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Javier Negrete: “Hay que atraer a la gente hacia la historia como lo hacía Heródoto: con un relato”

Javier Negrete: artesano de la palabra, perfeccionista y concienzudo, transmite pasión por la historia y las historias

José Miguel Vilar-Bou

Hace apenas dos décadas era impensable que una editorial grande apostase por un escritor de fantasía o ciencia ficción si era español. Estos eran cotos reservados a los autores anglosajones, y además, el desprecio de la crítica estaba garantizado. Todo empezó a cambiar en 2003, con la aparición de “La espada de fuego”, el primer éxito de la fantasía épica nacional. Su autor, Javier Negrete (Madrid, 1964), se había ido fraguando en los noventa, a la sombra de una literatura oficial que ignoraba los géneros más aventureros e imaginativos. No era el único. Muchos otros escritores luchaban por salir de esa marginalidad histórica. Eran los años de la Generación X, marcados por una narrativa rabiosamente realista. Pero fenómenos como “Harry Potter”, “Matrix”, o la trilogía cinematográfica de “El señor de los anillos” fueron despertando en el público el gusto por lo fantástico. Era cuestión de tiempo que una oleada de narradores patrios llenara las librerías de mundos imposibles y futuros posibles. En esta entrevista, Negrete recuerda aquel momento germinal y repasa su carrera. Artesano de la palabra, perfeccionista y concienzudo, transmite pasión por la historia y las historias. De hecho, ha logrado exportar con éxito su sentido de la épica a la novela histórica, aunque no descarta volver al universo fantástico de “La espada de fuego”: “Puede que Tramórea aún dé de que hablar”, deja caer.

¿Cuándo sentiste la llamada del fabulador?

Si me retrotraigo del todo, me voy muy lejos en la infancia. Siempre he dormido mal. Puedo despertarme cuatro veces en una noche, y creo que por eso tiendo a recordar los sueños. Soñar es una manera de fabular, sobre todo cuando eres niño, ese momento de la vida en que, en ocasiones, no distingues lo que sueñas de lo que vives. A veces, yo continuaba en mi imaginación las películas que veía. Me convertía en el personaje, cambiaba el final… ese tipo de cosas.

Inventabas historias ya antes de empezar a leer.

Yo era un niño raro, como todos los que escribimos. Vivíamos en Ciudad de los Ángeles (Madrid) y luego en Vallecas, donde sigue viviendo mi madre. Siempre he sido un chico de barrio. Se me daba mal el fútbol. Me gusta verlo, pero jugando soy un paquete. Cuando los chiquillos echaban partidos en la calle, nunca me elegían, así que era frecuente que me subiera a casa frustrado, y entonces me dedicaba a otras aficiones, sobre todo a la lectura, que es una manera inigualable de evadirse de la realidad. Así la sigo considerando hoy. Creo que muchos escritores han pasado por experiencias parecidas: Niños con mucho mundo interior, que sienten el impuso de inventar universos…

¿Cómo entraron los libros en tu vida?

En mi casa siempre ha habido libros. No voy a decir que fuera un hogar de profesores universitarios, porque la educación formal de mis padres fue la que se daba en la época: Mi padre, en el Madrid de posguerra, tuvo que ponerse a trabajar casi desde niño. Y mi madre, parecido. Pero teníamos muchos libros. Éramos del Círculo de Lectores, y mi padre llegaba a menudo con novelas. Solía verlos a los dos sentados en silencio, leyendo o jugando al ajedrez. Por eso, ahora, de adulto, me gusta vivir en un ambiente tranquilo, poco ruidoso, de concentración.

¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?

Los cómics. Los que más me gustaban eran los de Marvel, esas viejas ediciones de Vértice, horriblemente maquetadas, pero era lo que había y nosotros tan felices. También, por nuestros cumpleaños, a mis hermanos y a mí solían regalarnos novelas de la colección de Bruguera, aquellas medio cómic, medio novela. Así conocí a Julio Verne. Otra cosa que recuerdo con cariño: En el barrio no había bibliotecas, pero de vez en cuando venía el bibliobús. Entonces mi madre, mis hermanos y yo íbamos y cogíamos libros. De esa época recuerdo “Las minas del rey Salomón” y “Ella”, de H.R. Haggard, que me llegó al alma.

La ciencia ficción será clave en tu desarrollo posterior como escritor. ¿Cómo la descubriste?

