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Evaluación injustificada de la presencialidad: estudiantes en modo salvapantallas

Una encuesta a 25.000 alumnos constata que faltan hábitos y técnicas de estudio

Miguel Ángel Pérez Sánchez

Muchos colegas de la universidad española compartirán conmigo que con la implantación de los llamados “planes Bolonia” se nos insistió desde las propias instituciones docentes, mediante campañas de información, planes de formación y proyectos de innovación educativa, en la conveniencia de aumentar la participación del estudiante en el proceso de enseñanza-aprendizaje, lo que actualmente conocemos como aprendizaje centrado en el estudiante.

Curiosamente, , la Declaración de Bolonia de 1998 no establecía nada respecto a las metodologías docentes, la asistencia a clase o la evaluación continua, sino que se añadió a posterori, no sin las protestas de algunos, como algo necesario en nuestro sistema universitario nacional. No obstante, una década después de la implantación de los primeros grados, y tras muchos acuerdos europeos derivados de la citada Declaración, el “nuevo” sistema docente está actualmente tan arraigado que resulta en ocasiones infructuoso analizarlo, y mucho más criticarlo, puesto que ocasiona una reacción de muchos docentes convencidos, casi podríamos decir de forma extremista, de las bondades de tener al estudiante empleado con trabajos individuales y en grupo, asistiendo a clase, con evaluación continua y conectados online en el campus virtual resolviendo tareas, participando en foros, etc.

Puedo compartir el objetivo de que cuanto hacemos los docentes debe girar en torno al estudiante, porque debemos tener en cuenta sus características, tener flexibilidad con las metodologías docentes y con la evaluación (no con el nivel requerido, que debe ser exigente en todo caso), e incluso ofrecerle un trato personalizado cuando sea posible mediante las tutorías; pero sin agobiarle, ni imponerle tareas irrelevantes y mucho menos obligarle a asistir a clase cuando realmente no es necesario.

Esto último ha derivado en muchos casos, y cada día más, en el absurdo: que se evalúe la mera presencialidad en el aula universitaria (echen un vistazo, por ejemplo, a las memorias del Defensor del Universitario de la UM, en el que sistemáticamente, año tras año, se plasman las situaciones que describo en este artículo). De aquellos polvos, estos lodos.

Asistencia y participación del estudiante. Hay que precisar la diferencia entre asistencia y participación. Parece obvia, pero mucho me temo que se suele confundir hasta tal punto que incluso algunas veces se emplean ambos términos como sinónimos. La asistencia se refiere a la presencialidad del estudiante en el aula, laboratorio, prácticas externas o en cualquier otro lugar en el que se esté enseñando algo. Participación se refiere a la actividad, positiva y manifiesta, del estudiante durante la enseñanza de ese algo.

Así, podemos participar en una actividad de forma presencial, por ejemplo asistiendo a clase y preguntando, tomando apuntes, realizando alguna tarea propuesta por el docente, etc. Pero también podemos participar no presencialmente, realizando trabajos individuales o en grupo, resolviendo casos, debatiendo en foros online, realizando consultas en el campus virtual, etc. El problema viene cuando se asume que la mera asistencia conlleva necesariamente participación.

Esto ocurre cuando, ante la típica clase magistral, el estudiante simplemente se limita a escuchar al docente -y, en ocasiones casi sin quererlo, evadiénsose a su mundo interno. De forma natural y por pura adaptación a la situación, el estudiante se pone en “modo salvapantallas”, como muy acertadamente describió un colega en cierta ocasión. El rostro del estudiante dice (o quiere decir) que está atendiendo, incluso te sigue con la mirada y se atisba cierta reacción en su rictus ante algún quiebro del discurso o de la voz, pero su pensamiento está más allá del aula. En los últimos años, este modo salvapantallas, en los estudiantes más descarados, ha pasado al “navego por internet y aparento tomar apuntes en el portátil” o “miro bajo la mesa el whatsapp, pensando que nadie me ve”.

Asistencia voluntaria y obligatoria. Otro elemento importante en esta ecuación es la declaración de obligatoriedad de una determinada actividad. Es lógico y normal que determinadas actividades de carácter instrumental o práctico sean obligatorias en su realización (por ejemplo, prácticas de laboratorio, resolución de casos clínicos, prácticas externas, etc.). Es habitual, además, que la obligatoriedad requiera de cierta presencialidad, pero no necesariamente siempre. En cualquier caso, lo relevante en este momento es que los docentes no siempre afinan con este tema, y algunos consideran que la asistencia a clase, con carácter general, es obligatoria. Declaran, por tanto, una equivalencia entre asistencia, participación y obligatoriedad. Esto es, consideran que asistiendo a clase los estudiantes participan y que esta participación es necesaria para adquirir las competencias de que se trate.

Evaluación de la mera asistencia. Como habrá deducido el lector, todo este cúmulo de interpretaciones y de arriesgadas equivalencias entre conceptos independientes lleva necesariamente a aquello que vengo a denunciar, porque me parece una práctica que se ha ido arraigando y que ya comienza a considerarse “normal”. Y no lo es ni debe serlo. Pasar lista de asistencia a clase y evaluar dicha asistencia, sin otro elemento que permita discriminar la participación efectiva del estudiante, y que todo sea declarado como obligatorio, conduce a tener las aulas llenas, sí, pero en ocasiones de estudiantes en modo salvapantallas.

