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Carlo Petrini: “La alimentación es el acto más político de todos”

Carlo Petrini

Carlos Fresneda

Carlo Petrini iba para político y se quedó enganchado a la alimentación, “el acto más político de todos”. Allá por 1986, en plena invasión del “fast food”, lanzó su anatema en las escalinatas de la Plaza de España de Roma y desde entonces no para. Con el brío de este sociólogo de Bra, y con el caracol como bandera, la revolución silenciosa de Slow Food se ha extendido por todo el planeta en tres décadas, agitada por más de 100.000 miembros que llegan ya a 175 países.

Reconoce Petrini a estas alturas (65 años) que el movimiento ha crecido por caminos que ni siquiera él mismo imaginaba, como el proyecto de 10.000 Huertos en África, que aspira a reclamar la “soberanía alimentaria” para el continente explotado. El fundador de Slow Food acaba de sumar su voz al Protocolo de Milán, con la misión de poner fin al despilfarro, promover una agricultura sostenible y darle la vuelta a la “tortilla alimentaria” impuesta por un puñado de multinacionales.

En el último festival Terra Madre de Turín, y a su paso huracanado por el Borough Market de Londres, tuvimos la ocasión que compartir plato y planeta con quien fue distinguido por la revista Time como uno de los 100 “héroes” más influyentes en los albores de este maltrecho siglo XXI.

¿Usted come carne?

Cada vez menos, la verdad. Pero la agradezco de vez en cuando para dar sabor a la pasta, nuestro plato nacional.

¿Y si comiéramos menos carne, no le estaríamos haciendo un gran favor al planeta?

El consumo de carne y de pescado es algo que hemos intentado abordar muy directamente en los últimos años en Slow Food. De esa preocupación han nacido precisamente proyectos como Slow Meat y Slow Fish… Es increíble cómo estamos devastando los océanos, y ese es un daño del que apenas se habla porque tal vez es menos visible. Por eso es tan importante cambiar nuestras pautas de consumo, y conocer y proteger al pequeño pescador, que es el que en realidad vela por la protección de los mares.

Y por lo que respecta a la carne, es totalmente cierto: los americanos y los europeos comemos demasiada. Un americano medio come una media de 125 kilos al año, lo cual no es solo malo para el planeta, es malo para la salud. En Italia, y creo que también en España, rondamos los 90 kilos por habitante, algo totalmente excesivo. Pero un africano medio no come más que cinco kilos de carne al año… Y es contrastando ese tipo de datos como nos damos cuenta de la injusticia y la desigualdad. No estaría de más que los africanos pudieran comer más carne. Aunque es del todo necesario que nosotros reduzcamos nuestro consumo.

Slow Food se percibió en sus inicios como un movimiento elitista y centrado en el “buen comer” en el hemisferio norte. Hasta hace poco menos de una década apenas tenía implantación en África. ¿Qué ha cambiado?

Todos los movimientos evolucionan y tienden a hacerse más inclusivos para llegar a más y más gente. El principio de la comida “buena, limpia y justa” está con nosotros desde los inicios, pero digamos que ese lema se ha ido ampliando, sobre todo con la incorporación progresiva de los pequeños agricultores, que han comprendido que lo que Slow Food reivindica es un cambio profundo en nuestra relación con los alimentos desde lo más básico.

¿Qué tiene en común un miembro de Slow Food en Camerún con uno en Estados Unidos?

Tiene en común su aprecio por la tierra, por la dignidad de los campesinos, por nuevas formas de distribución y venta directa, por los mercados de granjeros, por los alimentos locales y de temporada… Cada país tiene su cultura, y eso es algo que también nos interesa destacar: los países que llámanos “pobres” son a veces muy ricos en cultura gastronómica. No hay más apreciar algunos de los 2.000 alimentos que hemos preservado en el proyecto del Arca del Gusto: queremos llegar a los 10.000 en todo el planeta. Se trata de una especie de Arca de Noé de los sabores más autóctonos, y en el que está muy bien representada España (con productos que van de la aceituna aloreña a la zanahoria morá, pasando por la escanda asturiana o por el peix sec de Formentera).

 

¿Cómo va Slow Food en España?

Va muy bien en el País Vasco y en Cataluña, también en Mallorca, pero creo que en el resto del país aún nos falta. Creo que podríamos tener mucha más presencia sobre todo en Andalucía, Extremadura y la Región de Murcia. Sí, creo que definitivamente tenemos que dar un salto cualitativo en el sur para que la representación esté más equilibrada, como hicimos aquí en Italia.

Algo muy común en todos nuestros países es por cierto el despilfarro alimenticio. Una tercera parte de los alimentos que producimos nunca llega a nuestra mesa. ¿De quién es la culpa?