Fue una mezcla de diversos ataques ambientales: A mi madre le gustaba la ciencia ficción y mi padre solía comprarle libros del género. También a mis hermanos se les pegó el gusto. A los niños les encantan los mundos de fantasía por ese elemento de evasión, de liberar la imaginación. Había ciencia ficción en los cómics de superhéroes que leíamos. Estaba también la colección RTV Biblioteca Básica de Salvat, de cien volúmenes, que mis padres compraron. Ahí venía “Una odisea espacial 2001”, traducida así, de Arthur C. Clark, que no sé ni cuántas veces leí. También “1984”, de Orwell, que, siendo tan pequeño, me horrorizó y fascinó a partes iguales. Otra cosa que recuerdo es la colección Novelas de anticipación, con la que, a los nueve años, descubrí historias que me marcaron. Sus autores se llamaban Ballard, Lovecraft… nombres que, entonces, no me decían nada…

La ciencia ficción asomaba también a la televisión.

Sí, series como “Guardianes del Espacio” o “Tierra de gigantes” que, vistas hoy, pueden ser bastante flojas, a mí me fascinaban. Y, por supuesto, mi favorita: “Star Treck”.

Otro elemento clave en la obra del Javier Negrete adulto será la antigüedad, en especial el mundo grecolatino. ¿Cómo llegaste a ella?

A través de libros como “Benhur” o “Quo Vadis”. También me marcó la serie “Benasur de Judea”, de Alejandro Núñez Alonso. Leí el primero de los cinco volúmenes a los diez años, durante una convalecencia. Era un autor extraordinario. Sus novelas, de haber sido americanas, se hubieran convertido en películas. Hoy, sin embargo, están casi olvidadas.

¿Y el paso a escribir?

Fueron precisamente estas novelas de romanos las que me empujaron. Me indujeron el ansia de narrar. Con diez años, empecé mi primera novela, que era de romanos, ambientada en Hispania. Fíjate que, sin saberlo, me fui al género fantástico porque, para documentarme, tenía sólo la enciclopedia que había en casa, así que me lo inventé casi todo: La historia de un imperio que había en Hispania y que derrotaba a los romanos… Eso es lo que ahora llamaríamos una ucronía, pero yo no lo sabía. Desde entonces no paré de escribir, aunque por supuesto tardé mucho en publicar.

¿Cuándo fuiste consciente de que querías ser escritor?

Ese recuerdo lo tengo claro: Un día llegó a casa la revista del Círculo de Lectores. Dentro venía anunciado el libro de “Benhur”. Aparecía un fotograma de la película, con Charlton Heston en plena carrera de cuadrigas. Pensé: “Quiero ver algún día en esta misma revista una novela con mi nombre”. Años después, cuando “La mirada de las furias” (1997) se publicó en Círculo de Lectores, como nos suele suceder a la mayoría de seres humanos y, en especial, a los escritores, que siempre nos sentimos insatisfechos, no me pareció para tanto.

Por el camino te convertiste en profesor de griego.

Me decanté por el griego por la lengua en sí, y porque me fascinaba la antigüedad, pero también por un motivo bastante prosaico: En ese momento, era más fácil sacarse la oposición de profesor de griego que la de latín.

Fantasía, ciencia ficción, novela histórica… los géneros a los que aspirabas no tenían mucho sitio en el mundo editorial de los ochenta y noventa si eras español. ¿Te fue difícil hacerte un camino?

Encontré un camino para escribir, pero para publicar estuvo muy complicado. Los editores me decían que los autores españoles no vendían. Ni siquiera se molestaban en probar. Simplemente, se les cerraba la puerta. El camino no estaba hecho en ese sentido.

La ciencia ficción no era algo nuevo en España: Había proliferado en colecciones populares desde los años sesenta. Pero, en los ochenta, algunos autores trataban de abrir brecha con nuevos planteamientos, más científicos, con gran influencia audiovisual.

Eran pocos y no excesivamente conocidos, pero existir, existían. Para mí eran dioses. Me daba igual si vendían cinco mil o cincuenta mil ejemplares: Rafa Marín, Juan Miguel Aguilera, Javier Redal, Ángel Torres Quesada, Domingo Santos…

En 1991 apareció el premio UPC de novela corta de ciencia ficción que, tanto para estos escritores como para noveles como tú, se convirtió en vivero creativo y punto de encuentro.