Además, esto perjudica gravemente a aquellos estudiantes con situaciones especiales, que necesitando trabajar (proporcionan el único sustento a sus familias), por razones de conciliación familiar, cuidado de personas dependientes, enfermedad, discapacidad, etc. no pueden seguir ese ritmo de presencialidad exigido y evaluado, lo que conlleva necesariamente que no puedan superar esas asignaturas, de hecho, si siquiera tienen una mínima oportunidad de superarlas.

Posibles motivos de la falta de asistencia a las clases universitarias. Uno de los principales argumentos de los defensores de estas prácticas es que no hay otra forma de que los estudiantes asistan a clase, lo que, según estos docentes, conduce a la postre al fracaso académico y, por lo tanto, al abandono de los estudios. Conviene por tanto analizar este argumento, y lo primero es establecer qué conduce al estudiante universitario a no asistir a clase. En mi opinión, el primer elemento es la falta de motivación.

Pero dentro de esta causa hay que diferenciar dos subtipos de estudiantes: a) los que ya vienen desmotivados de casa, porque no tienen interés en estudiar pero se ven obligados a hacerlo, ya que están cursando algo que no les gusta (entraron en una carrera de segunda o tercera opción de preferencia o si era de primera opción se han dado cuenta de que no es lo suyo) o porque simplemente no valoran la cultura del esfuerzo (entre ellos, los que pueden permitirse pagar segunda y terceras matrículas); y b) los que se desmotivan en la universidad porque tienen malos docentes (no muchos, pero los ahí, y se hacen notar) o los que saben que el sistema no se va a adaptar a sus necesidades personales, por lo que abandonan toda esperanza de superar la asignatura hasta que ellos puedan adaptarse al sistema, y no al contrario.

Otro elemento, que ya se ha mencionado, es que algunos docentes, sin que deban ser considerados malos docentes, sí que deberían mejorar algunas de sus capacidades y actitudes. Y esto es así cuando muchos estudiantes declaran que hay profesores “lectores de diapositivas”, otros que no han renovado bibliografía o los apuntes en décadas, otros que llegan, sueltan el tema, y se marchan, sin promover ningún tipo de actividad que invite a la participación de los estudiantes, o los que directamente declaran en la primera clase del semestre un sistema de evaluación mediante un trabajo, dan la bibliografía en el mejor de los casos, y no requieren de mayor presencia ni seguimiento académico del trabajo hasta el día de exposición o entrega del mismo. Creo que todas estas prácticas deben ser erradicadas de la Universidad española del siglo XXI.

Algunas preguntas que debemos hacernos los docentes. Es necesario que los docentes universitarios reflexionemos en conciencia sobre este tema. Algunas preguntas pueden ser: ¿es realmente necesaria la asistencia a nuestras clases si un estudiante que nunca ha asistido obtiene un 10 en un examen global? ¿Las actividades que declaramos como obligatorias se refieren a competencias que no pueden ser adquiridas fuera de clase? ¿Pueden ser recuperables o sustituibles? ¿Debemos asumir que la mera asistencia garantiza la participación del estudiante? ¿No es la asistencia obligatoria un remedio para los síntomas y no para la causa de la baja asistencia de nuestros estudiantes en algunas asignaturas? ¿No es mejor aumentar la calidad docente y formativa como medio para aumentar la participación de nuestros estudiantes en su proceso de aprendizaje?

Posibles soluciones. Está claro que no existe una solución directa, sencilla y a coste cero, pero no por ello hay que dejar las cosas como están. Las autoridades políticas y legislativas deberían financiar mejor las universidades públicas para eliminar la precariedad laboral del profesorado, bajar la ratio de estudiantes por aula dotando de más profesorado e infraestructuras, e incentivando la cultura del esfuerzo, entre otras medidas.

Para las autoridades académicas, el profesorado y el alumnado, una referencia obligada es el comportamiento ético (ver por ejemplo, el Código Ético de la UM), pues valores como el compromiso, la responsabilidad, el diálogo y el respeto deben ser los pilares del día a día entre estudiantes y profesorado. Las autoridades universitarias, además, deben supervisar el cumplimiento de las obligaciones docentes, velar por la calidad docente de su profesorado y garantizar los reglamentos no permitan extremos comentados, como que se evalúe la mera presencialidad en el aula, y promover sistemas de evaluación y reconocimiento de la excelencia docente.

También deberían potenciar programas de orientación académica y profesional en coordinación con los niveles preuniversitarios. El profesorado debe mantener un sentido de perfeccionamiento técnico y docente continuo, promover activamente la participación -pero siendo a la vez flexible ante las particularidades de los estudiantes-, y sobre todo, parafraseando al profesor Ángel Gabilondo, debemos transmitir actitudes y valores, porque no solo somos docentes en el aula, sino en todo nuestro comportamiento y actividad universitarios.

Nuestra forma de hablar, nuestros comentarios en las tutorías, nuestros correos a listas de distribución, cuanto decimos en la redes sociales y cómo lo decimos, etc. también influye en nuestros estudiantes. Finalmente, muchos estudiantes deben mostrar mayor compromiso y responsabilidad con los recursos públicos que se invierten en su formación, con el esfuerzo de sus familias, y sobre todo, con ellos mismos, porque deben analizar sus valores y, en conciencia, mejorar día a día la Universidad, con su participación en todos los niveles, dentro y fuera del aula. Ellos y ellas deciden.

*Miguel Ángel Pérez Sánchez (@maperezsanchez) es Profesor Titular de la Universidad de Murcia

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