El despilfarro es un auténtico escándalo. En el fondo, es un reflejo de este sistema alimentario criminal e insostenible que hemos creado. Más de 850 millones de personas pasan hambre, y más de 1.500 padecen obesidad o están sobrealimentados. Son las dos caras de la misma moneda.

Y entre tanto, tiramos millones de toneladas de comida a la basura… ¿Cómo podemos tolerarlo? Está claro que el sistema alimentario ha tocado fondo. Es urgente cambiarlo, pero la labor es más ardua. Lo que necesitamos en el fondo es un cambio de paradigma. Hay que evolucionar hacia un modelo que respete la biodiversidad y la gestión de la tierra.

Pero a la gente le cuesta hacer la conexión entre el plato y el planeta…

Y sin embargo, esa conexión es primordial ha estado ahí desde el principio de la historia. El alimento, la política y el medio ambiente siempre han ido unidos, desde los tiempos de los faraones y de Nerón. La alimentación es el acto más político de todos. La política alimentaria ha sido siempre el elemento fundamental del poder, que consiste esencialmente en controlar el vientre de las personas. En tiempos se hacían las guerras para conquistar tierras y cultivar. Hoy se persigue el mismo afán por otros medios: India, China y las multinacionales se han lanzado al acaparamiento de tierras en África. Se las regalan los Gobiernos corruptos…

Usted ha sumado su voz al Protocolo de Milán, que aspira a dar la vuelta al sistema alimentario de aquí al 2020, ¿no se trata acaso de una meta utópica?

Hoy por hoy vivimos en un sistema alimentario criminal, que pone los intereses del mercado por delante de las necesidades de la gente. Se trata además de un sistema que penaliza a los 500 millones de empresas familiares agrícolas y vela exclusivamente por los intereses de un puñado de multinacionales. Un sistema que ignora además otra cuestión fundamental: la de nutrir el planeta para que puedan beneficiarse las futuras generaciones“.

Slow Food ha lanzado su programa de 10.000 huertos en África. ¿Serán suficientes?

No son más que una gota de agua, pero así se empieza. Los campesinos necesitan mecanismos de autodefensa… La realidad es así de dramática: el 80% de las semillas están en manos de cinco multinacionales. Tan sólo el 20% está en manos de los campesinos. Patentar las semillas es algo que debería estar prohibido, es casi como patentar el aire que respiramos… Nuestra esperanza son sin embargo esos 500 millones de familias agrícolas en cada ángulo del mundo. Forman parte de ese ejército silencioso que está impulsando el cambio de paradigma desde lo local.

¿Podemos acabar con el hambre con la agricultura familiar? ¿Para alimentar a un mundo de 10.000 millones de habitantes hacia el que avanzamos no harán falta la agricultura industrial y los transgénicos?

Esa idea de que los transgénicos pueden acabar con el hambre en el mundo es una falacia… Para empezar, hoy por hoy producimos comida suficiente para alimentar a 12.000 millones de humanos. Si no lo conseguimos es principalmente por los problemas de distribución, por falta de eficiencia o de conveniencia de los “mercados” (la palabra mágica). Se está desmontando también el mito de que los cultivos transgénicos son más productivos que los biológicos. Y hasta la FAO, que hasta hace poco defendía la agricultura intensiva como la solución, se ha convertido al apoyo de la agricultura familiar, que es el baluarte que puede defender la buena alimentación, la alimentación verdadera.

¿Qué lugar ocupará en el futuro la agricultura urbana?

Un lugar bastante importante, sin duda. Desde el 2008, por primera vez en la historia de la humanidad, la mayoría de población vive en ciudades. Es lógico pues pensar en la agricultura urbana como una manera de responder a la concentración humana. Me consta que en España, como en otros países, ese fenómeno va a más y forma parte de una mayor sensibilidad hacia la producción ecológica, sana y local.

Usted ha criticado recientemente la labor de los chefs estrella en la televisión como “pornografía gastronómica”…

No podemos generalizar. Y lo cierto es que hay cada vez más “chefs” sociales. En el Festival Terra Madre hemos tenido a Jamie Oliver, que ha revolucionado la comida en las escuelas británicas. Y en Perú tenemos a Gastón Acurio, que es algo más que un cocinero, es todo un líder, con una tremenda influencia más allá de su país. Me consta que en España hay ya muchos “chefs” realmente concienciados del poder transformador de los alimentos. En los próximos años tenemos que volcarnos en la educación y en los medios. Tenemos que llevar a la televisión a los agricultores y a toda la gente que trabaja la tierra y que nos alimenta. Ellos son las auténticas “estrellas”.

 

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