Ese año allí conocí a Rafa Marín y a Ángel Torres Quesada, ídolos a mis ojos. Ganaron el premio ex aequo. Entonces bromeamos diciendo que yo era el joven aprendiz padawan y ellos los maestros jedi. Quince años después, volvimos a coincidir como finalistas, pero del Premio Minotauro (de novela fantástica) y esta vez me tocó ganar a mí, aunque fuese por sólo un voto de diferencia. Desde entonces, les devuelvo la broma diciendo que el aprendiz ya es jedi.

También en 1991, surgió el premio Ignotus de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT). Algo se estaba moviendo. A los que empezabais a veces se os ha bautizado como la “Generación Hispacón” (Es en este congreso anual donde se libran los premios Ignotus).

No creo mucho en las generaciones, pero sí, a raíz de una convención en Barcelona en 1991 y otra en Cádiz en 1992, lo que llamamos el mundillo del fandom se animó mucho. Surgieron amistades que, veinticinco años después, conservo. También entré a formar parte de la TerMa, la tertulia de Madrid, porque, aunque yo ya vivía y trabajaba en Plasencia, iba mucho por allí. Nos juntábamos gente interesada en la fantasía y la ciencia ficción, ya fuésemos escritores o lectores. Había desde curiosos hasta quien aspiraba a la escritura como algo profesional. De la TerMa salieron autores como César Mallorquí o León Arsenal. O escritores que optaron por una literatura más personal, como Daniel Mares. Algunos tirábamos hacia la ciencia ficción, pero los gustos eran muy variados. Éramos muy abiertos. Y habría que mencionar también el papel de la Semana Negra, que se abrió desde la literatura policíaca a otros géneros como la novela histórica o la ciencia ficción.

En esta época, principios de los noventa, empiezas a publicar ciencia ficción. Te estrenas con “La luna quieta” (1991) finalista de aquel primer UPC.

Escribí la primera versión de ese libro pensando en enviarlo a una editorial. Tenía 250 páginas. Al aparecer el premio, cuyas bases establecían un máximo de 110 páginas, comprendí que había metido mucha paja, y logré dejarlo en menos de la mitad en una maratón salvaje de dos días.

Tienes fama de someterte a largas sesiones de trabajo. Has llegado a escribir diez horas diarias.

Siempre he sido muy obsesivo con estas cosas. De niño, una vecina me dio un manual de mecanografía y con él, yo solo, aprendí a escribir a máquina. Tengo la suerte de escribir rápido. Y la verdad es que me pego unas maratones que no son normales. De levantarme a escribir a las cuatro de la mañana y luego ir al instituto a dar clase.

El premio UPC se te resistiría hasta 2000, cuando venciste con “Buscador de sombras”. Pero antes, volviste a aspirar a él con “Estado crepuscular” (1993) y “Lux Aeterna” (1996), siempre ciencia ficción.

Dentro de que no soy físico de partículas ni nada de eso, trataba de documentarme, incluso para una novela como “Estado crepuscular” que, pese a ser más ligera, utilizaba conceptos físicos verosímiles. Y, aunque no llegó a la final del UPC, sí tuvo éxito en el mundo del fandom.

Otras obras tuyas de los noventa exploran caminos distintos y dejan intuir al escritor sin miedo a saltar de género que se consagrará en la década siguiente: “Nox perpetua” (1996) o “La mirada de las furias” (1997) son libros en los que, aun sin abandonar la especulación científica, el componente aventurero gana protagonismo.

De hecho “La mirada de las furias”, que fue la primera novela larga que publiqué, trataba de la búsqueda de la materia oscura. A lo mejor no he escrito mucha ciencia ficción, pero la afición la conservo, y disfruto descubriendo una buena novela de lo que llamamos ciencia ficción dura. Este género, además de hacer lo que hace la literatura en general, que es procurar evasión y cambiarnos la manera de ver las cosas, ofrece algo único: un desafío intelectual del que, creo, otras narrativas carecen.

2003 es un año clave: Publicas “La espada de fuego”, que se convertirá en el primer éxito de la fantasía épica española, sin olvidar a Laura Gallego que empezaba a hacer furor en el terreno juvenil. Fuiste, además, el primer autor nacional en entrar en Minotauro, editorial de “El señor de los anillos”. Todo un hito que abrió las puertas a muchos otros narradores españoles.

