Hace ya muchos años, entrado el siglo XIX, el escritor danés Hans Christian Andersen publicó un cuento breve al que tituló El traje nuevo del emperador y que, con el discurrir del tiempo, se simplificó en El rey desnudo. La moraleja del relato no era otra que algo así como que no tiene por qué ser verdad lo que todos piensan que lo es. Partiendo de la correspondiente dosis de picaresca, dos tipos de la época, a los que hoy en día podríamos comparar con Luis Medina y Alberto Luceño -o con Gerard Piqué y Luis Rubiales-, convencieron al emperador de ser capaces de confeccionar una tela invisible. Le cortaron un presunto traje con el que este desfiló por las abarrotadas calles de la ciudad. El vulgo, como antes hicieron sus asesores, alabó sin cesar la vestimenta del emperador. Hasta que un crío salió de entre la multitud y exclamó en su inocencia: “¡Pero si va desnudo!”. Aquel hombre acabó el desfile como si no hubiera escuchado nada, acaso con la dignidad que supuestamente le confería ostentar semejante cargo, metiéndose raudo y veloz en el interior de su palacio.
Aconteceres similares a estos han sido contemplados esta pasada Semana Santa por las calles de Murcia. Un cortejo religioso, en el que se integraban personajes públicos, políticos para más señas, mientras desde sillas, aceras, ventanales y balcones se aplaudía durante el recorrido a uno de ellos, como en el Viernes Santo suelen hacer los sevillanos, con el fervor que les provoca contemplarla desfilar, aupada por sus costaleros, la imagen barroca del Jesús del Gran Poder. Claro que el momento hay que inmortalizarlo y para eso están los asesores de turno, teléfono móvil en ristre, prestos a grabar con la cámara la escena. No faltaba la clá que, como antaño desde el palomar de los teatros, motivaba con sus sonoras palmadas al respetable. El ovacionado, una vez que recibía los parabienes, saludaba mano en pecho y con gestuales cabezadas, agradecido y emocionado por tal lisonja.
Esta escena, repetida durante varios días, ha enervado a más de uno porque se cree ver en ella una falta de respeto hacia la autoridad vigente y, lo que aún sería peor, hacia el fundamento místico que dispone en la calle el cortejo. Como en el caso de aquellos dos sastrecillos gualtrapas que Andersen refirió en su cuento y que hicieron ver al emperador lo que no existía, la política actual cuenta con tahúres que dicen ser expertos en lo que se da en llamar comunicación institucional, auténticos embaucadores capaces de poner a sus patrocinados ante el más completo de los ridículos. Son gente con tiempo de sobra para discursear -y hasta doctorarse- en su intento por mejorar este mundo. Aunque nadan mar adentro, no tienen espíritu de salmón a la hora de hacerlo a contracorriente y saben ponerse a buen recaudo cuando las cosas vienen mal dadas. Pero vuelven a salir del letargo una vez que retorna el sol que más calienta. Entre tanto, imparten sus tácticas y estrategias para demostrar que están ahí por algo, no por simple arrimo y peloteo. Se sienten fundamentales en el engranaje, siendo capaces de convencer al interesado de que sin él, otra vez en el púlpito, lo que llegara sería el caos. O tú o nada, que cantaba Pablo Abraira. Es decir: no nos dejes, no vaya a ser que el que venga traiga gente e ideas nuevas y nos dé pasaporte.
Hay una novela de Patricia Highsmith llevada al cine, El talento de Mr. Ripley, que describe, en parte, a este tipo de especímenes. Para el caso, por su pasión, llamémosle Míster Branding. Lo que pasa es que, para su ventura o desventura, si al final el nuevo césar designara otra vez al tribuno, este volverá por donde solía. En esta ocasión no en solitario, sino en compañía de otros, como ocurriera antes del descabalgamiento de hace poco más de un año. Aunque, esta vez, el tosco acompañamiento que se presume, y que está de camino, case poco con el talante de moderación, diálogo y sensatez del que tanto se alardea. Difícil toro para una tarde de ventisca.
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