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“Aquellos a quienes la crisis pilló indefensos ven la realidad con más lucidez”

Jesús Pérez Caballero

José Miguel Vilar-Bou

“Demasiado capacitados para trabajos de mierda, demasiado libres para hacer carrera”, escribe Jesús Pérez Caballero en su nueva novela, “En los márgenes de la biblioteca europea” (Sloper). El libro narra con elementos de diario y de relato de viaje el periplo del casi treintañero Pere como voluntario en los Balcanes. Pero, sobre todo, la novela es el retrato íntimo de una generación de jóvenes españoles que, en lo más alto de sus aspiraciones, se encontraron de frente con la crisis que todo lo arrasó. Pérez Caballero (Gandía, 1981) ha vivido en Berlín y Rumanía. Doctor en Seguridad Internacional, actualmente reside en México, donde lleva a cabo una investigación sobre crímenes contra la humanidad.

¿Cómo surgió lo de comparar Europa con una biblioteca?

Porque en España el mantra ha sido “A la civilización por Europa”, casi como aquello de “Hacia Dios por el Caudillo”. Los de mi generación hemos crecido con la entrada en la UE, pero luego hemos visto que no era tan maravilloso: El euro ha creado desigualdades, la crisis se ha llevado por delante muchas economías nacionales, las políticas se dictan desde Francia y Alemania. Eso no significa que la UE no pueda seguir navegando como un barco abandonado, pero no creo que existan valores europeos, ni un proyecto político más allá de cosas obvias como que los Estados funcionen. Si Europa tiene valores, no son históricos ni religiosos, porque aquí éramos católicos y allí protestantes. Hemos compartido dos guerras mundiales, pero eso no está sirviendo para evitar que vuelva el fascismo. Entonces, ¿qué es realmente Europa? Yo lo que veo que sí hay es una unidad cultural. Libros compartidos. Eso es lo que hace que vayas a Alemania y lo encuentres cercano. Los trovadores son quienes unieron Europa visitando las cortes, recitando poemas ante los reyes. Hay una antología de Ausiàs March, “Per haver d’amor vida” de la editorial Barcino, que me ha acompañado a Berlín, Rumanía y México, y en ella ves esa continua influencia: Dante, Petrarca, Ovidio… Todo se mezcla. Eso es lo verdaderamente unitario. Los libros no van a detener un misil, pero sí pueden evitar que se lance.

Muchos se van a identificar con Pere, el protagonista de tu novela, que regresa a su pueblo, Gandía, tras unos años en Berlín y se encuentra de frente con la crisis.

Eso es terrible. Nos ha pasado a muchísimos y todavía pasa: Haber vivido muy bien, que te hayan prometido muchas cosas… Y de repente en 2008 llega una planicie que destruye muchísimos empleos. Hemos tenido que comer mucha mierda. Que jibarizar el curriculum. Que ver a gente de otra generación, que pudo medrar, con salarios cinco veces superiores. Hay un embudo brutal que lo que hace es comer becarios y más becarios. Sabemos que tenemos la capacidad de hacer cosas, pero no tenemos el hueco. Lo único que nos queda es el resentimiento, o una especie de cinismo ilustrado.

Como tú, el protagonista de “En los márgenes de la biblioteca europea” se lanza al voluntariado en Rumanía como una salida desesperada a la imposibilidad de encontrar trabajo en España.

Yo el voluntariado lo empecé casi con treinta años, lo que es un desastre. Y gente española que me encontré allí también. Muchos eran desempleados o no habían trabajado nunca. La crisis nos pilló en una edad en la que se supone que deberíamos haber consolidado algo acorde con las promesas que nosotros mismos habíamos interiorizado. Es como cuando hace un siglo ibas con tu título y tu carta a buscar trabajo y te ponían en tal puesto. Pero de repente no había absolutamente nada. Sólo currar de teleoperador o comercial, o vegetar en el pueblo.

La novela retrata la vida vagabunda, sin objetivos a largo plazo, que muchos jóvenes emprendieron.