No seré yo el que lo diga, sería un poco pretencioso por mi parte. Yo creo que, simplemente, se normalizaron las cosas. Se empezó a abandonar esa mentalidad de que el escritor español no sabía hacer fantasía. Y, de hecho, hoy en día sí se publican libros de autores nacionales y quien quiera escribir literatura fantástica tiene dónde colocarla.

El viaje que va de la primera versión de “La espada de fuego” a la afortunada publicación final fue largo.

Yo había empezado a escribir el primer manuscrito con dieciséis años, lo rematé mientras terminaba de estudiar Filología Clásica, y traté de publicarlo cuando opositaba. Aquella primera versión la titulé “La jauca de la buena suerte”. Yo tenía veintidós años entonces, y descubrí que era imposible publicar aquel libro siendo fantasía de un autor español.

Cuando finalmente lo conseguiste, habían pasado diecisiete años. ¿Qué había cambiado en ese tiempo?

Varias cosas. Yo podría decir que en los ochenta el mercado era irracional, que no me habían entendido y que no me habían querido publicar. Pero el manuscrito de 1988 era muy mejorable. Cuando en 2002 me piden una novela, yo saco ésta del cajón. Mi plan era reescribirla en un par de meses, pero al final aquello se convirtió en una escritura completa de nueve meses. Entonces, yo creo que parte del éxito de “La espada de fuego” se debe a que ahora era una novela mucho mejor. Si la hubiera publicado en 1988, hubiera pasado sin pena ni gloria. Y gracias a quien fuera, al destino digamos, ese fracaso, que viví como algo muy frustrante, a la larga me benefició.

Entre 2001 y 2003 se estrenó en cine la trilogía de “El señor de los anillos”, de Peter Jackson. ¿Favoreció este fenómeno el éxito de “La espada de fuego”?

Sí. No es casualidad. En ese momento el fundador de Minotauro, Francisco Porrúa (y editor de “Rayuela”, “Cien años de soledad” y “El señor de los anillos”, entre otros), tiene ya una edad y decide vender su editorial. Planeta la compra porque sabe que “El señor de los anillos”, que de por sí funcionaba, con las películas iba a venderse ya como pan chino. Esto coincide con que el nuevo director editorial de Minotauro va a ser Paco García Lorenzana, a quien yo conocía de cuando publiqué “La mirada de las furias” en Círculo de Lectores. Fue él quien me llamó y me propuso ser el primer autor español de Minotauro.

Te siguieron otros escritores. Fue un momento dulce.

Hubo una pequeña, sorprendente, edad de oro. Coexistieron en sus mejores años los premios UPC y Minotauro de novela fantástica. Ahora la crisis del libro se ha generalizado a todos los géneros, pero hubo esa pequeña etapa en que un montón de gente se lanzó con tantas y tantas historias, relatos, novelas…

Se dice que las películas de “El señor de los anillos” movieron a mucha gente a escribir fantasía.

Hay películas que generan nuevas aficiones en el público, y yo creo que las imágenes épicas de “El señor de los anillos” despertaron el gusto de muchos por ese tipo de historias, tanto lectores como escritores. A mí mismo me sucedió: La batalla de “El espíritu del mago” (continuación de “La espada de fuego”, 2005) fue una respuesta a las sensaciones que viví viendo “Las dos torres”.

¿Con qué referentes creaste Tramórea, el mundo fantástico donde se desarrolla tu saga?

Tramórea viene de toda una vida de lecturas. Los héroes de “La espada de fuego”, con sus superpoderes, tienen algo de los superhéroes y supervillanos de cómic con los que crecí. También bebí de “El señor de los anillos”, pero la fascinación por crear mundos, inventar mapas, me viene de los cómics de Conan, que leí antes de leer a Tolkien. La riqueza visual de esas historietas, primero con Barry Smith y luego con John Buscema, se me quedó grabada. Pero en Tramórea también hay mucho de mis estudios del mundo antiguo: Las luchas entre Roma y Cartago, Esparta y Atenas, los griegos contra los persas, Mesopotamia… Mis lecturas de la carrera y la oposición. Todo eso fue creando el abono con que desarrollé mi propio universo.

Seguiste explorando la fantasía con “Señores del Olimpo” (2006), curiosa fórmula que combinaba fantasía épica y antigüedad, dos de tus constantes. Además, ganaste con esta novela un disputado premio Minotauro.

