Muy señores/as míos/as:
Me dirijo a ustedes, aprovechando este medio, tomando como punto de partida la convicción de que la tarea que a ustedes se les encarga es una de las más importantes que se puede desempeñar en cualquier sociedad.
Los seres humanos nacemos como animales y es sólo mediante un proceso educativo que accedemos a la cultura, y con ella a la transformación en un ser diferente al natural. Este proceso educativo arranca en la familia, pero en nuestro entorno se ve enriquecido por una intervención dirigida desde el estado, con carácter universal y obligatorio, que pretende desplazar y complementar a los padres en la conversión de niños inmaduros en ciudadanos responsables.
Grandes alabanzas merecen los educadores que desarrollan esta misión del estado y construyen personas, alimentan el deseo de aprender, ayudan a adquirir conocimientos, estimulan la responsabilidad individual, apuntalan la subjetividad y promueven el pensamiento crítico. Estos profesionales deben ser considerados, con todo merecimiento, padres de la patria y maestros de la nación, pues constituyen las raíces sobre las que crece la ciudadanía. Por otro lado, aquellos que traicionan y subvierten esta sagrada función han de ser reconocidos como enemigos del estado, de la sociedad y de la humanidad misma, pues se pueden concebir pocas acciones más funestas que la sustracción de niños de sus familias para descarriarlos, dañando su desarrollo como personas y socavando los fundamentos de la comunidad.
En todo gremio hay profesionales buenos, malos y regulares, dado que los seres humanos somos heterogéneos. Sin embargo, más allá de los individuos, es posible considerar desde un nivel sistémico que distintos grupos humanos desarrollan una cultura particular que los identifica, con virtudes y defectos atribuibles al colectivo, independientemente de cómo cada individuo se posiciona respecto a dicha cultura.
Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida, pero hay profesiones particularmente sensibles, entre las cuales incluyo la suya, que deben restringirse a profesionales competentes, previniendo el daño derivado de un ejercicio incapaz.
Hay cuestiones que me preocupan acerca de cómo algunos profesores ejercen la docencia y que quisiera abordar a continuación.
La gestión del estudio por parte de los alumnos constituye una oportunidad excelente para su desarrollo. Estudiar “al día” enseña las virtudes de la constancia y la responsabilidad, además de trabajar la habilidad de la autogestión. Una programación de la tarea a medio-largo plazo enseña a los estudiantes a mirar hacia el futuro y a actuar con previsión. Sin embargo, algunos alumnos chocan con la dificultad de esta ardua tarea y se enfrentan al complejo problema del fracaso escolar. Para abordar este problema algunos de ustedes parecen haber decidido subvertir todo el sistema educativo, programando exámenes frecuentes que obliguen a los chavales a estudiar a remolque de un ritmo impuesto desde fuera. Adiós a la autonomía, a la responsabilidad, a la autogestión o a la visión de futuro.
Así, consiguen ustedes darle la razón a Stuart Mill cuando decía que lo único que puede enseñar un sistema público es docilidad. De hecho, algunos de ustedes parecen haberse tomado tan en serio la promoción de dicha docilidad que riñen a los niños que avanzan por el temario a un ritmo más rápido que el marcado por ustedes.
Cuando escucho a un niño decir que no quiere aprender porque entonces se va a aburrir en clase o le va a reñir el profesor, entiendo que hay alguien que está traicionando su función. Destruir el deseo de aprender de los niños es una iniquidad propia de las peores pesadillas orwellianas, algo que deberían ustedes corregir lo más rápido posible.
La responsabilidad y el esfuerzo cuando hay que trabajar tienen como contrapartida la desconexión, el descanso y la satisfacción del deber cumplido. Es necesario que los niños puedan, en fines de semana y vacaciones, aparcar las tareas escolares y ocuparse de otros menesteres. Algunos de ustedes cargan de tareas a los niños en los periodos de descanso, enseñando que los periodos de descanso no son de descanso (y consecuentemente, que los de trabajo tampoco son de trabajo). En el epítome de la autocomplacencia, he oído a algunos de ustedes declarar que si no les mandasen deberes, los niños se aburrirían en vacaciones. ¿Qué concepción tienen de lo que es un niño? ¿Qué les cuenta el ejército de pedagogos y psicólogos que se incorporó a la educación hace unas décadas?
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