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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Aceite de ricino

Manuel Segura Verdú

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El expresident Josep Tarradellas dejó por escrito en 1981 que el nuevo gobierno de Cataluña, presidido por Jordi Pujol, se empeñó desde el primer día en alardear de un victimismo infundado y de un rencor permanente hacia todo lo que significara España. Tarradellas contaba también que en la tarde del 6 de octubre de 1934 intentó convencer a Lluís Companys para que no declarara el Estado Catalán, esa misma noche, desde el balcón de la Generalitat. “La demagogia y la exaltación de un nacionalismo exacerbado pesó más que la opinión de aquellos que preveíamos, como así ocurrió, un fracaso rotundo”, escribió entonces.

Un amigo de Tarradellas, el general Domingo Batet, capitán general de Cataluña en ese tiempo, militar católico y leal a la República, sofocó aquella intentona arrestando a sus responsables, entre ellos al propio Companys, y reestableciendo el orden con menos víctimas de las que se pueda suponer cuando se declara, como así ocurrió, el estado de guerra por sedición. Por cierto, a Batet lo fusilaría Franco en 1937 por no secundar el alzamiento del 18 de julio desde la Capitanía de Burgos.

La situación en esta Cataluña de 2017 guarda ciertas similitudes con aquello. Décadas de instrucción escolar en que el enemigo es todo lo español, desembocan en jóvenes y adolescentes perfectamente adoctrinados de cara al mañana. No hay más que escucharlos por televisión, repitiendo la misma cantinela. Y ese mañana ha llegado. La conculcación de las leyes en el Parlament, la mordaza a la oposición, la convocatoria de un referéndum ilegal, la inconsciente llamada a la ciudadanía para que acudiera a las urnas espurias y la torpeza de un Gobierno central intentando apagar ese fuego con gasolina han hecho el resto. Pobre imagen la de esos guardias civiles y policías, enviados por sus mandos políticos para hacer cumplir el mandato judicial, como Felipe II hizo en 1588 con las naves de la Armada Invencible para medirse a los ingleses. Y en cuanto a lo de la inacción de los Mossos, para qué hablar.

Cataluña ha sido una de las regiones más fértiles de este país durante muchos años porque los sucesivos gobiernos así lo han querido. Incluso durante el franquismo, ese rincón de España gozó de inversiones privilegiadas que propiciaron una emigración en masa desde otros puntos del país, a la búsqueda de trabajo y nuevos horizontes. Llegada la Transición, los diferentes ejecutivos catalanes y sus representantes en el Parlamento nacional se convirtieron en pieza fundamental para la gobernabilidad, aun a costa de un elevado precio a la hora de llevar a cabo las contraprestaciones que a cambio exigían.

Los incidentes de estos días, más propios de repúblicas bananeras que de un país presuntamente civilizado que dicen que asombró al mundo con una Transición modélica, han empañado como pocas veces nuestra imagen exterior. Y no solo eso: nos han devuelto a la España de los dos bandos, esa a la que hemos sido tan aficionados a lo largo de nuestra dilatada historia. Hay quien, sin suficiente conocimiento de causa, suele decir estos días que si quieren, que se separen los catalanes y se vayan de España. Flaco favor le haríamos a los muchos que allí se sienten también españoles o, simplemente, que no se declaran independentistas. No olvidemos que en la pachanga de referéndum del otro día, apenas dos millones fueron los que acudieron a votar, según la nada fiable fuente de los organizadores del mismo. Pensemos en esos más de cuatro millones de ciudadanos que no se expresaron, en esa masa silenciosa que asiste atónita a cómo la insensatez de unos políticos descerebrados los conduce, por momentos, al más hondo de los precipicios.

Vivimos en un país donde es evidente que el actual rey no es Carlos III, ni el presidente del Gobierno, Winston Churchill, ni siquiera el de la Generalitat es Mahatma Gandhi. Y tampoco el líder de la oposición es Olof Palme, precisamente. Tenemos lo que tenemos en esta difícil encrucijada a la que entre todos nos han conducido. Ojalá salgamos de ella más airosos que otros países que ya bebieron su particular ración del jarabe nacionalista, esa especie de aceite de ricino, tan purgante en el pasado remoto. Y otro día, si quieren, hablaremos del derecho a decidir que tiene la gente, que de eso no me he olvidado.

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