En efecto, es una historia griega, pero pura fantasía. Fantasía mitológica. Trata de la lucha de Zeus contra Tifón, monstruo que no sabemos qué forma tiene, pero se presupone que fue un dragón. Esta historia no pertenece sólo a la mitología griega: También la encontramos en la hitita, donde Teshub, dios del cielo y la tormenta, da muerte al dragón Illuyanka.

Es una novela en la que te salió el estudioso de la antigüedad, pero también el lector de Marvel.

Es verdad: Mercurio corre como Flash, Atenea es una especie de Wonder Woman, con su lanza, y Zeus tiene algo de Magneto o Superman… Me lo pasé en grande escribiendo esa historia. En la “Ilíada” o la “Odisea” los dioses tienen mucho peso, pero en realidad ejercen de secundarios. Los verdaderos héroes son Aquiles, Héctor… Yo quería escribir algo donde los dioses fueran los protagonistas. En el libro ya advierto al lector que no se lo tome como pura mitología, sino como algo en lo que pesa mucho la invención.

Una transición empieza con “Alejandro Magno y las águilas de Roma” (2007). El Negrete escritor de ciencia ficción y fantasía comienza a destaparse como autor de novela histórica, aunque sea con una ucronía en la que Alejandro Magno se enfrenta a la emergente Roma.

Fue una transición, sí, porque, aunque el libro tiene elementos fantásticos, la ambientación es histórica. Me documenté muchísimo. Yo ya había experimentado con el mundo clásico en “Amada de los dioses” (2003, finalista del premio de novela erótica La sonrisa vertical), lo que me vendría muy bien para posteriores empresas.

¿Por qué Alejandro Magno?

En principio la figura de Alejandro no me llamaba demasiado la atención. Me atrajo siempre el mundo romano antes que el griego. La idea de escribir “Alejandro Magno y las águilas de Roma” vino a raíz de mi novela corta “El mito de Er” (2002). Ésta se me ocurrió durante unas sesiones que di sobre astronomía antigua. El modelo de las esferas concéntricas de Ptolomeo (100-170 d.C.), aunque increíble, me resultaba tan bonito que pensé: ¿Por qué no hacer una historia en la que esta teoría sea verdad y la tierra sea el centro del universo? Luego me dije: ¿Quién es el personaje más desaforado de la antigüedad, tan ambicioso como para querer llegar a lo más alto, a los confines del mundo, conquistarlo todo? Y ese era Alejandro. Así surgió “El mito de Er”. A partir de ese momento, indagué más sobre el personaje. Años después, quise abordar este mismo planteamiento de manera más ambiciosa, y el resultado fue “Alejandro Magno y las águilas de Roma”.

El salto definitivo al género histórico lo das con tu novela de más éxito y que te lleva a un público más amplio: “Salamina” (2008), en torno a la batalla naval de griegos contra persas. ¿Qué te condujo a la novela histórica?

En el mundo de la fantasía y la ciencia ficción, aparte de pelotazos tipo “Juego de tronos” o “Harry Potter”, en general, el escritor alcanza un núcleo de seguidores muy reducido. Es un mundo un poco gueto. Yo no es que quisiera abandonarlo, pero sí ampliar miras, y era natural que me decantara por la novela histórica, porque me permitía escribir de manera épica, que, al fin y al cabo, es lo que había hecho en “La espada de fuego”. Tenía claro desde hacía tiempo que quería escribir “Salamina”, pero antes debía cumplir ciertos compromisos morales con Minotauro. Fue mi primera novela histórica y también la que más satisfacciones me ha dado.

Tu siguiente novela, “Atlántida” (2010), te lleva de vuelta a la ciencia ficción, eso sí, sin abandonar la antigüedad en su vertiente más legendaria.

De hecho, en su momento decidimos bautizar la novela como “thriller científico”, para evitar lo de ciencia ficción, que a muchos lectores, por prejuicios, les para. A mí siempre me interesó la geología, y en esa época me planteaba escribir un libro tipo ensayo sobre enigmas de la antigua Grecia… que algún día haré. Comentando esto con mis editoras, me dijeron que la Atlántida era interesante para una novela. Salí del despacho con sólo el título. Más tarde, dándole vueltas a cómo plantear la historia, pensé en enfocarla desde la ciencia ficción: Un futuro más o menos inmediato y, por variar, con personajes prosaicos, en vez del típico superarqueólogo americano que, como dijo Alfonso Merelo en una crítica, siempre encuentra sitio para aparcar en la puerta. Sobre la Atlántida, la teoría que siempre me ha convencido más es que el texto de Platón se basa en el recuerdo de alguna catástrofe cercana al mundo griego. Y la que más cumple estas características tanto en espacio como en tiempo es la erupción del volcán de Santorini. Así que ahí la situé.