Es un tipo de vida que no puede alargarse eternamente. Al final le ves las orejas al lobo. Si empiezas a vagabundear a los treinta y se prolonga demasiado, probablemente a los cuarenta estés condenado, porque la vida no para. Cuando volví de Rumanía, encontré trabajo en Madrid en una empresa de seguimiento de medios. Pero no tenía un duro. Dormía en el sofa de amigos. Pensé en mi edad y dije: “No jodas, está bien el ascetismo, la iluminación de la precariedad… pero esto tiene que acabar ya”. Retomé el doctorado y, a raíz de eso, encontré trabajo, también gracias a mi profesora que me alentó mucho. Y ya me salió un curro en México, de donde es mi esposa, y me reenganché, pero fue un enganche tan arbitrario como a quien le toca la lotería y blanquea su biografía.

“La diferencia entre lo que elegiste tú y lo que te ha endosado la sociedad es lo que marca tu éxito vital”, dices en un momento de la novela.

Todo el mundo se ha hecho esa pregunta, y cuando se la hace está jodido, incluso quienes han tenido una trayectoria vital cómoda y han llegado a puerto de manera natural. Simplemente han seguido los ritmos que les marcaba la sociedad. Lo que pasa es que, en momentos de quiebra, quienes están indefensos ante la crisis lo ven con más lucidez.

Tu libro tiene algo de iniciático.

No tanto, aunque sí es el viaje al fin de la noche de esa persona, y por tanto tiene un componente de iniciación vital. En Rumanía, Pere descubre cómo los voluntarios utilizan aquello como quien se alista en el ejército para ver mundo, y coge un punto cínico, aunque sigue creyendo en la salvación por el amor, por el viaje, por la literatura. Siempre tendrá esa tristeza y esos deseos entre heroicos y descabellados.

La narración integra innumerables personajes y voces. Hay muchísimo diálogo, pero no en sentido tradicional.

Es que el diálogo directo, con guiones, me sabe muy teatral, parece que entorpece el relato. Prefiero dejarlo en pequeñas cápsulas, cosido, implícito en la narración.

De hecho, el periplo de Pere por los Balcanes está contado como en pequeños flashes. Percibes el avance de la historia de manera casi intuitiva.

Es una novela donde se viaja, pero no una novela de viajes. Está contada a fogonazos porque, en efecto, quiero entrar en la intuición del lector. He buscado la poética del fragmento. De la punta del iceberg.

Tienes una cierta atracción por el Diablo.

(Ríe) Me gustan los Evangelios, las parábolas, la historia de San Atanasio, también Swedemborg. No creo en eso, soy ateo, pero me gusta la carga emotiva y simbólica que, como figuras, tienen Dios y el Diablo. En cuanto a la novela, quería transmitir el clima espiritual de Europa del Este. Ese mal supersticioso, rural, con rasgos míticos. No quiero hacer estereotipos, pero todo eso está muy presente allí. El Diablo es una figura universal. Es importante invitarlo un par de veces a la mesa.

Tu manera de narrar se acerca a menudo a la poesía.

Si escribo algo es para que la gente lo relea. Ya existen muchos que escriben novelas a las que con una leída le basta. Yo busco otra cosa: la recreación, el lirismo. Que un libro no se quede en papel de almacenar. Que el lector pueda abrirlo al azar y leer un cuento o un pasaje. Es un modo de expandir las maneras de acercarse a la lectura. Eso es lo que hacemos todos ahora: construir historias como píldoras en Instagram o Twitter.

Eres de releer.

Puedo leer un libro una y otra vez durante meses. Es una forma de cambiar estas dinámicas de la novedad.

¿Por qué escribir una novela?

Escribir una novela es decir: Voy a intentar analizar este cuerpo troceándolo. Lo primero es que te haya venido el tábano de leer. Todo buen escritor es un muy buen lector antes. Si no, escribes gilipolleces. Y luego, a medida que lees, la mayoría de personas, por desgracia, no nos quedamos ahí y nos ponemos a escribir (ríe). Puede impulsarte un cambio. En mi caso, el irte a otro país del que quieres capturar las esencias. Pero la necesidad también puede surgir de algo que altere tus coordenadas: una enfermedad, un accidente, la crisis. Quiero decir que para escribir no hace falta estar viajando continuamente, como una lavadora que centrifuga todo el tiempo.

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