuar a la hora de analizar sus cuadros no tiene sentido. Es tan absurdo como no ver nada más que garabatos en los caracteres sinológicos que a él tanto le atraían, y practicaba con denuedo. Analizar su obra conduce directamente a él, pero es obvio que, objetivamente, refleja una búsqueda del interior humano inherente al espíritu zen que trataba de seguir, como persona y como pintor.
La idea del fluir del tiempo la deja ostensiblemente expresada en las mariposas aleteando junto a la niña que mira la ascensión efímera de los insectos, junto a las no menos perecederas pompas de jabón. Ambos elementos simbolizan las emociones que inevitablemente se desvanecen con el tiempo, al mismo tiempo que expresan la fatuidad de la identificación esencial del ser con sus pensamientos.
El rico brocado de seda que viste la niña añade una forma de resistencia a su preocupada mirada de la niña hacia algo que queda velado por los contornos del lienzo. El fondo está en movimiento y deshace ligeramente tanto el perfecto peinado como su vestimenta. Todo el conjunto fluye como un sueño, aunque sin abstracciones expresionistas, tan evitadas éstas en el arte tradicional oriental.
Pocos años antes de morir, tan consciente de su enfermedad como remiso a contarlo y a amedrentarse, el pintor se acercó al desnudo femenino. No se apartó sin embargo un ápice de su camino, sin metas, dispuesto a seguir escudriñando lo intangible en lo tangible, el interior en lo visible, la esencia en piel. No se aprecia apenas intención sensual en sus cuadros, sino una búsqueda de la proporcionalidad y la armonía del cuerpo humano, sin huidas mojigatas de la belleza como puente hacia la plenitud de los sentidos. Y recorriendo el cuerpo, de nuevo, un camino de mosaicos y el aleteo de la mariposa.
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