Después diste una alegría a los seguidores de Tramórea al anunciar la culminación de la serie con la tercera y cuarta partes de la saga: “El sueño de los dioses” y “El corazón de Tramórea”, aparecidas en 2010 y 2011.

La escritura de “El corazón de Tramórea” me dejó exhausto. Escribí demasiados libros en demasiado poco tiempo. Pero Tramórea es, de todas mis historias, la que más he vivido. Mi propio universo de superhéroes. Esos personajes me han acompañado durante muchos años. Despedirme de ellos fue triste y alegre a la vez.

¿Has terminado con Tramórea?

Tengo algún proyecto, de momento guardado para mí. Ya veremos. Puede que Tramórea vuelva a dar de qué hablar.

Tu siguiente novela, “La zona” (2012), la escribes con Juan Miguel Aguilera, referente de la ciencia ficción española desde hace décadas. Con ella os sumasteis a la fiebre zombi de esos años. Se publicaron decenas y decenas de títulos en poco tiempo.

Todo partió de una idea Juanmi. Me gustó y decidimos ampliar su guión inicial de treinta páginas. Yo ya había colaborado con él a menudo como lector cero, pero esta vez decidimos ir más allá y escribimos a medias. Debatimos cada personaje, desarrollamos la historia. Todos los capítulos fueron tecleados por los dos una y otra vez hasta el punto de que hay párrafos que no sé si son míos o suyos. Trabajar a cuatro manos es complicado, pero a Juanmi le gusta y lo ha hecho muy a menudo. Si quienes escriben comparten una misma visión, se llega a buen puerto, como nos pasó con “La zona”. Pero tienes que tener claro qué historia quieres contar, con qué estilo. Sólo así la colaboración es posible.

“La zona” demuestra, además, que nunca te has acabado de alejar de la ciencia ficción.

Sí, pero aquí de nuevo tuvimos que “vender” el libro como “thriller científico”, aunque se encuadre perfectamente en la ciencia ficción. Es que hay gente que le tiene un rechazo al género que viene del desconocimiento. Creen que son cosas de platillos volantes y marcianos y a lo mejor no han leído nada. Pero en fin, le pusimos esa etiqueta a la novela. Y en efecto, no he abandonado la ciencia ficción: En 2014, cuando publiqué “Los centinelas del tiempo” en la antología distópica “Mañana todavía”, fue para mí una gran satisfacción que el mundillo del fandom, del que me había salido un poco, me premiara con el Ignotus a la mejor novela corta.

Tu última novela, de momento, es “La hija del Nilo” (2012), narración histórica en la que te atreves con personajes como Cleopatra o Julio César.

Julio César me atrae desde niño. En casa de mis abuelos, adonde me llevaban todos los domingos, como me aburría como una ostra, leía todos los libros que encontraba. Uno de ellos era una biografía de Julio César que me tenía empapada. Su “Guerra de las Galias” la leí ya de chaval en español. Pero a raíz de escribir “La hija del Nilo”, la leí en latín y lo que me llamó la atención del Julio César escritor es la pureza de su sintaxis, la organización intelectual del material. Una parte de lo que llamamos estilo es el modo en que ordenamos la información. Ésta debe estar organizada de tal manera que, cuando lees, todo discurra y se organice de modo natural, como si sólo pudiera haberse escrito así. En ese sentido, Julio César te da la impresión de ser un cerebro muy bien organizado. La lectura te entra con total fluidez. Así lo retraté a él en “La hija del Nilo”: como alguien cerebral, siempre cavilando. Por supuesto, en la “Guerra de las Galias” César te está vendiendo su moto. La escribió como una publicidad para promover su campaña de conquista. Hay omisiones, exageraciones, cosas de las que no te puedes fiar… pero, aun así, leerla en latín es una gozada. Imagínatelo en esa época en que escribir era mucho más incómodo que ahora: De noche, a la luz de una vela, con el rollo de papiro sujeto por pesas de plomo en los extremos. Mojando la pluma en la tinta. Imagínate luego para corregir lo ya escrito. En tiempos de los romanos, antes de volcar algo en el papiro debías tenerlo muy pensado y ordenado en la cabeza.

Tu pasión por la historia es contagiosa. Precisamente, con “La gran aventura de los griegos” (2009), “Roma victoriosa” (2011) y “Roma invicta” (2013) te lanzaste a la divulgación.

Es que de niño, entre otras cosas, quería ser historiador, aunque no sabía muy bien en qué consistía eso. Y bueno, historiador puede que no sea, pero sí he publicado libros de historia. La Esfera de los Libros me encargó uno sobre Grecia y otro sobre Roma en plan divulgativo. Supongo que esperaban dos libritos de trescientas páginas, pero las cosas no salieron así: Comprendí que podía despachar las guerras médicas, las Termópilas, Salamina… en ocho páginas, pero entonces quedaban como meros nombres que pasan ante los ojos del lector sin color ni personalidad, y al fin y al cabo, si me habían encargado esto, es porque me consideraban un buen narrador. Mi punto era que, para crear una historia, necesitas que el lector se encariñe con los personajes, se identifique con ellos. Y eso procuré: mezclar divulgación y profundidad. Pero, claro, los libros se fueron a un tamaño considerable, de más de 600 páginas…

¿Cómo atraer a los jóvenes a la historia?

Hay que hacerlo como lo hacía Heródoto: con un relato. Sus “Nueve libros de la Historia” son un continuo manantial de anécdotas, hechos apasionantes. Con él uno viaja a Egipto, Mesopotamia…

¿Qué otras fuentes consideras básicas para introducirse en la antigüedad?

Las “Vidas paralelas” de Plutarco, las “Historias” de Polibio, la “Historia de la guerra del Peloponeso” de Tucídides. También Platón es un autor con un estilo literario magistral. Aquí debo decir que la novela histórica es novela, o sea que los huecos que estos autores dejan el escritor los rellena, inventa. Cuando, por motivos narrativos, me es necesario cambiar la historia, no tengo muchas dudas en hacerlo. Eso sí, avisando al lector.

¿Cómo consigues combinar rigor histórico y agilidad narrativa?

Yo lo que intento es que los elementos informativos se conviertan en elementos narrativos también, aunque, si lo consigo o no, eso deben juzgarlo los lectores. Un ejemplo con el que quedé muy satisfecho está en “Salamina”: Antes de la batalla final, el lector tiene que saber qué es un trirreme: su forma, cómo funciona, las tácticas. Si doy esa información durante la batalla, interrumpo la acción. Entonces lo que hice fue armar una escena en la que Temístocles lleva de noche a su mujer Apolonia a ver un trirreme. La explicación de él acaba siendo algo muy personal y, de hecho, terminan haciéndolo entre los bancos de la embarcación, así que se funde la documentación con la parte emocional. A eso me refiero con imbricar elementos informativos en la narración.

Uno de los errores en los que puede caer el escritor de novela histórica es atribuir a personajes y sociedades del pasado percepciones y comportamientos de nuestro tiempo.

A veces no podemos evitar que nuestra mentalidad actual nos invada a nosotros y a nuestros personajes. En la antigua Grecia, un ejército podía tener al enemigo encima, pero, si los augurios del hígado de la cabra sacrificada no eran favorables, aguantaban sin luchar. O podían detener una retirada como hizo el ateniente Nicias en Sicilia por un eclipse de luna y aquello fue un desastre. Al escribir novela histórica debemos tener en cuenta estas mentalidades para evitar el anacronismo de meter nuestra forma de pensar en los personajes de antaño. Si visitáramos la antigua Atenas, nos parecería una sociedad muy lejana, distinta de la nuestra, con mucho más contacto físico, donde la expresión de las emociones era diferente…

Desde hace unos años se publica muchísima novela histórica en España. Hace no mucho esto era impensable: Otra brecha que habéis roto los autores de tu generación.

No creo que sea cosa de los autores, sino más bien de un cambio de percepción de editores y lectores. Aunque claro, los novelistas tendemos a ir hacia los temas que nos interesan. Y es verdad que antes había en España novela literaria, social, experimental… pero poca novela de género. Con el tiempo, ésta se ha ido desarrollando de manera muy rica y en todos los nichos: juvenil, romántica, erótica, negra, histórica, thrillers… Hay de todo. Campos que antes los editores dejaban en manos de autores extranjeros, ahora nos parece lo más natural que los llenen autores españoles.

De hecho se publica muchísimo. Uno se pregunta si se lee todo lo que aparece en los estantes de las librerías…

Ahora escribe más gente que antes, también en el caso de la novela histórica. Lo noto porque voy a jornadas, he sido jurado de concursos y ciertamente se percibe un gran auge, en el que caben novelas buenas, flojas y otras directamente horribles… Se cumple la ley de Sturgeon, según la cual el 90% de todo es basura. Luego, los índices de compra de libros se han hundido a la mitad, así que el que escribe tiene que hacerlo realmente por amor al arte.

Las asignaturas de humanidades se han visto reducidas en los últimos años: historia, literatura, latín… también la tuya: griego.

Eso se dice, pero no es del todo justo. Ahora hay muchas más asignaturas optativas que antes y las horas son limitadas, con lo que es complicado. Los chavales, entre clases y deberes, se meten unas jornadas de cuidado. Se puede aplicar el adagio latino “ars longa, vita brevis”: queremos abarcar mucho, pero es difícil. Yo soy profesor de griego, y a veces la gente me pregunta: ¿Todavía se enseña griego? Y es una asignatura que más o menos se mantiene. No creo que haya una campaña contra las humanidades, como tampoco creo en la separación tajante entre ciencias y letras. La biología o la geología, que enseñan el funcionamiento de nuestro planeta y de los seres que lo habitan, son tan importantes como la historia del arte. La genética o la teoría de la relatividad deberían formar parte del bagaje cultural de toda persona que se precie. Pero uno de los problemas de la educación es que todo el mundo opina. Y se dramatiza y exagera. Toma el caso de la polémica entre religión o educación para la ciudadanía, según se fuese de derechas o de izquierdas. Estábamos hablando de una hora lectiva a la semana. Este tipo de cosas no pueden ser el caballo de batalla en la educación.

¿La docencia es una vocación?

Hay quien tiene claro desde la infancia que quiere ser profesor. En mi caso no fue así. Pero dar clase es narrar, comunicar. Y si lo que enseñas te apasiona, y a mí me apasiona, a veces puedes transmitirlo. Cuando me estoy documentando para una novela, no puedo evitar compartirlo en clase, sea la Atlántida, los volcanes, la batalla de Salamina… Les enseño fotos a los alumnos… Entonces sí, la enseñanza es una vocación, pero a veces hablamos como si fuéramos la Madre Teresa de Calcuta, y tampoco es eso.

Debe de ser difícil interesar a los estudiantes en una lengua muerta…

Normalmente llegan sin saber muy bien de qué va el tema. Yo les explico que vamos a estudiar una lengua de cultura. Les enseño el alfabeto, y eso de poder escribir sus nombres o mensajes secretos con otras letras les atrae. O les digo que vamos a traducir textos de hace 2.500 años. Pruebo a ver si les entra el encanto por lo antiguo, lo exótico. Un compañero decía: En la enseñanza no quiero mesías, sino buenos profesionales. Gente que sepa el trabajo que hace, con quiénes se juega los cuartos, que son los adolescentes: chavales a los que tienes seis horas ahí sentados, con las hormonas revolucionadas y ahora encima con los móviles.

¿Es difícil captar la atención del lector en un mundo tan audiovisual y tecnológico?

Es complicado. Las tentaciones y distracciones son muchas. Las series se han convertido en la novelística de nuestra era. Así que para mantener al lector hay que utilizar todos los recursos: una narrativa intensa, que enganche, sin tiempos muertos ni digresiones inútiles… Todo esto sin renunciar a la calidad literaria ni olvidar que la lectura es una actividad interior, reflexiva.

¿Sigue la novela teniendo un espacio en nuestras vidas?

Eso espero, pero creo que la atención de la gente se nos va. El mayor enemigo no son las series, sino el whatsapp. No puedo hablar por los demás, pero yo al menos sigo leyendo mucho. Disfruto más de la lectura que de cualquier otra actividad. Recuerdo que, cuando mi hija nació, como la pobre lloraba mucho, me levantaba a las 6.30 sólo para leer antes de irme al instituto. Llegaba a tenerla a ella en una mano y el libro en la otra. En fin, espero que queden unos cuantos como yo, y que haya siempre escritores dispuestos a contar historias. Por mi parte, tengo claro que seguiré ofreciendo nuevos libros a los lectores.

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